Historia

Mundo Nuestro. Centenario de la muerte de Zapata. Dicen que no hay memoria que valga. Bien haríamos con mirar lo que ocurre en México en los últimos diez años. Mas de 200 mil personas han perdido la vida asesinadas en medio de una violencia a la que todavía no acabamos de nombrar. Bien haríamos si miramos con otros ojos a México. Con ojos atentos, capaces de reconocer los signos de los tiempos.

Crescencio jue pacífico. Murió en los años ochenta del siglo pasado en algún rincón de los llanos de Otumba, al norte de la ciudad de México. Él sí miraba largo. Sobrevivió a la violencia extrema de la revolución mexicana. “Hay que aguantar como burros mañosos para que no venga de nuevo lo de la antigua…”



Para conocer la historia hay que aprender a mirar como la mira Cresencio, como se mira el campo, como se reconocen unos quelites de unas verdolagas. Como se mira a la tierra a la que nunca se olvida. Sólo así no olvidaremos de dónde viene México.

Memoria de Zapata, entonces. Y no dejar de preguntarnos de dónde venimos. Mundo Nuestro presenta este texto escrito por Emma Yanes y Sergio Mastretta, y que formó parte del libro Con el sudor de tu crisis, publicado por la BUAP en el año de 1989.



Primera parte

Yo jui pacífico...



Junio de 1983

Otumba: gran parte de la tierra sin sembrar, unas cuantas yuntas trabajando parcelas recién barbechadas. Entre nopales y magueyes, la casa de la señora Felícitas en el pueblo de San Marcos. Sólo dos cuartitos de piedra: tinacales de aguamiel, hojas de maguey, jarros y cazuelas colgadas de la pared. En un rincón de la casa, doña Felícitas, una mujer de rostro indígena de aproximadamente de 35 años, hace las tortillas blancas y grandes sobre el metate. En el otro extremo, su hermano Carmelo, en cuclillas, selecciona los frijoles para la siembra. Y el tío don Crescencio, de 80 años, sentado junto al tinacal, nos ofrece con insistencia un vaso de pulque: no sabe agrio, es dulce, refresca. Nos vuelve a servir, dice que el que hay en México ya está meniado y además le ponen agua, que el pulque de Otumba es el mero bueno.

Don Carmelo: “De habitantes somos unos dos mil o tres mil almas, con chamacos y todo. Somos 240 ejidatarios. Cada quien trabaja su parcela, lo propio. Es una miseria, tres hectáreas. La mía fue un traslado, murió el mero dueño que era, me la pasaron. Sembramos máiz, frijol, haba, todo por temporal. Si Dios quiere socorrer con l´ agua se da la cosecha. Apenas antier empezó a llover; estaba dura la calor y uno tristeando en la tierra y se vino el relámpago nomás así y la lluvia se vino y corrimos del gusto al ranchito pa´ dar gracias a Dios y nos tomamos el pulquito. Apenas estoy seleccionando el frijol pa´ la siembra; recién lo compré, es del de hace dos años, trai mucha piedra. Está dura la cosa; ora si nos dicen: ‘¿qué siembras buen hombre?`, uno responde: frijoles. Y el otro nos va a contestar: ´pues piedras levantarás`… Luego la aguamiel nos la pagan bien barata, a peso el litro, y ellos venden el pulque a diez pesos. No se da la siembra, todos se están yendo pa´l Distrito. Los viejos nos quedamos de pastores o a raspar magueyes. El nopal y el quelite se da mucho, casi solo, tenemos pa´ irla pasando. Todavía tenemos un guardadito de maíz del año pasado pa´ mal pasarla. Somos de aquí nacidos y aquí hemos de morirnos. Cuando bien nos va sacamos pa´ no comprar la semilla, pa´l gasto de uno. Y a raspar el maguey, que no falte el traguito pa´ beber. El pasado año el gobierno metió máquinas a limpiar las tierras, con eso del SAM, pero salió lo mismo: donde entraron las máquinas se levantó frijol, pero ya no jalan las máquinas, no llueve y no se dio nada. El banco ofrece centavos y se queda con la mitad de la cosecha, y si no da uno se queda con la deuda. Mejor nos atenemos a lo que Dios nos socorra, pero que sea propio. Ya aquí muchos cambiaron de religión; andan por todos lados cargando la Biblia y ya no le ponen la veladora a los santos. Los de la religión nuestra ya están haciendo las misas de espigas pa´ que dé la lluvia. Pero cuando Dios no quiere, los santos no pueden socorrer l´ agüita.”

