Historia

Mundo Nuestro. En la pasada Feria Internacional del Libro en Guadalajara se presentó la más reciente obra del historiador Luis Barjau, Voluntad e infortunio en la Conquista de México. Aquí el texto con la participación del autor en el evento.

Relacionada:



Para entender el genocidio de la conquista de México/Emma Yanes reseña a Luis Barjau

Sabemos que el tema de la Conquista, siendo universal, se ha tratado profusamente, sin pausa, desde los propios siglos XVI y XVII, en México, en España y en muchos países del mundo, hasta hoy.

Cualquier evento histórico es inagotable. Siempre se le puede volver a abordar, por dos vías distintas y por la mezcla de ambas: a través del descubrimiento de un nuevo documento de los muchos archivos que los custodian; a través de una nueva interpretación; a través del descubrimiento de uno o más documentos, más su interpretación, en el seno temático del “ descubrimiento” (se ha dicho “encuentro”, se ha satirizado “encontronazo” y en verdad que es “enfrentamiento”) y con extensión interpretativa hasta el tópico mayor de la Conquista.

No obstante lo anterior, en mi estudio procuré analizar los antecedentes de la Conquista, reflexionando sobre la categoría misma de Antecedentes, y clasificándola.

Para estudiar los antecedentes había que fijar un periodo determinado en virtud de que, a nivel histórico y social, pero también a nivel filosófico, los antecedentes pueden extenderse hasta etapas muy lejanas en el tiempo. De ello se hubo de prever, en modo pragmático –y clásico–, que los antecedentes para dicho tema debían tomarse alrededor de los descubrimientos de Cristóbal Colón. Tal, en cuanto al análisis en el tiempo; en cuanto al espacio evidentemente habría de considerarse España, Las Antillas y México.



Fue obligatorio estipular sobre el fenómeno de los antecedentes, que ellos son a) inmediatos o concretos y b) mediatos o abstractos. Así los inmediatos resultaron ser p.ej. el hecho de la superioridad del armamento de la hueste española de Hernán Cortés, dotada de barcos de gran calado, diversidad considerable de armas de fuego y armas blancas, caballos, armaduras (“armas perdidas”), perros adiestrados, sistema de instrucción y procedimientos militares. Mientras que los antecedentes mediatos o abstractos, para poner un solo ejemplo, son los del tipo del sistema de tributos que imponía la cúpula de México-Tenochtitlan. Me explico:

El sometimiento de pueblos por parte del tlatoani de México, obligados férreamente a tributar, conformaba necesariamente una entidad de pueblos resentidos contra el reino mexica y proclives a la alianza para configurar un bloque que pudiera marchar en contra de sus opresores.

Un antecedente de tal situación fue propuesta por nuestro insigne arqueólogo Eduardo Matos Moctezuma, que vislumbró que para el fenómeno de la caída de Teotihuacan en el pasado, la alianza de pueblos sometidos por esta metrópoli, jugó un papel determinante de su colapso.



Conque ya existía, y con probabilidad respecto de muchos otros reinos dominantes, la posibilidad y la figura militar de la alianza para destronar a reinos opresores.

Por ello fue tan fácil la alianza inicial de los totonacos de Cempoala y Quiahuiztlan de la costa del Golfo de México, con los advenedizos españoles. Que si bien eran aproximadamente 500 soldados, arribaron en once naves (varias de gran calado), con un armamento superior, como quedó demostrado de inmediato a su arribo en la batalla de Centla, reino de la desembocadura de los grandes ríos Grijalva y Usumacinta, que a opinión de Bernal Díaz del Castillo dejó un saldo de más de 800 muertos (Las Casas refirió 30,000 bajas, pero ni el total de la población del sitio alcanzaba esa cifra).

Existía pues la experiencia de la alianza para marchar contra un opresor. Y ello explica la facilidad y la rapidez con que el Cacique Gordo (Cuautlaebana) de Cempoala, pactó con Hernán Cortés. De otra manera la alianza hubiera sido improbable o de muy larga y difícil realización.

A partir de Cempoala y Quiahuiztlan, se sumaron sin freno las alianzas: Tlaxcala, Cholula, Xochimilco, Cuauhnáhuac, Chalco Amaquemecan, muchos pueblos de los alrededores del lago del Altiplano y al final Texcoco, que hubiera sido miembro de la Triple Alianza.

La existencia previa de la figura política y militar de la alianza, es un antecedente mediato o abstracto de la Conquista.

Otro antecedente mediato de la Conquista fue a todas luces el liderazgo cristiano de Carlos V en España. Que hizo que la política de la corona terminara por inclinarse por la cristianización de los indios, y no la de su esclavitud, experiencia inicial que plantearan los gobernantes españoles de las Antillas. Las previsiones de la cristianización permitieron una política a largo plazo que culminó con la implantación del virreinato.

Enfocados de esta manera el fenómeno de los antecedentes de la Conquista, resultó que fueron los mediatos o abstractos de mayor significación que los inmediatos o concretos.

Mi estudio se abocó a enlistar, analizar y clasificar los antecedentes de la Conquista de México, que son múltiples y algunos de ellos insospechados.

Las ideas no tienen dueño. Una vez formuladas en libros, periódicos, medios electrónicos, son del uso común. Atendiendo a esta premisa y como resultado de mi experiencia de estudio sobre tema tan profusamente abordado a través del tiempo y considerando las dificultades comunes para la investigación del mismo, dificultades que se van reduciendo con el acceso a la bibliografía de otros países, del propio, de la digitalización de archivos diversos, me permití proponer la creación de un organismo que sería de enorme utilidad a la investigación local, e internacional, y que daría unidad, personalidad e identidad si tal quedara adscripto al Instituto Nacional de Antropología e Historia. Me refiero a la posibilidad de establecer un Archivo y Biblioteca de la Conquista (ABC), que resguardara para servicio de la investigación, originales y copias de documentos del Archivo General de Indias, Archivo de Simancas en Valladolid, Biblioteca Colombina de Sevilla, Archivo General de la Nación, de México, y tantos más archivos dispersos en Europa y América; la gran biblioteca de las crónicas de los siglos XVI y XVII, las muchas recopilaciones de documentos editados en obras importantes a través del tiempo; la amplia bibliografía desde el siglo XVIII hasta nuestros días, que la figura de Hernán Cortés, la naturaleza de las sociedades precolombinas y el evento de la Conquista, han producido de la pluma de distinguidos investigadores.

La presentación de mi obra Voluntad e infortunio en la Conquista de México fue una experiencia que estimuló en alta proporción adicional mi empeño sobre el tema y, lo que es más importante, permitió la interacción del público asistente, que reveló un interés profundo sobe el primer capítulo de nuestra historia moderna, un hecho que no es excepcional porque está en la inquietud general de una gran cantidad del público nacional, lo cual es tierra fértil para todo programa educativo.

Para los millones de mexicanos y musulmanes que residen en Estados Unidos

En la tarde del 7 de diciembre de 1941 por todo el continente americano ya se había esparcido como reguero de pólvora la noticia del ataque de la armada japonesa a la base naval norteamericana de Pearl Harbor. En los Estados Unidos, en México y en otros países donde residían gran número de emigrantes japoneses y sus familias se comenzó a vivir un periodo de gran incertidumbre, miedo y angustia.

-“¿Qué será de nosotros? ¿Se nos deportará? ¿Se nos encarcelará?” Fueron las primeras preguntas que las familias de los emigrantes se hicieron.



Se había iniciado la Guerra del Pacífico, pero al mismo tiempo se desató en América una etapa de persecución y de odio contra los emigrantes en diversos países. El ataque japonés hizo que las muestras de racismo e intolerancia contra las comunidades de japoneses, que ya existían de tiempo atrás, se incrementaran de manera sistemática y masiva. Los calificativos en la prensa de “traicioneros”, “víboras”, “ejército invasor”, “quinta columnistas”, “saboteadores” se le endilgarían sin distinción a cualquier emigrante con el propósito de convencer a las poblaciones de las medidas que posteriormente tomarían los gobiernos en distintos países para vigilar, deportar o encarcelar a todas las familias de ese origen.

Vecinos de un barrio en Estados Unidos pidiendo la expulsión de ciudadanos de origen japonés



En la ciudad de Washington, en la misma tarde de ese domingo 7 de diciembre, el FBI trabajaba apresuradamente para poner en acción las primeras medidas contra los emigrantes japoneses. Los agentes de esa dependencia en los estados de California, Oregon y Washington, donde radicaba la gran mayoría de emigrantes, se presentaron en los hogares de los líderes de las asociaciones de japoneses, de profesores de enseñanza de japonés, entre otros, con el objetivo de interrogarlos y detenerlos. En ese día infausto, poco más de 700 japoneses fueron de los primeros encarcelados. En los siguientes días, el Secretario de Guerra, Henry Stimson, incluyó a esos estados y a otros cinco más como “teatro de operaciones” bajo control militar, situación que aunada a la expedición de la orden ejecutiva 9066 del presidente Franklin Roosevelt en el mes de febrero de 1942, permitió delimitar zonas militares en las cuales “alguna o todas las personas pudieran ser excluidas”. Bajo estos decretos, cerca de 120 mil japoneses y sus descendientes (de los cuales dos terceras partes eran ciudadanos norteamericanos por nacimiento) fueron removidos de sus lugares de residencia y retenidos en 10 campos de concentración.



Niña en espera de ser trasladada a los campos de concentración en Estados Unidos

Al siguiente día del ataque a Pearl Harbor, la mayoría de países americanos rompieron de inmediato sus relaciones con Japón. Sin embargo, esta medida no le bastó a los gobiernos y la guerra se dirigió contra los inmigrantes que fueron considerados parte del mismo escenario. El gobierno de Canadá decretó internar a cerca de 23 mil emigrantes en campos improvisados. En México, en enero de 1942, el año nuevo llegó con muy malas noticias para los emigrantes y sus familias; las autoridades les ordenaron evacuar la franja fronteriza con Estados Unidos y dirigirse a las ciudades de México y Guadalajara. Los pescadores que radicaban en Ensenada y los agricultores que trabajaban en el Valle de Mexicali cultivando algodón, fueron de las primeras comunidades en ser evacuados masivamente. Posteriormente, de pequeños pueblos y ciudades de otros estados de toda la República, miles de emigrantes más saldrían hacía México y Guadalajara.

Takeshi Morita a su llegada a México

Un caso especial a destacar es el del pescador Takeshi Morita quien llegó a México a la edad de 14 años procedente de la prefectura de Yamaguchi en el año de 1928. Unos días antes de estallar la guerra, Morita y sus compañeros de embarcación zarparon del puerto de Ensenada para capturar abulón, langosta y otras especies marinas que abundaban en esas ricas aguas del Pacífico. Como rutinariamente lo hacían, sin estar enterados del ataque japonés, la embarcación atracó en el puerto de San Diego, Estados Unidos, para descargar la valiosa carga. De inmediato toda la tripulación fue aprehendida por las autoridades de emigración; la acusación que se les levantó fue que eran “extranjeros enemigos”. Sin prueba alguna de tal imputación, Morita fue enviado al campo militar de Livingston, Luisiana, lugar donde pasó encarcelado durante cuatro años a pesar de ser ciudadano mexicano por naturalización desde el año de 1935. La ciudadanía de Takeshi Morita no les importó a las autoridades norteamericanas, el odio racial fue suficiente motivo para mantener retenido al pescador mexicano.

En Perú, las primeras medidas que el gobierno tomó ante la guerra consistieron en la confiscación de bienes y cuentas bancarias con los que contaban los emigrantes; posteriormente, las escuelas que habían sido formadas por la propia comunidad fueron cerradas. Sin embargo, es importante hacer notar que un año antes, en mayo de 1940, ya existía un fuerte ambiente de xenofobia contra los emigrantes en ese país. Turbas azuzadas por la prensa y sectores de la sociedad peruana, afirmaron que los emigrantes japoneses escondían armas con las que pretendían derrocar al gobierno. El hecho fue desmentido por las autoridades que sin embargo poco hicieron para evitar que los negocios y bienes de los emigrantes fueran saqueados y destruidos. Los disturbios costaron la vida de 10 japoneses y la destrucción de más de 600 negocios y casas de los emigrantes. Sin hogar y sin una forma de sobrevivir, más de 300 inmigrantes se vieron forzados a regresar a Japón, aun cuando muchos de ellos eran ciudadanos peruanos.

Censo de la población japonesa y de sus descendientes levantado por la inteligencia latinoamericana (Franklin D. Roosevelt Presidential Library. Harry Hopkins Papers)

Muchos años antes de que estallara la guerra, los Estados Unidos ya tenían información precisa del número y ubicación de los emigrantes en todo el continente. El FBI tenía apostados agentes en toda Latinoamérica que vigilaban a las comunidades de japoneses de manera muy estrecha para conocer las actividades que realizaban. En las semanas siguientes del estallamiento de la guerra, el gobierno norteamericano decidió el traslado forzoso de más de 2 mil japoneses a los campos de concentración norteamericanos. Los detenidos provenían de 13 países latinoamericanos, mayoritariamente de Perú, y a pesar de que no tenían ningún antecedente delictivo que justificara tal medida, fueron prácticamente secuestrados y puestos en un barco que los trasladó a los campos en el estado de Texas.

Chuhei Shimomura y Victoria Ura (Colección familia Shimomura)

La política de odio racial y deportación masiva llevó a la separación definitiva de familias como fue el caso de Chuhei Shimomura, quien fue enviado de Perú a uno de los campos de concentración norteamericanos. Shimomura había nacido en la prefectura de Nagano en 1910 y como miles de jóvenes de esa prefectura, se vio forzado a emigrar ante el creciente desempleo y miseria que generó en los pueblos productores de seda la depresión mundial. Chuhei arribó a Perú en el año de 1930 y se casó con una ciudadana peruana, la señorita Victoria Ura, hija de padres japoneses, en 1936.

Victoria Ura en compañía de sus hijos Flor de María y Carlos (Colección familia Shimomura)

El matrimonio procreó dos hijos, Flor de María en el año de 1939 y Carlos dos años después. Los pequeños fueron separados definitivamente de su padre pues el emigrante después de su deportación a Estados Unidos fue intercambiadoen el año de 1942 por ciudadanos de los países aliados. Después del traslado de Chuhei a Japón, lafamilia ya nunca más se pudo reunir.

La ilegalidad con que fueron arrancados de sus países ciudadanos latinoamericanos de origen japonés, así como la concentración de cientos de miles en todo el continente fue una flagrante violación de sus derechos bajo las propias leyes y constituciones de todos esos países. En Estados Unidos, Min Yasui y Gordon Hirabayashi fueron dos de los primeros ciudadanos norteamericanos de origen japonés en desafiar las órdenes de toque de queda y de concentración, motivo por el cual fueron apresados. Ante esta medida, los jóvenes se inconformaron y llevaron sus casos ante la Suprema Corte de Justica que no les dio la razón en gran parte por la presión de la misma guerra y de las autoridades militares.

Sin embargo, en la segunda mitad de la década de 1980, los casos de Yasui y Hirabayashi se lograron reabrir y se comprobó la conducta dolosa de los jueces que claramente violaron los derechos constitucionales de estos ciudadanos. La comunidad japonesa en su conjunto logró levantar un gran movimiento a partir de esta resolución y obligó al gobierno norteamericano a reconocer la serie de ilegalidades que el Estado cometió en contra de sus propios ciudadanos de origen japonés. Incluso, para investigar los terribles hechos que enfrentaron los concentrados, el Congreso Norteamericano fue el que autorizó la creación de una Comisión de Internamiento de Civiles durante la Guerra que concluyó que el encarcelamiento se debió a los “prejuicios raciales” y a la “histeria de guerra”.

Finalmente en el año de 1988 el presidente norteamericano Ronald Reagan firmó el decreto de reparación que otorgaba 20 mil dólares a cada uno de los concentrados como compensación, además de ofrecerles una disculpa pública por las infamias cometidas por el propio Estado. Desafortunadamente en ningún país de América Latina los gobiernos han ofrecido una explicación, mucho menos una compensación, por la serie de violaciones que se cometieron contra los elementales derechos de los emigrantes y de sus hijos durante la guerra.

Las deportaciones masivas e injusticias de que fueron objeto los emigrantes japoneses en América se pueden volver a presentar contra otras comunidades de emigrantes. Por esta razón, la comunidad de japoneses-americanos cada febrero que conmemora la orden de reclusión del presidente Roosevelt lo hace bajo la consigna de ¡Nunca Olvidar¡ Debemos de estar atentos para levantar nuestras voces contra las políticas de odio, de racismo y de persecución que se vuelven a revivir con gran fuerza en los Estados Unidos.

© 2016 Sergio Hernández Galindo

La guerra de odio y persecución contra los emigrantes japoneses en América. ¡NUNCA OLVIDAR¡

Vida y milagros

Todo ser humano tiene virtudes y defectos y es la pluralidad y la posibilidad de oír otras opiniones lo que nos ayuda a disminuir los efectos negativos de nuestros errores y a utilizar mejor nuestras cualidades. Esto en el ámbito político es doblemente necesario. Bill de Blasio, el alcalde de Nueva York, ha dado un discurso el 21 de noviembre en el que con frases cortas propone acciones y promesas puntuales para evitar algunas de las acciones que Trump promete llevar a cabo y que afectarían a miles de habitantes de la plural y multiétnica ciudad que gobierna.(#AlwaysNYC) .

De Blasio no necesitó un millón de aburridos y estúpidos spots para enviar su mensaje. Tampoco usará dinero del erario para que sus acciones y promesas sean divulgadas. Se conocerán y correrán por las redes sin costo alguno porque son ideas inteligentes, realizables y concretas. No necesitó un discurso de 5 horas ante acarreados o incondicionales para hacerse oír.




La buena noticia es confirmar que habrá voces y acciones que podrán oponerse y disentir con respecto a políticas públicas que podrían afectar el destino del mundo; lo importante también es que esas voces no podrán ser silenciadas. Esa es la abismal diferencia entre un régimen dictatorial y uno que no lo es.

Yoani Sánchez es la filóloga cubana de 41 años, periodista y extraordinaria bloguera, que desde el corazón de Cuba y de su blog Generación, sin exiliarse, ha sabido mantener una tenaz e inteligente oposición y a la dictadura castrista durante muchísimos años. Lo ha hecho casi sola, sin subsidios del pueblo cubano, usando las pocas herramientas cibernéticas que con enormes dificultades ella misma fue encontrando, apoyada por personas voluntarias y audaces; logró hacer oír la voz de miles de cubanos que buscaban un salto hacia adelante en el tiempo político congelado de la isla, una válvula de escape y un respiro a la falta de libertad de expresión que reina en la isla, algo que en países como el nuestro es ya casi desconocido. Cualquiera puede desde un teléfono celular, una computadora o un medio de comunicación disentir de los gobernantes de manera inteligente o majadera, con verdades o con mentiras. Lo importante es que tal cosa es posible aunque casi hemos olvidado que antes no lo era.

Cuando Yoani Sánchez visitó México en 2013, la invitaron a dar una plática en el senado. A su conferencia llegaron cubanos seguidores incondicionales de los Castro y la empezaron a llamar "gusano", "traidora", "mercenaria de los Estados Unidos " y otras cosas llenas de lugares comunes. Ella, una mujer crecida en un ambiente político intolerante no solo para ella sino inherente a la vida de los cubanos, no se inmutó, solo les dijo: "Esto que ustedes pueden hacer, de venir a insultar a una persona invitada a hablar por el congreso de otro país, en Cuba sería impensable. Qué bueno que ustedes sí gocen de ese derecho. Denme argumentos, no insultos."

Bueno, pues ha sido Yoanni quien ha escrito la frase que más me ha interesado entre todo lo escrito acerca de la muerte del finalmente mortal Fidel Castro. La cito textual:



"El hombre que llenó cada minuto de Cuba por más de 50 años se fue apagando, desvaneciendo, perdiéndose de la vista de los espectadores de esta larguísima película, como el personaje que se aleja en un camino hasta quedar apenas como un punto en la retina. Ya no está, se fue, hemos sobrevivido a Fidel Castro. Deja tras de sí la gran lección de la historia cubana contemporánea: COSER EL DESTINO NACIONAL A LA VOLUNTAD DE UN HOMBRE TERMINA POR TRANSMITIR A TODO UN PAÍS LOS IMPERFECTOS RASGOS DE SU PERSONALIDAD, ADEMÁS DE INSUFLAR A UN SER HUMANO LA ARROGANCIA DE HABLAR POR TODOS." (El País, 26/11/16)



La arrogancia de hablar por todos. Qué tentación esa de creer en los liderazgos que pueden solucionarlo todo. Creo que ese es uno de los más grandes errores que se repiten en la historia humana. No sabemos que el mejor gobernante es el que menos se nota. Los mejores cambios son los que suceden en el bajo perfil de la gradualidad, cambios en los que todo un país ha trabajado. Mucho se notaron Hitler y Mussolini y acabaron sumiendo a sus países en la destrucción. Poco se han notado los líderes alemanes que a lo largo de 71 años fueron capaces de reconstruir Alemania desde sus cenizas.

El que ahora una parte de la población de Estados Unidos crea que un solo hombre puede cambiar para bien y por su voluntad a un país que, como todos, tiene sus grandezas y sus miserias , es no aprender nada de las lecciones de la historia. Pasa por no entender que todos somos parte de la solución de los problemas de nuestros países, pero que una sola persona no puede ni debe ser de ninguna manera la única solución, la verdadera, la buena. Pasa por darse cuenta que creerlo es sumamente dañino. La naturaleza lo enseña: es indispensable la diversidad para la sobrevivencia.