Doña Felícitas toma una bolita de masa, la redondea, la pone sobre la piedra, no deja de trabajar. Interviene en la plática, interrumpe a su hermano: “Nosotros no le hacemos caso a los de la Biblia. A San Isidro ya lo sacamos a pasear a las tierras el día 15, pero no llovió, hasta ayer.”

Don Carmelo: “Está duro por donde le vea uno. Tenemos que sembrar con yunta, no salen los centavos pa´ pagar tractor: piden 2900 pesos por barbechar una hectárea. Pá sembrar piden otro pago, otro pa´ cajonear. Mejor, digo yo, lo que salga con la yuntita. Aquí el que tiene ha luchado pa´conseguir su tierra, su pulquito, su chivo. Cuesta sostenerlos.”

Doña Felícitas: “Aquí muchos vivieron la revolución, los viejos dicen que fue por envidias. Ahí está mi tío, pregúntele, estuvo en los balazos.”

Don Crescencio se acomoda bien en la silla, reflexiona un rato, sirve más pulque: “Antes había en Otumba pura hacienda y la gente puro pion. Pasó aquí Carranza en el ferrocarril. Lo empezaron a peliar, yo lo vi, luego más adelante lo atajaron y lo mataron. Ya despuesito vinieron los ejidos. Los dueños de la hacienda, unos Campero, ya se fueron pa´ siempre. Ora ya no estamos esclavizados a los mandones del patrón, el administrador, el mayordomo, tanto malora. La necesidad nos obligaba a trabajar pa´ellos; 40 centavos ganaba, 70, no pasé de ai. No dejaban sembrar lo de uno los hacendados, no nos quedaba nada, ni el cuartillo de maíz.”

Doña Felícitas levanta la tortilla con la punta de los dedos, la pone en el comal; es grande y blanca, nos invita a un taco de frijoles, de nuevo interviene en la plática: “Mi agüela dice usaban la biznaga pa´ la tortilla. Luego la hacían del mezale de maguey, se les rompía todita en el comal, sabía feo. “

Don Crescencio: “Pus eso que tú oyiste yo lo vide. La tortillita se rompía en la mano, era de mezale, sabía a crudo. Y los de la guerra le daban a uno la cebada y el maíz al caballo. Todavía habemos con licencia de nuestro Señor unos de esos tiempos; ya nos tocó la tierrita nuestra, y el maíz blanco y bonito como el nuestro. Cuando los balazos, los rateros condenados, los soldados, entraban a la cocinita a la fuerza y todo se llevaban. A la mujer se la llevan por la fuerza y la hacían soldada y la llevaban a lo bola pa´ que hiciera de comer. Yo jui pacífico. Estaba en la edad pa´l reclutamiento, me escondía de la leva. Nomás oía sonar la bala y m´iba pa´l barranco, pa´l otro lado, donde fuera, donde no la oyera la bala. Entonces se quemaban los puentes del tren, le hacían la malobra al vaporcito, al vía angosta, así era. Dicen ya viene cundiendo de güelta lo de la antigua. Ni lo quiera Dios. Vamos arriesgarle a la tierrita y onque piérdamos. Si hay comida bendito sea el Señor; si no, pus hay que aguantar la carga como burro pa´que no haiga guerra. Y que sea el burro mañoso pa´que no se caiga la carga. Yo mi partido ya lo eché al olvido; sale bien carísimo sembrar. Dicen ora la guerra que se viene va a ser del aire, están preparando los aviones y tanta tropa que tiene el gobierno.”

Don Carmelo sigue seleccionando el frijol, separa los chicos de los grandes, los pintos de los güeritos, les quita las piedras. Interrumpe al viejo. “Está triste todo. ¿Por qué han de darnos miedo los balazos? Hay que entrarle al cuero, digo yo, hay que entrarle.”

Don Crescencio: “Anda vete pues. Ya deja el frijol, vete a corretiar balas. O de una vez te preparamos el cuadro aquí mesmo, te organizamos el fusilamiento.”

Doña Felícitas: “Ya no pelié tío, ya no pelié.”

Don Carmelo: “Aquí estamos amolados. No sale pa´ la mantención, no sale pa´l tractor, no sale pa´l abono, ya no sale. El abono de la gallina es el mejor, pero habíamos de tener una granja pa´que saliera. Con 30 pollitos que tenemos por ai sueltos, nomás no, ni modo de corretearlos pa’saber dónde ensucian. “

Doña Felícitas: “Vamos a ponerles un pañalito, como a los chilpayates, pa´ que se ensucien en un solo lugar.”

Don Crescencio: “Está bueno, siga de respondona, siga.”

Don Carmelo: “El tractor en un instante termina y en un instante me deja encuerado. Mejor me sesgo tantito pa´no quedarme desnudo. Todavía el año pasado cobraban a 800 pesos, todavía le entré; onque perdí, le entré. Ora la mujer ya deja sola la casa, se va al campo, dicen que a trabajar; van a ratiar de paso, ya ni se paran en la plaza las condenadas.”

Doña Felícitas: “Está bueno, en el campo todos somos dueños, así decimos, y vamos llenando el ayatito. Está bueno, así todos comemos.”

El viejo Crescencio sirve otro vaso de pulque, vuelve a intervenir: “Ya no pelien. Se vienen tristes los tiempos. Hay que hacernos burros mañosos pa´ que no haiga otra guerra. Yo jui pacífico. No me gustan los balazos, andan saliendo muertos, verlos ai tirados junto al maguey y las muchachas dando hijo ajeno. Si llega un soldado y me dice a fuerzas que tengo que ser como él, yo me pongo de pie y le respondo: `mire soldado, mejor deme cinco balazos ora mismo y de una vez quedamos a mano.´ Ya en el otro mundo, digo yo, arreglaremos cuentas. Uno como quiera ya, con lo poco que nos falta pa’morirnos, como quiera acompletamos. Se viene triste pa´ los chamacos. Hay que aguantar la carga como burros mañosos pa´ que no cunda de nuevo lo de la antigua. “

Julio de 1984

En la carretera, rumbo a Otumba, el mismo paisaje: nopales y tierra seca. Doña Felícitas, igual que hace un año. Desde el rincón, desde la oscuridad, prepara la masa y echa las tortillas mientras habla. “Siempre sí se compadeció la virgencita. La pasearon por la tierra y llovió. Se dio el maicito, el frijol, el alberjonsín. La haba no quiso darse. Ahora está cara la yunta, está caro el tractor. Salió el maicito y juntamos la pastura para los animalitos. Y una, como endenantes, echando la tortilla en el comal. Se apaga con la vientadera, con el aire”.