Ante la tentación que tienen los líderes de ser ungidos como guías únicos, de tener seguidores ciegos e incondicionales y de ser los representante de la verdad en la tierra, los buenos líderes deciden enseñarles a sus seguidores o gobernados que hay muchas verdades, muchas formas de hacer las cosas y que lo sano y perdurable es lo que se construye sobre la fortaleza de empoderamiento de cada ser humano. Hay quienes en las relaciones amorosas depositan su poder en el otro, y se sienten perdidos si ese otro se va, se cansa o se muere. Los países y las personas que salen adelante tienen la sabiduría de reconocer que todos necesitamos de los demás pero que nadie es indispensable, ni en la vida de las personas ni en la vida de las naciones y las comunidades. A veces, después de haber dado o recibido mucho, tenemos que aprender a dejar ir, o a irnos, y a decir adiós aunque nos duela.


Es obvio que esa lección sí que no la aprendió Fidel y que su país ha pagado por su soberbia una carísima factura. Todo parece indicar que tampoco la sabe el hoy entronizado Donald Trump, para quien, afortunadamente, creo que existirán muchos contrapesos dentro y fuera de su país.

verónicamilenio@yahoo.com.mx

Breviario de lectura, 26 de Nov.


Como a muchos de ustedes, la muerte de Fidel me provoca grandes contradicciones políticas y morales: son indiscutibles los aportes de la revolución en materia de salud, educación, y algunos ámbitos de la cultura; la fortaleza imaginaria que Fidel construyó alrededor del pueblo cubano para resistir el embate del bloqueo. Y sobre todo, el significado que tuvo la propia Revolución Cubana para repensar el lugar y destino de nuestro continente. Pero al mismo tiempo, no podemos más que reconocer que la propia revolución acabó por convertirse en lo mismo contra lo que peleó en su origen: un deleznable aparato burocrático y represor. Casos como los de Arenas, Caberra Infante, " Michi", Padilla y el de Lezama Lima, en un extremo y, en el otro, la muerte de Cienfuegos, Angola, la salida del propio Che de la isla, el fracaso de la Zafra, etc., deben interrogarnos, al menos, por el destino de la revolución. Cierto, como todo líder, Fidel fue un hombre de claroscuros, de varios rostros; no podemos privilegiar uno por encima de otro. El Progreso se ha construido sobre cientos de víctimas. La verdad en la historia se construye desde distintas perspectivas. Pese a todas las contradicciones que pueda generar el pensamiento utópico tras sus resultados a lo largo del S. XX, no puedo más que preguntarme por las consecuencias que al mismo tiempo ha traído para nuestro tiempo la renuncia a dicho pensamiento y la posibilidad de imaginar un mundo más justo para todos. ¿ Cuál será el destino de Cuba tras el triunfo de Trump y la muerte de Fidel? He ahí la cuestión.

Un apunte:




No hay duda que para muchos, Cuba y Disneylandia son equivalentes: constituyen la realización del espíritu absoluto - el fin de la historia y su secuela de dramas -sobre la tierra, al tiempo que empatan a Fidel con cualquier superhéroe de la cultura popular norteamericana; resulta que los supuestos 600 atentados contra el líder cubano son la más clara muestra de su tesitura moral. También los dinosaurios y los elefantes son resistentes a balas de alto calibre y eso no los encumbra en el Parnaso de la historia. Así caminan algunos de nuestros intelectuales.

¿Por qué Betancourt versus Castro?


La razón se encuentra en que estos personaje encarnaron y ahora simbolizan las rutas de la izquierda en una encrucijada de la historia con consecuencias de largo plazo. En su momento se enfrentaron violentamente. El primero, Betancourt (1908-1981) representa la apuesta a las reformas sociales como parte de la construcción de una democracia liberal, a la afirmación nacionalista frente a poderosos intereses extranjeros políticos y económicos pero sin llegar a confrontaciones insensatas contraproducentes (que reconoció puntos de confluencia productivos con un gobierno como el de JFK), a la solidaridad activa en América Latina con los gobiernos democráticos y la lucha en contra de las tiranías de izquierda y de derecha. No siempre concuerdo con Enrique Krauze pero cuando se trata de su juicio de Betancourt coincido plenamente. Lo llama "la figura democrática más importante del siglo XX en América latina", pues no sólo impulsó la libertad en su país, sino que luchó contra todas las dictaduras, de Trujillo a Fidel Castro, que mantenían al continente en el atraso y la barbarie.



Si la llamada "doctrina Betancourt", que quería comprometer a todos los gobiernos democráticos del continente a romper relaciones con todo régimen de facto, hubiera prosperado, otra sería la suerte política de América latina en la actualidad. Por eso fue atacado con ferocidad sin igual por los dos extremos y se salvó de milagro de los varios atentados contra su vida. EN este punto en particular Krauze tiene razón: Rómulo Betancourt fue un demócrata cabal, un estadista honrado y lúcido, y si los gobernantes que lo sucedieron hubieran seguido su ejemplo jamás hubiera surgido en Venezuela un fenómeno como el de Chávez. Por desgracia, no fue así, y la ineficiencia y la corrupción que vinieron después hicieron que grandes sectores sociales, frustrados en sus anhelos, se dejaran seducir por los cantos de sirena revolucionarios. Y ahora, mientras luchan por recuperar la democracia que perdieron, aprenden (¿aprenden de verdad?) que el sacrificio de la libertad es siempre inútil, pues los hombres fuertes y caudillos acarrean siempre peores males que los que pretenden remediar.

En cambio, el segundo el puro Castro (1926-2016)representa la apuesta, sí por las transformaciones sociales, pero sacrificando por completo la libertad y la democracia por considerarlas "burguesas", que culminó en una dictadura personalista y familiar, por la lucha en contra del imperialismo yanqui hasta la muerte pero que condujo a su país a la auténtica dependencia con la Unión Soviética, por la alianza con un bloque de sátrapas y tiranos en el mundo que en más de un caso masacraron a millones.

A mi juicio, y siempre lo he pensado así, la ruta para la izquierda es la de Betancourt y no la de Castro. Respeto a los que lamentan la muerte del último, y entiendo sus motivos, pero no comulgo con su aferramiento a una figura que aún deja a descubierto reflejos arcaicos de un "revolucionarismo" profundamente antiliberal y antidemocrático. LA PIPA.



Tomado de la revista Nexos

A las once de la noche con treinta y ocho minutos la televisión oficial cubana anunció la muerte de Fidel Castro. Sabemos la hora con precisión porque a partir de ese momento Yoani Sánchez, la periodista y disidente cubana, comenzó a reportar a través de Twitter sus impresiones sobre la que sería la noche más larga en la Cuba de de este siglo. Los tuits alcanzaron inmediatamente a cientos de miles de personas. Hemos ordenado los mensajes para presentar la apresurada crónica.



Murió Fidel Castro, lo acaban de anunciar en la TV oficial. Todavía muchos en La Habana no se dan por enterados, las calles calles vacías en mi edificio. El silencio se extiende, es madrugada, pero el miedo se palpa en el aire. Vienen días complicados.Faltan varias horas para el primer amanecer sin Fidel Castro que he vivido en mi vida.

fidel-castro

Una errática y nerviosa locutora de TV, vestida de negro, habla sobre reacciones por la muerte de Fidel Castro. La televisión desencadena una programación oficial, que evidentemente ha estado preparada por largos años.



Mi madre creció bajo Fidel Castro, yo nací bajo Fidel Castro… mi hijo nació bajo Fidel Castro, mis nietos nacerán sin Fidel Castro. Fidel Castro murió este 25 de noviembre, pero el “fidelismo” lleva varios años sepultado. Hay que estar atentos a cualquier vuelta de tuerca represiva. En momentos así el oficialismo se pone muy nervioso. Hoy damos el portazo final al siglo veinte.

El hombre que decidió cada detalle de la Cuba en la que nací y crecí, ya no está. Una extraña levedad se extiende por la Isla. Ahora comienzan a cobrar lógica tantos ejercicios militares de los últimos días. Durante mi infancia y adolescencia Fidel Castro decidió desde lo que comí, hasta el contenido de mis libros escolares. El hombre que intentó moldear la nación a su imagen y semejanza se ha ido… pero Cuba queda.

Fidel Castro: Nunca, en el último medio siglo, había estado tan olvidado como al momento de su muerte. Termina la vida… empieza el credo. Los seguidores de Fidel Castro se preparan para su “canonización” histórica”. La represión contra activistas había aumentado especialmente en los últimos días ¿Preparando el funeral? Ahora mismo recuerdo al escritor Jorge Zalamea: el Gran Funeral ha comenzado y la madrugada habanera parece no acabarse nunca: es larga, silenciosa, en vilo.



Hastío, indiferencia, desgano… por el momento son las reacciones que he podido captar en muchos. Pudo controlar un país hasta el mínimo detalle pero no pudo cambiar el curso del tiempo, el inevitable fin de la vida. La historia dirá la última palabra… pero mis nietos no escucharán sus interminables discursos. Tantos rumores sobre su muerte, que la gente se acostumbró a que ya no estaba. Algunos lo enterraron en vida. Su legado: un país en ruina, una nación donde los jóvenes no quieren vivir.

Plaza de la Revolución apagada sin una luz… un cirio sin fuerza para un difunto largamente velado. Las luces en el Ministerio de las Fuerzas Armadas delatan rara actividad de madrugada. Unos lo despiden con dolor, otros con alivio… la gran mayoría con cierto toque de indiferencia.

El Consejo de Estado decreta 9 días de duelo nacional hasta el 4 de diciembre. Los jóvenes en el malecón habanero se van enterando de la noticia. Es madrugada de sábado, son jóvenes… Posponen el desfile que estaba planificado para el 2 de diciembre y lo programan para el próximo 2 de enero. Amanece en La Habana tras el anuncio de la muerte De Fidel Castro. Suspenden la venta de bebidas alcohólicas en varios puntos de la capital cubana. “De eso no se habla” parecen decir las miradas con las que tropiezo en las calles cubanas. Un país de silencios el de este sábado.

Yoani Sánchez

Mundo Nuestro. Carlos Tello ha publicado este mes de noviembre la crónica del inicio de un ciclo largo en la vida de Cuba. El de Fidel Castro y la revolución que marcó la segunda mitad del siglo XX latinoamericano. Ayer 25 de noviembre murió Fidel. Principio y fin. De la revista Nexos reproducimos este texto magistral.

La noche del 20 de junio de 1956 el doctor Fidel Castro Ruz salió de la casa localizada en el número 26 de la calle Kepler, en la colonia Anzures de la Ciudad de México. La casa, que servía para alojar a compañeros que militaban en el Movimiento 26 de Julio, estaba alquilada por una amiga suya, la cantante cubana de centros nocturnos Orquídea Pino. Aquella noche, luego de dar unos pasos por la banqueta, oculto por la oscuridad, Castro Ruz subió con unos compañeros a un Packard 50 color verde, con placas IW-55-655 de Miami. El automóvil avanzó hacia la calle Mariano Escobedo. Ahí detuvo la marcha y apagó las luces. Junto con Castro Ruz bajaron dos individuos más: Universo Sánchez, su guardaespaldas, un campesino de Matanzas, y Ramiro Valdés, su hombre de confianza, un camionero de Artemisa, en la provincia de La Habana. Empezaban a caminar cuando los rodearon varios hombres vestidos de civil, armados con pistolas ocultas bajo el saco. Les mostraron sus credenciales de policía, para después inspeccionar el Packard. “En la cajuela del vehículo hallaron tres ametralladoras, un rifle de alto poder, cinco pistolas y dos granadas de manufactura estadunidense”, comentaría la prensa. “Ellos no opusieron resistencia y tan sólo se concretaron a afirmar que portaban esas armas para su defensa, dado que tenían enemigos políticos”. Los agentes los empujaron a un vehículo y los condujeron a las oficinas de la Dirección Federal de Seguridad, en el número 6 de la Plaza de la República, junto a la masa de concreto del Monumento a la Revolución.