Ahora nomás yo ando. Mi muchacho anda juido. Dios sabrá. El tío Crescencio dijo el mes pasado: ahora vuelvo, voy a deshojar. No volvió. Jala pa’ un lado, jala pa’l otro el tío Crescencio. Dice tiene guardados sus centavitos para cuando lo entierren. Luego decía nos ayudaba en la tierra. Nomás ayudaba un poquito, se iba a tumbar a la sombra. No se casó el tío Crescencio y ahora mismo ya se quiere matrimoniar. Las pasea en burro a sus señoras, les regala frijol, luego ya lo botan: no tiene parcela. Un sobrino suyo se la quedó. Cumplidos tiene los 81 el tío Crescencio, anda a la pura arrepentida, sin mujer, sin chamacada: ahora quién lo va a enterrar. Un mes no se ve a don Crescencio. Se va a Campero, donde su parcela. Se va a saludar a su tierrita. Se queda la semana, el mes, nomás mirándola. Le agarró cariño. Antes, dicen, nadie tenía la tierra y ahora nomás la mira. Anda a la arrepentida, no se matrimonió. Quién lo va a enterrar, allá en la tierra suya de Campero.

“Bendito sea Dios, llovió. Pero ahora Carmelo no puede trabajar la parcela. Vinieron unos gringos, dizque traen papeles. Andan escarbando la tierra del ejido, no puede entrar la yunta. ‘Oh’, dice la gringa, ‘qué chulada de paredes tamos haciendo, ¡oh!’, y rascan la tierra pa’ llevarse los tepalcates de los antiguos. Con ésos se daban la bendición. Endenantes no había santitos pa’ cuidar la tierra. Rásquele y rásquele a la tierrita están los gringos y llenan los costales de los tepalcates que usaban los de endenantes. No se puede barbechar. Allí en la parcela se acaba l agua pa’ los gringos. Y gritan y corren al jagüey a tomar l’agüita de ésa, donde mero se mían los animalitos. Van a tomar la porquería y a nosotros nos da risa. Carmelo dice que no quería gringos en su tierrita, allá pa’l cerro. Dicen vienen ellos mandados y traen papeles y peones pa’ escarbar la tierrita nuestra. Luego dicen: unos nomás no dejaron entrar a los gringos y el gobierno les quitó su tierrita; les metió pura nopalera y nunca más van a sembrar. Mejor Carmelo se entendió con ellos. Ai como pudo se entendieron; no cantan el mismo hablar. No que otros, dice Carmelo, por salvar la vida la andan perdiendo. Él nomás anda al monte: cuida al animal. Por ai ha de andar.

“Otros de aquí sí pueden barbechar. Juntaron unos pa’l tractor. Al cabo no come pastura, ni l’agua. Igual se descompone. Se queda botado en medio campo, peor enterrado que el nopal. Nomás estorbando la barbechada, el fierro ése, peor que el nopal. Todo está caro, peor está. Y la chamacada que volvieron unos de México. Se fueron y sacaron sus centavitos allá y vinieron acá de vuelta, igual los dejan. Todo recaro está. No alcanza pa’la yunta, pa’l tractor, pa’l animal. Yo digo el gobierno es ingrato; del campo comen los de la ciudad”.

Doña Felícitas se levanta y abandona por un momento su rincón. Nos ofrece un vaso de pulque, el recuerdo más próximo de don Crescencio El Pacífico.

Segunda parte

Se tienen que finar las leyes injustas

Diciembre de 1986

Dejamos atrás Teotihuacan. Camino a Otumba grandes sembradíos de nopal alegran el paisaje. En el pueblo hay tianguis. Frente a la iglesia colonial adornada de azul y blanco se vende carne, verduras, herramientas de labranza, muebles (salas de terciopelo, comedores de fibra de vidrio), adornos navideños, ropa, juguetes (transformers, carritos y niños dios), fritangas. La eucaristía se escucha en todo el mercado por un magnavoz. A petición de los comerciantes el sacerdote ofrece la misa a la Virgen de Guadalupe. “En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”, unos toman la comunión, otros comen sopes y quesadillas. Se confunde la voz del sacerdote con el pregón de las marchantas y la de Emanuel y Pandora que sale de los puestos de discos.

Llegamos a la ranchería de San Marcos. La carretera está ya pavimentada. A su lado crecen nuevas casas. Nada ha cambiado en la vivienda de doña Felícitas. Ella se encuentra en la misma esquina echando a mano tortillas de maíz blanco. No está su marido. Su cuñado Manuel nos ofrece un vaso de pulque. Sin dejar de trabajar doña Felícitas platica.

“Ya ni de niscómel hacen la tortilla. Le echan pura cal y harina, reamarilla sale. Una trai la costumbre del maíz blanco, a como se puede lo van sembrando. Ora se pone la semilla más cara, no se logró. Llovió poco. Nomás se dio un poquito de zacate, ‘ta chiquita la semilla, nomás rastrojo pa’l animal. Del alberjón vimos la pura flor, de tres veces que florea si sigue lloviendo da alberjón, si no, pus no. El maíz y el frijol se siembran juntos, el alberjón aparte. Ora jue año de cosecha de nada. Siembran dos hectáreas, poquito de todo; y como no dio nada, nomás puro zacate, ni lo han juntado, ai se queda tristeando la tierra.”

El señor Manuel, su cuñado, deja ver su dentadura chimuela, interviene: “Ora en lugar de que tengan maguey en el terreno ponen nopal y buscan dinero. Ocupan riego. Uno de’ onde. Los dueños de mucha tierra propósitamente plantan nopal por la tuna. Otro anda suelto en el campo, no compara uno nopal ni tunas nomás de andarlo juntando. Si se engegüita el nopal, se le apodan las pencas que llegan hasta el suelo pa’ que no se destienda como una verdolaga y no dé. Ora tumban el maguey y ponen nopal, ya se va apagando el maguey, ansina la aguamiel, va escaseando el pulquito.” Doña Filícitas da su opinión: “Ora también ‘ta caro, lo dan a 80, a 100 pesos el litro. En la ciudá harta agüita le echan.” Otro vaso de pulque antes de que escasee y Manuel retoma la plática:

“Aquí se logre o no se logre la cosecha ansinita se trabaja como si se lograra. Ya si Dios socorre la agüita. Pa’ trabajar sólo se usa el animal. Ora el traitor cobra 18 y 20 mil pesos el barbecho. Cobra caro por lo que le echan de tiempo, de su trabajo y de lo que le ponen de líquido. Nosotros nomás atenidos a lo propio. En lo ajeno le conviene pagar al dueño de la tierra al tercio, el que siembra pone el traitor y la semilla. De la carga que sale la mitá es pa’l dueño de la tierra y la mitá pa’l mediero. Aquí el que tiene ejido que lo siembre, el que no pa’ qué lo quiere. Mucha juventú no tiene trabajo, ni ejido, entons se lo quitan al que lo traiba y se los dan. Pa’ nosotros la Navidá ni más pobre ni más rica. Se veía bonito el temporal, nomás en la mera mera ocasión que se necesitaba el agua se resentó, de junio pa’ acá ya n’ubo, sólo Dios sabe. Ni como ayudarla l’ agüita. Los que echaron abono quedaron pior, se secó más la tierrita. Nomás me divertí con los que tiraron cubetadas de abono. Está tortilla que ve usté jue del maíz del año pasado, se nos dio hartito y ora nomás no quiso Dios favorecernos la cosecha.”