01-castro-02

Ilustraciones: Kathia Recio



Esa misma noche, en el curso de la madrugada, fueron aprehendidos varios otros cubanos que también militaban en las filas del Movimiento 26 de Julio. Todos fueron concentrados en el tercer piso del edificio de la Dirección Federal de Seguridad, “una sala espaciosa con muchas mesas y sillas”, en palabras de uno de los detenidos, el negro Juan Almeida. La policía estaba tras sus pasos desde principios de 1956, cuando el Servicio de Inteligencia Militar de La Habana anunció que Castro Ruz preparaba desde México el derrocamiento del gobierno de Fulgencio Batista. El coronel Orlando Piedra, jefe de investigaciones de la Policía Nacional, salió entonces hacia la Ciudad de México para intercambiar información con el capitán Fernando Gutiérrez Barrios, jefe de control e información de la Dirección Federal de Seguridad.

Fidel estaba por cumplir un año en México. Había llegado al país luego de pasar 22 meses de prisión en la Isla de Pinos por haber dirigido, el 26 de julio de 1953, el asalto al cuartel Moncada, en Santiago de Cuba. Fue uno de los beneficiarios de una ley de amnistía por la que votaron todos los diputados del país, con excepción de su ex cuñado, Rafael Díaz-Balart, quien rechazó la amnistía con estas palabras: “Fidel Castro y su grupo solamente quieren una cosa: el poder, pero el poder total, que les permita destruir definitivamente todo vestigio de constitución y de ley en Cuba… Creo que esta amnistía, tan imprudentemente aprobada, traerá días, muchos días de luto, de dolor, de sangre y de miseria al pueblo cubano, aunque ese propio pueblo no lo vea así en estos momentos”. Un mes después de salir de prisión, Raúl Castro, hermano menor de Fidel, perseguido por la policía, que lo acusaba de colocar una bomba en un teatro, buscó asilo en la embajada de México. No se le reconoció la calidad de asilado pero se le otorgó un permiso de entrada bajo el amparo de la fracción III del artículo 50 de la Ley General de Población. Más tarde lo siguió también Fidel. “Me voy porque me han cerrado todas las puertas para la lucha cívica”, escribió por esos días para la revista Bohemia.

Fidel Castro salió de Cuba el 7 de julio de 1955 en el vuelo 566 de Mexicana de Aviación. Su hermana Lidia había tenido que vender su refrigerador para darle un poco de dinero para el viaje. Llevaba puesto un traje gris y unos lentes oscuros, y tenía en la mano una maleta de cuero con un cambio de ropa, algunos libros y una visa de turista. Era todo lo que poseía en el mundo. En la escalerilla del avión le dio un beso a su hijo Fidelito. Esa tarde aterrizó en el aeropuerto de Mérida, procedente de La Habana. “Los aeropuertos eran muy sencillos en ese tiempo”, habría de recordar. “Tenían puestos con gente que vendía camarones”. Los vio nada más, sin poderlos disfrutar. Tomó después otro avión hacia el puerto de Veracruz, ya que no tenía suficiente dinero para pagar el boleto directo hasta la Ciudad de México. Estaba desconsolado. “Difícil explicarles cuán amargo ha sido para mi persona el paso necesario y útil de salir de Cuba”, escribió a Faustino Pérez, quien permaneció en La Habana al frente del Movimiento 26 de Julio. “Casi lloré al tomar el avión”.

El sábado 8 de julio por la mañana llegó por fin en autobús a la Ciudad de México. “Me reuní la primera noche con Raúl y dos o tres cubanos de confianza en casa de una cubana residente en ésta desde hace años y que ha sido una verdadera madre para los del Moncada”, escribió a La Habana. Era María Antonia González, una cubana que vivía en la calle Emparan 49, departamento C, en el centro de la capital, y que sería célebre más adelante por ser la anfitriona del encuentro de los cubanos con el Che Guevara. Estaba casada con un mexicano, el luchador Avelino Palomo. Fidel iba todos los días a comer a su casa, para salir del cuartito sin luz del hotel de paso donde pasaba las noches. Su vida era difícil al principio del exilio: “Es triste, solitaria y dura”, confesó en una carta, aunque la sobrellevaba: “Vivo en un pequeño cuartico y el tiempo que dispongo libre lo dedico a leer y estudiar. Ahora estoy documentándome sobre el proceso revolucionario de México bajo la dirección de Lázaro Cárdenas. Más adelante pienso redactar el programa revolucionario completo que vamos a presentar al país en forma de folleto”.



¿Por qué había elegido ese lugar para organizar la insurrección en Cuba? ¿Por qué México? Parte de la respuesta la habría de dar él mismo varios años más tarde, con una ráfaga muy elocuente de preguntas. “¿A qué otro lugar podíamos ir? ¿Al Santo Domingo de Trujillo? ¿A la Venezuela de Pérez Jiménez? ¿A la Nicaragua de Somoza? ¿A la Guatemala de Castillo Armas? ¿A una colonia inglesa?”. La elección había sido natural. “México parecía algo nuestro, de los cubanos”, añadiría, “y nos parecía una especie de santuario de donde se podía luchar por la independencia y por la revolución de Cuba. Eso estaba en las tradiciones de los revolucionarios cubanos durante más de cien años”. Uno de sus compañeros de lucha, Pedro Miret, revelaría después que la elección de México obedecía también a la idea que tenían de zarpar de Yucatán para desembarcar en Oriente, entre Niquero y Pilón, con el fin de atacar la ciudad de Manzanillo. Pero incluso sin esa ventaja estratégica, la decisión estaba ya tomada por razones meramente prácticas. Todos los enemigos del general Batista vivían en México. Luego del golpe de marzo de 1952, con el que Batista tomó el poder, varios miembros del gabinete del presidente Carlos Prío Socarrás buscaron asilo en la embajada de México. Ahí llegaron refugiados Aureliano Sánchez Arango, ministro de Relaciones Exteriores, y Rubén de León, ministro de la Defensa, así como también, más adelante, el propio Prío Socarrás, quien salió después en un avión exiliado a la Ciudad de México.

Los miembros del Movimiento 26 de Julio vivieron todos, casi todos, en la capital de la República. Formaban un grupo muy cerrado. Fidel Castro Ruz, su dirigente, nunca propició las relaciones con los políticos del país, ni siquiera con los que detentaban el poder (aunque uno de sus biógrafos, Tad Szulc, sugiere que pudo haber conocido por esas fechas a López Mateos, entonces secretario del Trabajo). “La norma básica de mis pasos aquí es y será siempre suma cautela y absoluta discreción, tal como si estuviéramos en Cuba”, escribió Fidel. “He procurado hacerme notar lo menos posible”. Así fue con el resto de sus compañeros. Sus relaciones estaban circunscritas a mexicanos común y corrientes, muchos de ellos amigos o familiares de los cubanos que frecuentaban, como el luchador Avelino Palomo, esposo de María Antonia, o el ingeniero Alfonso Gutiérrez, marido de Orquídea Pino, quien habría de acoger a Fidelito en su casa de San Ángel. Los exiliados, por lo demás, eran parte del paisaje de la capital. “Aquí en México, los cubanos son bien acogidos”, escribió Juan Almeida, sobreviviente del Moncada. “Hay músicos, artistas, peloteros, gentes que han venido contratadas, muchos que han llegado como turistas y hasta como polizontes”. Había soneros que iban y venían, como Benny Moré, y cantantes que luchaban en las noches por triunfar en el país, como Orquídea Pino, y también intelectuales que sobrevivían los rigores del exilio, como el escritor Raúl Roa y el periodista Enrique Henríquez, director de El Sol de Oriente.

Uno de los problemas más apremiantes de los cubanos fue siempre, desde luego, la escasez de dinero. “Llevo una administración rígida de los centavitos que traje y espero que con este sistema nadie pase hambre ni ahora ni después”, escribió el doctor Castro Ruz, quien según confesó después, al ser detenido por la policía, tenía un presupuesto de unos siete mil 500 pesos mensuales para la alimentación y el hospedaje del grupo en México. Vivía él mismo con los 80 pesos al mes que le enviaba su padre desde Cuba. Raúl, por su parte, sobrevivía con los 40 pesos que le mandaba Lidia Castro, quien más tarde residiría en México, al igual que sus hermanas Emma y Agustina. Ambos iban a comer a menudo, para ahorrar, a casa de María Antonia. Ahí encontraban a los cubanos, y a veces también al argentino. Ernesto Guevara los había conocido gracias a su relación con el compañero Ñico López, exiliado en México, a quien había frecuentado en Guatemala durante los meses anteriores al derrocamiento de Jacobo Arbenz. Su encuentro con Fidel tuvo lugar en casa de María Antonia, hacia fines de julio, muy posiblemente el 26 de julio de 1955, aniversario del Moncada, luego de que Castro Ruz, por la mañana, depositara una ofrenda de flores en el Monumento a los Niños Héroes de Chapultepec. Muchos de sus actos, en los meses por venir, los haría al pie de ese lugar, donde evocaba a los mártires —también muy jóvenes— del Movimiento 26 de Julio.



El 8 de agosto, un mes después de llegar a México, Fidel Castro Ruz terminó la redacción del Manifiesto Número Uno del Movimiento 26 de Julio al Pueblo de Cuba. Lo mandó imprimir en la imprenta de un mexicano llamado Arsacio Vanegas, compañero de lucha del marido de María Antonia. Vanegas era nieto del gran Antonio Vanegas Arroyo, cuya venerable imprenta, la misma que dio a luz a los grabados de Posada, había servido para publicar —bajo el título de Viva Cuba Libre— los manifiestos del general Antonio Maceo, el héroe de la independencia de Cuba. También era luchador, con el nombre de KidVanegas, el Látigo Azteca. Fidel le propuso darles cursos de defensa personal a los cubanos en Bucareli 118, el gimnasio donde trabajaba, entre General Prim y Lucerna, así como clases de educación física en los montes de los alrededores de la Ciudad de México. “Los hacía yo caminar y subir en dos horas al cerro de Guadalupe”, recordaría Vanegas. Llegó a tener una relación muy estrecha con Fidel, quien al triunfo de la revolución le propuso ir a La Habana (junto con su imprenta, que deseaba colocar en un museo) para ser el jefe de la Ciudad Deportiva. Arsacio Vanegas no aceptó su oferta, pero lo recordó siempre con afecto. “Hicimos mucha amistad con él, hasta vivió con nosotros. Le gustaba mucho lo mexicano: los tacos de gusano, el pulque curado de limón, de melón. Era muy alto, muy nervioso, no se quedaba ni un instante quieto”.