De nuevo Felícitas le roba la palabra. “Habiendo de un año pal otro el maicito dura. Tenemos del que Dios socorrió hace dos años. Si no hay se compra y con qué.” Manuel vuelve a lo suyo: “Los que están en dichos bancos de nombre no me acuerdo, hasta desyerbaron y nomás no se les dio. Les jue mal y ora con qué pagan. Arréglense como puedan. Si gano, solito, y si pierdo, solito, muy mío, sin atenencias. Por una maquila de un viaje de zacatito de ir a trairlo le cobran a siete mil pesos nomás de la jalada, parte el pión que carga y descarga, hasta dos mil pesos están ganando. Ya pa’qué, mejor uno lo traiba de a poco. Ya no se jaya mucho pión, nomás pa’un cortadito. Cobran harto o se van a México, o a tirarse al pueblo nomás de puro güevón. Yo tengo tres hectáreas en la falda del cerro, pa’rriba no todos saben, no entra el traitor. He visto laderas que están más costosas, pero sí saben y suben el traitor. Otros no, les ladea el corazón. El próximo año todavía no lo contamos. Dios quiera y se compadezca del campo. A ocho pesos pagan litro de aguamiel, ellos lo dan a ochenta. Al rato pa’tragar vamos a hacer como en México: tanto triste ratero que no quiere trabajar. Viene malo el año y se riega la gente donde quiera como hormigas a chambear donde haiga. Viene bueno y se alegra el pueblo de tanta mazorca y tanto amontonadero. Tiene hartito que no se venía la sequía, ora qué le hacemos. ‘Tamos aquí como el burro, dispuestos a llevar la carga, pa’onde vamos a correr si no. Yo no tengo familia, soy soldado razo pa’la mantención, solterón dijo el radio.

“Yo desde que pensé aquí ya era ejido. Dicen que el primer reparto fue pa’l cerro de San Lucas. Luego pa’la aplanada de Tepollan, ansina Palomillas, así lo nombran, el apodo del terreno. Dicen la hacienda era de Zapayoca, ahí está el casco. Otra ‘bía en Campero, de un Manuel Campero. L’ejido poca cosa, no desempeñaron entonces. Otros de Otumba, Buenavista, Suapuyaca, tienen ocho, diez hectáreas cada uno. Aquí semos 248 ejidatarios a tres hectáreas. Ora ripliaron las tierras cuando vinieron las máquinas del gobierno a la medición y nos desengañaron de que eran las tres hectáreas y media, son nomás tres y con trabajos, nos dijeron, Ora las terrazas encharcaron los soportes, se revientan, tiene uno que taparlos con la pala o carretilla. La máquina ayudo a formar los bordes, antes a puro lomo. Hasta eso que no les dura el agua, pior si no hay. El jagüey que esta nuestro favorito, el antiguo de la Hacienda de San Lucas, ‘ta ya un charquito. No hay l’agua pal animal, hay que llevarlo donde jaya.” El tema nos recuerda al viejo Crescencio, preguntamos por él: “El difunto Crescencio de la tierra de Campero fue conocedor de los primeros. Anduvo huyendo de la bola cuando la revolución. Sabrá Dios a quién le dejó su ejido. Se jue a morir con sus hermanos. Sabe Dios a quién le dejó la tierra.”

Felícitas no lo deja terminar: “A quién ‘bía de ser, a sus sobrinos que le espantaron la última mujer que ya traiba en su burro. Anda --le dice Felícitas a una chamaca--, ve a llamar don Pedrito pa que les platique a los muchachos de los tiempos juidos.” El señor, de 84 años, vecino de la familia, apareció al poco rato. Doña Felícita sirve frijoles y alverjón. Corren los vasos de pulque.

Den Pedrito habla pausado y tranquilo. “Voy a contar la historia pa’ no cansar. En 1905 eran treinta años que se ‘bía inaugurado el Tren Mexicano, nomás le quitaron las vías que traiba. Nací mesmamente en 1905. Cuando la guerra de hambre por suerte estaba chiquito. Entoncesa ‘garraron de leva a los pacíficos. Se rascaban subterráneos pa’ que no encontraran a la gente pacífica y hasta ai los iban a buscar. Aquí siempre ha habido generaciones que han ido transcurriendo. El mundo sigue de frente y sigue transcurriendo, los que nos acabamos somos nosotros. Entons llegaba la brigada de Carranza y de Zapata, en Ometuzco peleaban y el inorante pacífico nomás viendo. Zapata venía de Morelos y agarra el tren Interoceánico, Carranza de la ciudad y agarra el Mexicano, los dos aquí venían a parar. Los cerros se blanqueaban de tanto calzonudo zapatista, ésos respetaban la tierra. Los carranclanes eran piojosos, entraban a los templos y sacaban los ornamentos; los mantillones de los andantes se los ponían a los caballos. Saqueban la iglesia y el piojo se les venía de castigo. Yo nunca vide a Carranza, lo’stamos conociendo ora en moneda, ya no vale, nada se compra casi con ella, endenantes daban moneda falsa de la guerra y lo atendían bien a uno en la tienda.”