Arsacio Vanegas fue uno de los muy pocos mexicanos que trabajaron activamente con el Movimiento 26 de Julio —en la supervisión de las marchas del cerro de Guadalupe, las caminatas de Zacatenco, las sesiones de remo en el lago de Chapultepec, los cursos de autodefensa en el gimnasio de Bucareli—. Otro más que colaboró también con los cubanos fue Antonio del Conde, el Cuate, propietario de una armería ubicada en Revillagigedo 47. Al principio, el Cuate tuvo con ellos un trato de negocios nada más, pero después acabó por abrazar la causa de la revolución. Compró para los cubanos una ametralladora ligera, dos fusiles antitanque, 13 subametralladoras y 20 rifles de caza, entre los cuales el Remington 30-06 con mira telescópica que Fidel usaría después en la Sierra Maestra, adquirido en el mercado negro de Estados Unidos. Los cubanos solían practicar en el club de tiro Los Gamitos, en la capital de México. Era todo muy informal. La mayoría sabía nomás armar y desarmar sus fusiles, luego de tomar unos cursillos con el compañero Pedro Miret. Fidel era la excepción. Estaba familiarizado con los fierros desde chico. En su juventud cazaba en la finca de su familia en Birán, al oriente de Cuba, y en sus años de universidad andaba siempre armado con la Colt 45 que le había regalado su padre, don Ángel. Por lo demás, cabe recordar, había recibido entrenamiento militar al ofrecerse como voluntario en una expedición a República Dominicana para derrocar al dictador Trujillo. Fue él quien entrenó a los que serían más tarde los cuadros del Ejército Rebelde.

El entrenamiento de los cubanos adquirió formalidad cuando pudieron contar al fin con un poco de dinero. En febrero de 1956 Faustino Pérez, jefe del Movimiento 26 de Julio en Cuba, llegó a México con ocho mil 250 dólares, que Fidel sumó a los 10 mil dólares que acababa de recolectar entre los exiliados cubanos durante un viaje de casi dos meses por la costa este de Estados Unidos, en el que había pronunciado una de sus frases que serían más célebres: “En el año 1956 seremos libres o seremos mártires”. Al comienzo de 1956, en efecto, tenía ya los recursos para comenzar en serio los preparativos de la revolución.

01-castro-01

En marzo los cubanos encontraron al fin el sitio que necesitaban para realizar sus ejercicios militares. Rancho Santa Rosa estaba localizado cerca de la capital, en Chalco. Tenía 148 kilómetros cuadrados de terreno y dos mil metros de construcción. Su propietario era don Erasmo Rivera, un antiguo seguidor de Pancho Villa. Los cubanos se lo rentaron por una cantidad muy baja. Poco después, hacia comienzos de mayo, empezaron a entrenar ahí bajo las órdenes del ex coronel Alberto Bayo, soldado de oficio, quien había tenido que empeñar su mueblería de México para contribuir a la causa de la revolución. Los entrenamientos sorprendieron a los cubanos por su severidad. “En la vida real todo va a ser más duro”, les decía el ex coronel en forma de consuelo. Alberto Bayo había nacido en Camagüey, hijo de español y cubana, y había vivido desde niño en España. Estudió en la Academia Militar de Toledo y luchó más tarde durante 11 años, en la década de los veinte, contra los moros que resistían a los europeos en el norte de África. “Sufrió de ellos la guerra de guerrillas y quedó tan profundamente impresionado con este método de lucha que lo implantó como una asignatura más en la academia militar donde trabajaba como profesor”, relataría Almeida. Dio clases de guerra de guerrillas en Salamanca, en efecto, y combatió después en las tropas de la República. Vivía por esos años exiliado en México. En Rancho Santa Rosa, durante las noches, luego de los entrenamientos de la jornada, impartía sus cursos de guerra de guerrillas a los miembros del Movimiento 26 de Julio.

El 20 de junio Castro Ruz acudió a la casa de seguridad que los cubanos tenían en la calle Kepler, acompañado por sus compañeros Universo Sánchez y Ramiro Valdés. Muchos de los sitios que rentaban para esconder a los militantes del movimiento estaban localizados en zonas residenciales de la capital, como Morena 323 (la colonia Del Valle), Coahuila 129 (la Roma) y México 33 (la Condesa). La de Kepler 26, en Anzures, acababa de ser habitada por unos combatientes que venían de Rancho Santa Rosa. Fidel estaba interesado en tener noticias frescas del entrenamiento que recibían de Bayo. Iba confiado a su cita con ellos. No tenía manera de saber que estaba bajo la mira de la policía.

Las aprehensiones fueron realizadas por el capitán Fernando Gutiérrez Barrios, quien dirigió también las investigaciones en la Dirección Federal de Seguridad. ¿Cómo fue su relación con los cubanos? La versión de los románticos es de sobra conocida. “Gutiérrez Barrios era un hombre decente, muy caballeroso y muy sensible”, recordaría Fidel. “Se hizo patente que no sentía hostilidad ni odio contra nosotros. Y me parece que a medida que él se percató de la convicción y de la firmeza, incluso de la serenidad y valentía de aquel grupo, lo miró con respeto. Fue capaz de valorar a aquel grupo de cubanos y las motivaciones de su lucha”. Sus recuerdos coinciden desde luego con otros testimonios igualmente románticos, como el del comandante Almeida: “Vio que éramos hombres honrados y de principios”.

La verdad es diferente. El 21 de junio, apenas unas horas después de su captura, Fidel Castro Ruz solicitó un amparo, extendido también a su hermano Raúl, quien estaba todavía en Rancho Santa Rosa. “En la demanda de amparo”, revelaría después la prensa, “los Castro Ruz aseguraban que estaban en México como turistas y que agentes de la DFS pretendían torturarlos para que se confesaran culpables de actividades sediciosas”. Su demanda fue más tarde retirada. Era insostenible. La verdad es que Gutiérrez Barrios tenía información sumamente detallada sobre el Movimiento 26 de Julio, por lo que sus dirigentes no podían pretender que vivían como turistas en México. Tampoco tenían forma de probar que habían sido torturados, pues el capitán, efectivamente, los trató siempre con respeto durante sus entrevistas en las oficinas de la Dirección Federal de Seguridad. Por lo demás, los cubanos entendieron que la principal acusación en su contra, la de ser comunistas, era falsa, como lo podían demostrar sin problemas. El 22 de junio, así pues, Fidel escribió desde prisión un artículo que publicó en Cuba la revista Bohemia. Precisó que no tenía ningún vínculo con los comunistas. Muchos de los miembros del Movimiento 26 de Julio eran, como él, ex militantes del Partido del Pueblo Cubano (Ortodoxo). En esa calidad tuvieron contacto frecuente con el Partido Revolucionario Cubano (Auténtico), pero nunca con el Partido Socialista Popular (Comunista). Los comunistas, de hecho, habían condenado con severidad el ataque al cuartel Moncada —y habían tenido en otros tiempos, como recordó Fidel, una relación muy cercana con el propio Batista, candidato del PSP en las elecciones de 1940.

Las entrevistas de Gutiérrez Barrios con Castro Ruz ocurrieron en una sala muy amplia de la Dirección Federal de Seguridad. El capitán Fernando Gutiérrez Barrios era un joven de 29 años, ordenado, pulcro y eficaz, nativo de la capital de Veracruz, que había realizado sus estudios en el Colegio Militar con el fin de hacer carrera en el Ejército. Era por esos días jefe de control e información de la Dirección Federal de Seguridad, donde trabajaba bajo las órdenes de su director, el coronel Leandro Castillo Venegas. En una de sus entrevistas con el dirigente de los cubanos, le mostró un mapa muy exacto de Rancho Santa Rosa. Fidel comprendió que no tenía más alternativa que la colaboración. Ofreció ir a Chalco para evitar un enfrentamiento de sus compañeros con la policía, por lo que fue sacado de los separos la tarde del 24 de junio. Esa noche, al llegar a la propiedad, pidió a sus compañeros que se rindieran sin pelear. Así fueron capturados 13 militantes, entre ellos el responsable general de Rancho Santa Rosa, Ernesto Guevara, a quien ya los cubanos apodaban Che. Alberto Bayo logró escapar, igual que Raúl Castro Ruz. Los demás fueron llevados al centro de detención de inmigrantes de la Secretaría de Gobernación, ubicado en la calle Miguel Schultz 136, en la colonia San Rafael. Eran en total veinte detenidos, aunque luego fueron añadidos otros más.

El 25 de junio llegaron a las oficinas de don Adolfo Ruiz Cortines, presidente de la República, varios telegramas que solicitaban la liberación del doctor Castro Ruz. Entre ellos destacaban los de personalidades como Carlos Prío Socarrás, ex presidente de Cuba, Raúl Chibás, jefe del Partido del Pueblo Cubano, y José Antonio Echeverría, dirigente de la Federación Estudiantil Universitaria. El gobierno de La Habana solicitó por su parte la extradición. En prisión, mientras tanto, Fidel escribía en su cuarto y recibía visitas en el patio de Miguel Schultz. Tenía que cuidar su apariencia —no podía dar la impresión de ser un rufián— por lo que llevaba siempre un traje prestado por el hijo del coronel Bayo. Así lo vio Teté Casuso, amiga cubana, viuda del poeta Pablo de la Torriente Brau, quien lo describió después en sus memorias: “Alto, afeitado, con el pelo castaño bien cortado, sobria y correctamente vestido con un traje de casimir café”.

La noticia de la captura de los cubanos apareció en la prensa del país un día más tarde, el 26 de junio. “Desbarata México la revuelta contra Cuba y apresa a veinte jefes”, decía a ocho columnas el titular de Excélsior, para luego añadir: “Veinte de los cuarenta cabecillas cubanos integrantes del grupo revolucionario denominado 26 de Julio, dirigido por el sedicente abogado y doctor Fidel Alejandro Castro Ruz, se hallan presos”. La nota daba como fuente al subdirector de la Dirección Federal de Seguridad: “El grupo 26 de Julio no tiene nexos comunistas ni recibe ayuda económica del comunismo, se trata de un grupo opositor al gobierno de su país”. Pero citaba más adelante a Fernando Román Lugo, subsecretario de Gobernación, quien anunciaba que la acción legal sería ejercida en cuanto terminaran las investigaciones de la DFS. El asilo político no permitía, a quienes se acogían a él, llevar a cabo acciones en perjuicio de otro país, como lo postulaban las leyes de derecho internacional en la materia.

El 27 de junio el capitán Gutiérrez Barrios ofreció una conferencia de prensa en la sala de la Dirección Federal de Seguridad. La captura de los cubanos era de nuevo, ese día, tema de primera plana. En los periódicos que circulaban por la sala, durante la conferencia, aparecía la foto del doctor Castro Ruz, un hombre joven, de bigote, con el rostro redondo y el semblante un poco melancólico. Gutiérrez Barrios lucía satisfecho.

“Ha sido terminada la tarea, aun cuando se hará el intento de localizar todas las ramificaciones de la conjura”, dijo a la prensa, correcto y pausado. En uno o dos días, los conjurados detenidos serán puestos a disposición de la Secretaría de Gobernación.

Los cubanos que permanecían libres emprendieron de inmediato la defensa de sus compañeros, encabezados por Raúl Castro Ruz. Promovieron una campaña de publicidad en los periódicos del país. Apareció una carta en El Universal, seguida por una inserción pagada en Excélsior. “Al H. Señor Presidente de la República y al Pueblo de México”, decía la inserción, que terminaba con estas palabras: “Libertad para Fidel Castro y sus veintitrés compañeros encarcelados”. El Movimiento 26 de Julio contrató después a tres abogados que tenían la misión específica de evitar la deportación, entre ellos el licenciado Alejandro Guzmán, oriundo de Zamora, Michoacán, quien buscó la forma de contactar al general Lázaro Cárdenas. La intervención del general habría de ser definitiva para evitar la extradición de los cubanos.

La noche del 9 de julio fueron puestos en libertad 20 de los cubanos que permanecían detenidos en Miguel Schultz. Entre ellos estaban Ramiro Valdés, Universo Sánchez y Juan Almeida, destinados todos a ser héroes de la revolución. “Gobernación ordenó la libertad de los detenidos”, trató de explicar la prensa, “previa comprobación de que aún estaban dentro del plazo que les otorga la ley para permanecer en el país, al que entraron como turistas”. Fueron notificados, sin embargo, que tenían que abandonar de inmediato el territorio por haber violado, en efecto, su condición de turistas. Fidel Castro y Ernesto Guevara, por su parte, permanecieron tras las rejas. ¿Por qué razón? “Por estar probado que violaron flagrante y ostensiblemente la Ley General de Población”, indicó muy indignado Excélsior. ¿En qué forma? Sus visas de turistas acababan de expirar…

Castro salió libre el 24 de julio, una semana antes que Guevara. El general Cárdenas intercedió a su favor con el presidente Ruiz Cortines para que pudiera permanecer con sus compañeros en México. “El señor presidente tuvo a bien acordar se les dé el asilo que piden”, escribió en sus Apuntes. Existía la posibilidad de que fueran deportados a Cuba, lo cual hubiera puesto en peligro sus vidas, o exiliados a Uruguay, lo que acabaría de tajo con sus proyectos para la revolución. Para eso habían buscado a Cárdenas, opositor de Batista, a pesar de haber tenido amistad con él durante los años treinta, cuando presidió el gobierno de la República. La mañana después de la audiencia en Los Pinos, al conocer la noticia del asilo, Castro solicitó una entrevista con el general Cárdenas, quien recordó el hecho en sus Apuntes. “Me pidió lo recibiera para manifestar su reconocimiento a México, lo que ya hacía por escrito al señor presidente Ruiz Cortines”, dijo. “Es un joven intelectual de temperamento vehemente, con sangre de luchador. Reiteró sabrán responder, tanto él como sus compañeros, al asilo que se les otorga respetando las leyes del país”. Fidel Castro Ruz, entonces un muchacho de 29 años, jamás olvidaría aquel gesto del general Cárdenas. ¿Lo trató mucho? “No tanto como me habría gustado haberlo tratado”, afirmaría después. “Lo conocí. Nos ayudó en cierto momento difícil que tuvimos nosotros”.

Al salir de la prisión Fidel viajó de inmediato a Yucatán, donde coordinó la instalación de nuevos refugios para sus armas y consiguió, según parece, un crédito de cinco mil dólares del banquero cubano Justo Carrillo. Pocos días después, en agosto, fueron detenidos tres cubanos armados con rifles y pistolas ametralladoras en una carretera de Yucatán. El capitán Gutiérrez Barrios salió de inmediato hacia Mérida, donde la prensa reveló el hallazgo de un refugio de armas con 60 rifles de alto poder y mira telescópica, comprados al parecer en Estados Unidos. La policía realizaba su trabajo como siempre, no obstante la liberación de los cubanos. Varios funcionarios del gobierno, al igual que muchos analistas en la prensa, sostenían de hecho que las acciones del Movimiento 26 de Julio dañaban las relaciones de México con La Habana. El gobierno del presidente Ruiz Cortines, cabe recalcar, estaba obligado por los tratados internacionales a impedir que en el país tuvieran lugar actividades tendientes a organizar la lucha armada en el territorio de otro estado. La península de Yucatán, por su proximidad con Cuba, era uno de los sitios donde más presencia tenían los agentes de la Dirección Federal de Seguridad.

La prisión había trastornado los planes del Movimiento 26 de Julio. Todo cambió por completo. A partir de ese momento sus jefes abandonaron las casas de seguridad que tenían en la capital: muchos partieron al puerto de Veracruz, otros a Xalapa, unos más a la ciudad de Mérida. Sus relaciones con sus compañeros en Cuba, por lo demás, eran por aquel entonces muy intensas. Todos los días llegaban al país contingentes de militantes, como aquel dirigido por un trabajador de La Habana llamado Camilo Cienfuegos, cuyo hermano mayor, Osmany, vivía ya en la Ciudad de México. Las relaciones eran también muy intensas al más alto nivel. Fidel Castro, en efecto, recibió a fines de agosto la visita de Frank País, un muchacho de 21 años, coordinador del Movimiento 26 de Julio en Oriente. Poco después recibió la de José Antonio Echeverría, presidente de la Federación Estudiantil Universitaria y secretario general del Directorio Revolucionario, que basaba su estrategia de lucha en las ciudades, donde combinaba la movilización de masas con las acciones armadas dirigidas contra los colaboradores de Batista. Ambos platicaron toda la noche, hasta la madrugada del 30 de agosto, cuando firmaron un documento llamado Carta de México, en el que sus organizaciones anunciaban “unir sólidamente su esfuerzo en el propósito de derrocar la tiranía y llevar a cabo la Revolución Cubana”.

Aquel otoño Fidel vio de nuevo a Frank País, quien durante cinco días lo trató de convencer de posponer su regreso a Cuba, ya inminente, con el argumento de que estaba aún muy desorganizado el Movimiento 26 de Julio en las ciudades de Oriente. Después tuvo un encuentro similar con Flavio Bravo, emisario del PSP, amigo de la universidad, mentor de Raúl, quien también intentó convencerlo de salir más tarde, a fines de enero, al comienzo de la zafra, cuando sería más fácil para los comunistas organizar, en apoyo de su expedición armada, una huelga general en Cuba. Su respuesta fue la misma, una muy sencilla: tenía que partir ya, lo más pronto posible, pues estaba bajo la mira de la policía de México desde que fueron descubiertos sus planes contra el general Batista.

Por esos días los cubanos reanudaron sus entrenamientos en un rancho ubicado en el municipio de Abasolo, Tamaulipas, cerca de la frontera con Estados Unidos. Se ignora cómo adquirieron ese rancho, aunque se sabe que el ex presidente Prío Socarrás, un hombre muy rico, tenía grandes inversiones en propiedades rurales en Tamaulipas. Teté Casuso, la simpatizante de Fidel, era también amiga de Prío Socarrás. Ella los puso en contacto. Le pidió al jefe del Movimiento 26 de Julio volar a Florida para ver al ex presidente de Cuba, a quien él mismo en el pasado había acusado de corrupción, pero con quien estaba entonces en buenos términos, luego de que intercediera a su favor en la carta dirigida a Ruiz Cortines. El encuentro tuvo lugar en septiembre de 1956, en el Hotel Casa de Palmas de McAllen, Texas. Ambos llegaron luego de burlar a la policía, Prío Socarrás por estar sujeto a juicio y no poder abandonar Miami y Castro Ruz por carecer de visa y tener que cruzar el río junto con los trabajadores mexicanos sin papeles que buscaban la prosperidad del norte. Carlos Prío Socarrás aportó 50 mil dólares al Movimiento 26 de Julio, junto con otros 25 mil dólares más que mandó después por conducto del mexicano Antonio del Conde, el Cuate, quien viajó con ese fin hasta Florida. Es decir, un total de 75 mil dólares. “Era una época desesperadamente difícil, nuestra única preocupación era la Revolución”, afirmaría después Fidel a un reportero del New York Times. “Ese dinero no era nada para él. No hicimos ninguna concesión a Prío”.

El dinero de Prío Socarrás les sirvió a los cubanos para adecuar Rancho María de los Ángeles, en Abasolo, con el que sustituyeron a Rancho Santa Rosa, incautado desde el verano por la Dirección Federal de Seguridad. Y les sirvió también para comprar la embarcación que los habría de llevar a Cuba.

01-castro-03

Hacia fines de septiembre el Cuate y Fidel viajaron a las montañas de Veracruz con el objeto de probar unos fusiles Remington. Siguieron después al río Tuxpan para ver un yate que deseaba conocer el Cuate. Cuando Fidel lo vio, apacible junto al muelle, fue incapaz de contener una exclamación de alegría.

—En ese barco me voy a Cuba —dijo.

El Granma fue adquirido pocos días más tarde con ayuda del Cuate, quien actuó como comprador en Tuxpan. Aquel yate de madera, construido en 1943, tenía 15 metros de eslora por cinco de manga, con dos motores diesel de seis cilindros y tanques para dos mil galones. Su dueño era un americano que vivía en la capital de México, Robert Erickson. En 1953 había naufragado en un ciclón y había permanecido algún tiempo bajo el agua, por lo que era necesario repararlo para la expedición a Cuba. “Su reparación debió incluir el cambio de los dos motores, una planta eléctrica, los tanques de agua y combustible, una nueva sobrequilla y el remozamiento completo de su cubierta”. Fidel pagó en total 40 mil dólares al señor Erickson, pues compró también la casa donde estaba atracado el Granma en el río Tuxpan.

El 21 de noviembre el Movimiento 26 de Julio sufrió una deserción en el rancho de Abasolo. Los 37 militantes tuvieron que salir hacia Ciudad Victoria, donde recibieron la orden de partir a Tuxpan. Fidel Castro había tomado la decisión de zarpar de inmediato. El 24 escribió su testamento, camino a Tuxpan, en el que dejaba a su hijo de siete años, Fidelito, bajo la tutela de sus amigos Fofó Gutiérrez y Orquídea Pino. Fidelito vivía con ellos desde comienzos del año, de hecho, cuando su padre, contra el deseo de su madre, lo llevó a vivir con él a la Ciudad de México. El barco zarpó el 25 de noviembre, a las 12:20 de la madrugada, con el timón al mando del capitán Onelio Pino. Estaba diseñado para alojar a 20 individuos, máximo, pero fueron embarcados 82. Eran muy jóvenes: tenían en promedio 27 años. Todos eran cubanos, aunque había también un argentino, un dominicano y un mexicano, Alfonso Guillén, quien sería más tarde vicepresidente del Instituto Cubano de Amistad con los Pueblos. Su destino habría de ser cruel. De los 82 expedicionarios, 20 morirían al desembarcar, 21 serían encarcelados, 21 más desaparecerían y sólo 20 alcanzarían la Sierra Maestra, donde habrían de comenzar la guerra de liberación contra la dictadura de Batista.