Interrumpe el señor Manuel con los bigotes empulcados: “Mis finados abuelos me contaban que el carrancista desnudaba a los santos para vestirse con ellos. Yo no sé.”

Afirma don Pedrito con autoridad: “Sí, ansina jue. En Calpulalpan hasta quemaron la puerta de la iglesia. Cuando llegaron las fuerzas aquí ‘bía de todo: alverjón, haba, frijol, maíz. Secaron la semilla parejo, la robaron si no, se acabó el comestible. Los que pudieron embodegar lo hicieron. Hubo hartita hambre, dolían los huesos. Se comieron el mezale con cebada, la biznaga también se comieron. Murió mucha gente de esa canija hambre. Después vino la epidemia que produció la peste de los muertos. Fue precisamente la influenza que pegó. Se iba a enterrar un difunto y ya está l’otro”.

Desde su rincón agrega Felícitas: “Asegún dicen, ya no sé, aquí en Ometsuco sacaban a la gente de sus casas. No traiban armas los pacíficos, se agarraban con la trompa a puñetes. Los papás escondían a las hijas en las barrancas, les llenaban de tierrita la cara pa que se afearan. Como el rumor se oía con anticipación, se rascó bajo las casas pa que no las jayaran.”

Don Pedrito asienta: “Asi jue. Ya no había sepulturas, les enterraban encimados. Cargaban de hijos a la mujer robada. Parientes míos se los llevó la leva. Cuatro primos de sangre se los llevó la tropa de carranclanes pa no volver. Ansina he oído en la radio que dice la canción ‘Me voy lucero de mis noches, dijo un soldado al pie de la ventana´. Y así se juyeron hartos con los luceros. Pero la guerra la ganó el pobre, se jueron a morir unos pa beneficiarse otros. A mí la revolución no me dio tierra como ansina al difunto de Campero. No jui solvente pa trabajar terrenos. El que no tiene porvenir de comuna y repartimiento tiene derecho a pedir ejido, así jue. El círculo de la comunidá que venía desde los antiguos jue independiente a lo de la hacienda. Yo jui de lo comunal de San Marcos. Nunca pudo el charro de ai quitarnos la tierrita. El ejido vino después con el repartimiento de la misma finca.”

El señor Manuel se quita el pulque de los bigotes, habla de los suyos: “Yo de mis padres eran puro acasillado de las haciendas. Yo todavía trabajé en una finca. Ya’staban repartidas todas las de por acá, nomás ésa no, era la hacienda del difunto Bernardo Hernández. Todo era a la usanza de lo anterior. Todavía entonaban los piones a toque de campana el Santodiós pa’salir la gente a trabajar. Yo estuve ai dos años de tlachiquero, raspar y raspar. De las siete de la mañana hasta las cinco o seis de la tarde, raspar. No me pareció. Los piones ganaban 75 centavos los grandes, 50 centavos los chicos. Prestaban el cuarto pa dormir. Mí me pagan 45 centavos el cubo de aguamiel, hacía ocho diarios. Uno se fregaba bien. Era joven. De tlachiquero nomás el que conoce, el que no le jaya, no. Y nomás de ojero me fui medio enseñando a raspar el maguey, a caparlo y a picarlos. Primero se capa, se le quita el meyolote donde sale el güite, la flor de arriba y antes de que salga se le quita el meyolote. Ya cuando está delgadito se capa, se corta, se carea muy bien, después se pica con acocote pa “l aguamiel.”