Carlos Tello Díaz
Escritor e investigador de la UNAM (CIALC). Su más reciente libro es Porfirio Díaz, su vida y su tiempo.

Andrew Paxman, En busca del Señor Jenkins. Dinero, poder y gringofobia en México. Debate/CIDE, México, 2016.

Este texto fue leído en la presentación de la biografía de William O. Jenkins, del historiador británico Andrew Paxman, el miércoles 16 en Profética.

La fotografía de portadilla es del fotógrafo mexicano Héctor García, y fue tomada en Atencingo el año de 1965.



Adelanto una reflexión tras las primeras páginas de la lectura del libro En busca del Señor Jenkins, del historiador británico Andrew Paxman, una biografía que es también una historia del dinero, el poder y la gringofobia en México:

En busca de nuestra propia historia, una que deje de mirarnos a retazos y nos contemple enteros, que se atreva a mirar de largo un siglo. Me pregunto si es posible hacerlo a partir de la vida del hombre cuya existencia mejor explica esta oligarquía que ha gobernado a saltos, sí, asaltos, de gobernadores desde hace más de ochenta años en Puebla, pero que no hemos aprendido a ver sino a retazos de una gran pieza de tela ajada que nadie reconoce como propia.



1



“Es creencia del propio testador que nadie, con capacidad para trabajar, debe gastar dinero que no haya ganado con su propio esfuerzo… Y que no es su voluntad dejar a sus hijos riquezas y fortuna…”

Eso leyó el Notario 13 de la ciudad de Puebla algún día de noviembre de 1958. La voluntad de William O. Jenkins, quien ganó para sí igual el apelativo de Don Guillermo, el filántropo de los clubes Alfas, que el de gringo pernicioso, explotador de indios en Matamoros, y que llegara a Puebla en 1905 para convertirse, cincuenta años después, en el más acaudalado empresario del capitalismo salvaje que ha identificado al México moderno.

Y con esa lectura dio paso aquel notario al testamento en el que nuestro magnate confirmaba que su fortuna entera pasaría a la Fundación Mary Street Jenkins creada cuatro años antes, la organización de asistencia que hasta el 2014 ha administrado la mayor concentración de dinero lograda en la historia del capitalismo en Puebla, y digo al 2014, dado que no es claro su destino si nos asomamos al pleito que traen sus des-heredados tras la denuncia de uno de ellos, William Jenkins Landa, en el sentido de que su padre y sus hermanos se han llevado los millones del viejo a algún paraíso fiscal en las Bahamas.

Sí, el nieto-hijo de Jenkins, William Jenkins Anstead, Bilito, padre del denunciante, casado ese mismo 1958 en junio y con flores, inciensos y cirios en la catedral metropolitana por el arzobispo de la ciudad de México Miguel Darío Miranda con Elodia Sofía de Landa Irízar, nieta de uno de los derrocados por la revolución, Guillermo de Landa y Escandón, alcalde de la capital y uno de los más ricos del México de Don Porfirio, y en presencia de los apellidos industriales, comunicadores, financieros y cerveceros Sáenz, Azcárraga, Ugarte, Sánchez Navarro, y los poblanos y nada rancios y sí posrevolucionarios Espinosa Iglesias, Alarcón y O´farril; la boda que al final de su vida le daba al viejo magnate norteamericano la aceptación formal en lo que el diario El Universal denominó para identificar a los asistentes como “la aristocracia mexicana”; la boda del hijo-nieto que cincuenta años después de la muerte del testador ha controvertido el testamento y, al parecer, violado abiertamente las leyes que rigen a las instituciones de asistencia privada.

Y ni quien se atreva a averiguar en qué acabará esa tormenta –y el destino de 750 millones de dólares-- en Puebla, pues queda claro que aquí los gobiernos todavía conservan los modos irascibles y despóticos del dictador Maximino.

Pero más claro es que la disputa por esos recursos no puede ser vista por las autoridades como un mero asunto de particulares. Este libro prueba justamente que lo que haya pasado por la cabeza de William Jenkins donador de su fortuna a los pobres del estado de Puebla tenía que ver con esa frase que apuntó en su testamento: nadie debe gastar dinero si no lo ha ganado con su propio esfuerzo.

¿Y qué esfuerzo hizo Jenkins que lo llevó a acumular al menos 80 millones de dólares para ese 1958 en un país todavía reconocido entonces en los discursos de los presidentes como de régimen revolucionario? (Suena increíble, pero López Mateos calificó en un discurso a su gobierno como de “extrema izquierda dentro de la Constitución”, sí, justo el que reprimió con el ejército y echó a la calle a 10 mil ferrocarrileros irredentos en 1959.

Esa interrogante es la que responde Andrew Paxman al salir en búsqueda del Señor Jenkins.

Los viejos cines Coliseo y Variedades. Desde esa 2 Poniente poblana arrancó la carrera hacia el monopolio de Jenkins en la industria cinematográfica en México.

2

Historia, ¿para qué?, podemos preguntarnos.

Y ya más certeros: dinero, explotación del trabajo de los otros, creación de capital… ¿para qué, al final de la vida de un hombre?

“La riqueza no es lo que vistes –dijo el Gringo Jenkins a Jane, la más testaruda de sus cinco hijas--, es lo que tienes dentro de ti, lo que mantienes en tu cabeza…”

¿Y qué tenía dentro de sí este hombre, con qué retazos armaba su propia historia?

¿Por dónde empezar la lectura de la vida de un hombre que, querámoslo o no, determinó el destino de una sociedad entera?

¿Mirarlo ahí, al final de su vida, en 1962 tal vez, todas las tardes, en la soledad de ese rincón del panteón francés que ha comprado con su dinero, con el Packard estacionado a la orilla de lo que todavía nadie llama la 11 Sur, en una banca construida para él, a los pies de la tumba de su mujer Mary, a la que no acompañó a buen morir quince años antes y a la que le cuenta historias y le llora arrepentido?

¿O mirarlo cincuenta años antes, allá por 1915, ya cuando ha ganado con la bonetera Corona su primer millón de dólares en el próspero negocio de los calcetines para tanto muerto que está dejando la revolución, pensar si tendrá sentido ir al pleito en los tribunales para obtener justicia y cobrar la hipoteca de alguna de las plantaciones de caña que una viuda de hacendado quebrado le ha dejado en prenda, o mejor, como ya lo ha probado en esos años de guerra, de plano comprar al juez aunque eso no sea para sus principios una norma moral muy alta, pero sí una cuestión de vida o muerte, como le dirá en algún momento a un amigo?

“De nada sirve recurrir a los tribunales para obtener justicia; tienes que comprarlos.” ¿De cuántos retazos así acumuló su capital Don Guillermo?

¿Mirarlo llegar dando tumbos al cascaron rumboso de Atencingo para recorrer a caballo la plantación cañera que reproduce los campos algodoneros de su natal Tennessee, y escuchar el reporte del administrador de hierro que tiene en el gallego Manuel Pérez, y voltear a otro lado impávido ante la reseña de la última matanza que deja esa guerra agraria que lo perseguirá todo el tiempo en el que él, para la historia nuestra, es el terrateniente más poderoso y brutal del México revolucionario, y pensar para sí que no ha tenido otro camino que estar demasiado cerca de Maximino, pero que si se trata de que se repartan las tierras mejor que repartan la de otro y no las suyas?

¿O mirarlo en la butaca del cine Variedades en 1940 destemplarse a carcajadas con Ahí está el detalle de su amigo Cantinflas, dejando por lo que dura la película los conflictos por el control de la industria cinematográfica de la que será al final de la década el propietario casi absoluto con los implacables y jóvenes y sin escrúpulos Alarcón y Espinosa Iglesias?

¿O mirarlo meditar la respuesta al interrogante que le ha planteado algún amigo frente al tablero de ajedrez en una tarde de 1955 en el balcón que domina la bahía desde su casona en Acapulco --¿Es verdad que el dueño del Banco de Comercio es Espinosa Iglesias?--, y responder después con la misma parsimonia con la que desplaza el alfil sobre el peón de su enemigo: “Sí, pero yo soy el dueño de Espinosa Iglesias…”?

Son algunos retazos del capitalismo mexicano representado por Guillermo Jenkins: textilero en 1908, agiotista implacable en la revolución, terrateniente y traficante en la cúspide del agrarismo zapatista, magnate de la edad del oro y de la eterna crisis del cine mexicano, propietario mayoritario del segundo banco en el México del desarrollo estabilizador.

¿Qué retazos son estos en la vida de un hombre al que nadie llamará nunca mexicano, que siempre será el Gringo o Don Guillermo, los dos extremos al que lo arrojará la historia que terminará con su propia tumba y por su gusto en el Panteón Francés?

Andrew Paxman logra con esta historia del Gringo Jenkins que de un jalón, porque así se lee esta biografía—repasemos los modos y los usos del poder en la sociedad poblana que brotó de una guerra civil. Porfirio Díaz, Madero, Huerta y la guerra, Carranza, Obregón, Calles, Cárdenas, Ávila Camacho, Miguel Alemán, Ruiz Cortínez, López Mateos, once presidentes enteros para asimilar, moldear, generar y dominar en ese abigarrado capitalismo mexicano de pistola y jueces en la cintura y en la cartera, regenteado por generales y jefes máximos y licenciados con los que él y decenas de magnates como él trataron y construyeron ese imperativo simbiótico, dice Paxman, esa simbiosis de conveniencia, esa radical alianza entre el Estado y el capital que desde sus gobiernos y sus monopolios –y por la vía de la sujeción del voto, la represión de las huelgas, el asesinato quirúrgico y la manipulación clerical de las conciencias, pavimentaron el camino a la perpetuación de las desigualdades que caracteriza a México.

3

Porque ahí define Paxman su principal acercamiento a la figura de nuestro gringo viejo Jenkins: no es distinto de los magnates mexicanos de la época, por la manera de hacer negocios, por el uso de prestanombres, por la protección política de presidentes y gobernadores que los acompaña, por los líderes sindicales que tienen en la nómina, por la justicia que sin remordimientos han comprado, por los sicarios cuando son necesarios, por la bendición de los curas y su filantropía con la que encierran su mala conciencia.

Y desde ahí, muy al principio de su narración, el historiador periodista que es Paxman planta su raya contra el hígado, al menos el mío, de los poblanos.

Su objetivo es entender al poderoso como ser humano, no verlo en blanco y negro y desde la óptica de quienes en esta historia han tomado partido. Y a lo largo de toda la narrativa desplegada cronológicamente en las seis décadas mexicanas del magnate que nunca quitó de su pasaporte norteamericano su identificación como “granjero”, aun cuando ya era el propietario mayoritario del Banco de Comercio, el historiador Paxman desbrozará el denominador común: la gringofobia como un componente de la retórica izquierdista o nacionalista que igual alentaron los carrancistas que los zapatistas y los lombardos toledanos y los pregoneros de los gobiernos priistas y sobre cualquiera de ellos la llamada prensa sensacionalista en búsqueda del que en cada coyuntura tiene que pagarla.

No es un libro, entonces, que arroje a la leña el despojo del gringo depredador que tenemos en la memoria. Es un libro que sí se asoma al horizonte de una figura desde cualquier perspectiva extraordinaria y de la que no es sencillo no caer en sus valores extremos: del hacendado capitalista de la posrevolución que fincó su primer gran capital en la explotación sanguinaria y despótica de la plantación de 90 mil hectáreas que llegó a tener en los valles de Izúcar –23,500 de ellas de riego-- al filántropo cuya fundación invertiría entre 1958 y el 2015 más de 150 millones de dólares en obras públicas.

En medio de todo ello está la genialidad de un tipo que logró construir una red de relaciones que le permitieron como empresario sobrevivir una guerra civil y un movimiento de masas usando todas las reglas del juego que encontró en la cancha (de tenis, diría él) mexicana: el soborno y el crimen, pero también la inventiva y la innovación tecnológica (esa frase del Tec de Monterrey nunca la hubiera utilizado), el arrojo y la iniciativa para cambiar el rumbo según la coyuntura, la astucia y el conocimiento de las veleidades del corazón humano, y el trabajo como burro desde las seis de la mañana.

Todo eso se resume al final en una gran capacidad para integrarse a la élite más conservadora de los gobiernos de la revolución mexicana.

4

Qué difícil es ser objetivo en esta historia, si eres periodista como yo, si eres nieto del que fuera uno de los mejores amigos del gringo, mi abuelo Sergio, si tienes ojos para ver lo que ha representado en esta historia Manuel Espinosa Iglesias. Y los gobernadores que con uno y otro en casi cien años se sentaron en su mesa.

Y los perdedores, porque el libro despliega un rosario de personajes atractivos por donde se les mire, empezando por los porfiristas tronados por la revolución: los Condes, Díaz Rubín, De la Hidalga, la hacendada Rosalie Evans, una viuda norteamericana en Izúcar asesinada en su calesa por una guerrilla zapatista. Y los trágicos, sin duda: como los asesinados como el cinematógrafo Cienfuegos o la agrarista de Chietla, Doña Lola, o el propio Carranza, o las hijas alcohólicas del propio Jenkins. Y en un extremo, la enfermiza y abandonada Mary Street.

Y por su complejidad y seductora ruindad: el administrador de Atencingo Manuel Pérez, La Avispa, como le llamaban los cañeros, español estricto, experto agrónomo y solvente exterminador de agraristas a través de guardias blancas; y nuestro tirano primigenio, Maximino, criminal en su populismo nacionalista de caricatura; y el financiero Espinosa Iglesias, astuto y voraz en sus ansias de reconocimiento, modelo perfecto para terminar con su nombre en una estación de metrobús.

El libro quiere ofrecer una perspectiva objetiva, no quiere presentar un Jenkins blanco o negro, villano o filántropo. No basta para entenderlo una visión simplista, dice Paxman. Quiere responder a la pregunta más elemental: ¿quién fue Jenkins? Y sobre todo, ¿qué sociedad lo produjo?

Y esa será la principal insistencia de Andrew Paxman: más allá de ser un gringo, Jenkins representa lo que ha sido la relación simbiótica entre los políticos y los empresarios en el capitalismo mexicano. Y que si queremos entender quién fue Jenkins bien haremos en investigar y conocer a fondo la sociedad mexicana que se construyó sobre todo a partir de la derechización del régimen priista que le siguió a Cárdenas y que tuvo en la relación Jenkins-Maximino su primer capítulo.

Porque son los políticos como Maximino Ávila Camacho los que ayudan a entender la figura de William Jenkins.

Y los crímenes sin límite que se produjeron en Puebla para enfrentar el auge del movimiento de masas campesinas y obreras que en los veintes y treintas se levantaron para obligar a los gobiernos de la revolución a cumplir con sus promesas.

¿Fue responsabilidad de Jenkins el cacicazgo avilcamachista que, afirma Paxman se estiró hasta 1969, y que yo contemplo bien definido en sus caracteres principales en tipos como Mario Marín y Rafael Moreno Valle? Elemental pregunta.

¿Hubiera logrado Jenkins el control que tuvo de la caña de Izúcar y los cines en México sin la figura de Maximino? ¿Y si Cárdenas hubiera dado la estafeta a Múgica y no al moderado Manuel Ávila Camacho se habría despachado la industria cinematográfica en los cuarenta?

Entendida así desde Puebla, la alianza Jenkins-Maximino representa la mejor expresión de la derechización de la política nacional en la que el país se sumerge desde 1940, y de la que no ha salido.

El cacicazgo tuvo su secuela para nosotros. Dice Paxman sobre lo acontecido entre 1935 y 1965:

“El estancamiento económico se debió en parte al estancamiento político. La política se anquilosó durante el feudo de Ávila Camacho, que obstaculizó el debate y produjo gobernadores ineptos o complacientes. La camarilla le debió su durabilidad a patrocinadores retrógrados como Jenkins.”

“Ustedes no tienen idea de lo que fue el avilacamachismo”, nos decía Ángeles Guzmán, mi mamá, en aquellos años setenta de nuestras juventudes a sus hijos discutidores de las desgracias echeverristas.

No tenemos idea de lo que fue la persecución asesina de los sindicatos rojos. Al menos veinte líderes asesinados entre 1938 y 1940. A la casa de los líderes acribillados como Leobardo Coca llegaban las coronas de pésame que enviaba Maximino antes de que la familia se hubiera enterado del crimen.

Ella nació en 1924, hija de uno de los amigos íntimos de Jenkins, uno con el que el gringo no hizo negocio alguno, que yo sepa. Vio de cerca a esa camarilla, y simplemente nos decía, “ustedes no tienen idea…”

Portada de una revista en los años cincuenta...

5

Qué idea tenemos hoy de nosotros mismos. La historia más cercana es la que más llenamos de retazos y sin acomodo alguno.

El libro de Paxman me obliga de entrada a enfrentar nuestra propia, necesaria, búsqueda.

Lectura en dos tiempos: México y EU, dependencia y sobrevivencia de dos mundos en indisoluble contradicción. Pensemos en Izúcar de Matamoros.

En 1916 la revolución que lleva primero que nada a la recomposición de las élites en el poder. Jenkins, los generales revolucionarios, el porfirismo sobreviviente, la nueva clase empresarial, todo ocurre al tiempo de que se produce una enorme transferencia de tierras que en Puebla y en Matamoros no van a dar a las manos agraristas sino a las del gringo agiotista que antes que cualquier cosa quiere ser granjero. Seguirán más de veinte años de lucha sangrienta para que al final Cárdenas termine de repartir los campos cañeros, y aun así Jenkins se queda con 2,600 hectáreas prestanombres de por medio.

La mirada larga entonces.

La revolución que sí fue: el reparto de tierras (pensar aquí en la multitud de "nuevo centro de población" en las regiones de las haciendas: Izucar, Texmelucan, Tecamachalco, Serdán).

La revolución que no fue: el Estado empresarial conservador representado por Maximino y después por los presidentes Manuel su hermano y Alemán el primer civil. En la coyuntura de 1936, el ascenso de Maximino y la derrota de Bosques, preludio de lo que vendría con MAC y Miguel Alemán: la alianza entre los políticos priistas y los nuevos empresarios pasa por el financiamiento de las campañas de los Ávila Camacho, con una perla de Paxman en el libro: el dinero de Maximino lavado por Jenkins en su cuenta de Estados Unidos (250 mil dólares) y la frase del magnate: “A veces pienso que mis relaciones con el gobernador pueden ser demasiado cercanas.”

Pero Jenkins llorará al firmar el acta de expropiación. A pesar de que no perdió el control de la producción, de que no les dejó a los agraristas la totalidad de las tierras. Y de que controló el ejido por varios años más a través del hierro de Manuel Pérez, y de que pudo mantener la venta de alcohol y azúcar para el mercado negro sin ninguna restricción del gobierno en todos los años que duró la segunda guerra.

“Salí triunfando”, diría tiempo después.

La gran perdedora, la luchadora agrarista Dolores Campos, Doña Lola, exilada en Morelos, asesinada en 1945 cuando ingenuamente regresó un día a su tierra en Chietla.

Ahora estamos en el 2016, Estados Unidos gana Trump, y pone en jaque a millones de migrantes que en el norte encontraron la válvula de escape a la miseria y el fracaso de la revolución campesina de cien años antes. Chietla y la región cañera. Qué ocurre ahí cien años después. El monocultivo perdura y el control del sistema productivo sigue en manos del ingenio, hoy en manos de una empresa de Sinaloa. Jenkins ahora se revuelve sobre su tumba. Mientras, la región de Matamoros recibe en remesas de migrantes 274 millones de dólares entre el 2013 y el 2016, mucho más de lo que el Estado mexicano otorga en presupuestos municipales y programas contra la pobreza en la Mixteca.

La mirada larga: ¿qué fue de la región cañera? El monocultivo como condición principal de los procesos económicos de la región.

6

El imperativo simbiótico, la simbiosis de conveniencias, los hombres del dinero y del poder son uno mismo, insiste Paxman, una perspectiva que bien ayuda a realizar otras preguntas mucho más cercanas a nosotros:

¿Qué hacer con la Fundación Jenkins? ¿Cuándo empieza a ser público ese recurso en manos de una organización de asistencia privada reglamentada en la ley?

¿Vale lo dicho por aquel estudiante en 1963 que estableció que los recursos de la Fundación para la construcción de Ciudad Universitaria tenían como fuente el trabajo de miles de trabajadores de la caña que durante dos décadas permanecieron prácticamente acasillados en el ingenio de Jenkins?

Dicho de otra manera: ¿por qué Don Guillermo decidió donar su fortuna para los pobres en el estado de Puebla?

¿Qué pensaría él frente al uso político que le han dado a su donación primero Espinosa Iglesias y ahora sus des-herederos?

¿Y qué vínculo tiene ese uso con los grupos de poder en Puebla? ¿Qué papel han jugado los gobernadores en este proceso? El conflicto por sus recursos que ahora tiene enfrentados a los descendientes de Jenkins es meramente un pleito entre particulares? ¿Qué papel ha jugado en esto el gobierno de Rafael Moreno Valle?

Y por esa vía nuestros actuales Maximinos:

¿Representa Moreno Valle una extensión tardía de esos usos y costumbres por los que los gobernadores de entonces se identificaron? Para ejemplo el uso de jueces y ministerios públicos y congreso estatal para criminalizar la protesta social y encarcelar opositores.

¿Y Piña Olaya, Bartlett, Melquiades y Marín? ¿A quién le aprendieron las mañas para convertir una expropiación con causa de utilidad pública en las Cholulas en el más descarado proceso de especulación inmobiliaria que recuerde la historia de Puebla?

¿Quiénes han sido los Jenkins con los que los gobernadores recientes han hecho negocios en Angelópolis y sus Lomas?

+++++

Cuántas preguntas por responder en busca del Señor Jenkins.

Un libro tan necesario y tan nuestro.

Página 11 de 14