Don Pedrito deja en el plato su taco de alverjón, sigue: “Desde siempre las fincas traiban a lo comunal del puño. En aquel tiempo, cuando vino Hernán Cortés, cuando llegó a Veracruz saliendo el sol, se apeó del barco y dice: ‘he llegado a la Nueva España.’ Y empezó una guerra antigua. En este territorio había generaciones que eran cerradas, adoraban a los ídolos, eran los primeros de la tierra mexicana. Cuando esas generaciones primeritas, los aztecas, los ulmecas, los chichimecas, había libertad.” Interrumpe el señor Manuel: “yo ai sí no meto mi cuchara, ya tiene hartito.”

Y sigue el viejo: “Yo no en efectivo lo vi, pero supe por pláticas. Cuando la revolución se borró el colegio donde iba yo, pero igual lo supe. Los antiguos trabajaban la tierra a pura mano de obra, conocían los metales. El oro lo juntaban en el suelo. Puede que algún día vean ustedes en los riachuelos unas vetitas negras, pues ese negro es el oro puro. Los antiguos lavaban las arenas para apartarlo y luego lo fabricaban. Conocían de todo. Agarraban veneno de las piedras para ponerle a las lanzas y con eso peleaban. Entonces eran libres. Tenían propiedad comunal de todos, no empezaba ni acababa la tierra. Hasta ahora últimamente con Hernán Cortés les troncharon la tierra y aquellas generaciones todo lo que habían trabajado en común lo sepultaron, Los cerros que ellos hicieron a mano de obra los cubrieron de tierra por no dejar que Hernán Cortés viera los secretos. En ese tiempo México era libre, no como ’ora que se pagan los terrenos. Nomás vino la raza blanca y comenzaron a medir la tierra, a poner las fincas de la raza blanca en la tierra que le robaron a los libres mexicanos. Sí, así jue. Pero algunos pueblos bravos quedaron algo de comunal, , como San Marcos. Campero no, ai había un señor Manuel Campero que tenía las tierras en la misma que antes había sido de los mexicanos. Los peones lo sabían. Al pizcar la tierrita de la finca encontraban ansina los tepalcates de los antiguos y los traiban a su casa pa' que se fuera con el Dios verdadero le quitaban la tierra. Mataban un toro y hacían una hebra y de ese mismo tamaño era la tierra que le quitaban al difuntito. Así le cobraban los padres de la iglesia y la hacienda al indio inorante pa'l entierro. Como no había religión, le quitaron al indígena la idolatría y harto se tuvo que pagar en tierrita por no saber del Dios verdadero. Veían los de la finca a la gente como animales. Estaban salvajes los indios, eran muy frágiles onque tenía la riqueza. Cuando vino esa gente blanca, en lugar de gallinas pusieron perdices y guajolotes que trajeron, también cabrío y vacas. Estaba rica la nación. Lo que era el territorio de norte a sur estaba extenso. En aquel tiempo juido mis padres eran del pueblo, de lo comunal siempre lo fueron. Cuando la revolución estaba reduciendo los pueblos ya eso no quisimos. Nosotros teníamos la propiedad comunal, era pura gente que no habían desnudado de terreno, poco más o menos 20 familias. La tierra comunal se respetó por la revolución y las fincas se hicieron también como lo comunal. El ejido vino a igualar a los antiguos. Pasó la revolución y los pueblos pusieron la representación propia. Aquí fue elegido Ignacio García. Los representantes dijeron cuál era la parte que les habían quitado a los pueblos desde aquel tiempo de Cortés. Y de ai vino el reparto de los ejidos. A un tío mío le tocó ejido. Yo quedé huérfano de padres. Ora crecen las generaciones, qué vamos a hacer. Ora el ejido y la comunidá están en igualdad. Como ha abundado la gente ya no hay cabida y se sigue repartiendo la tierra onque sea de lo comunal y eso perjudica a uno y al otro. Ya no hay plano donde sembrar y se agarrará uno pa'l monte. Otra revolución ya no, antes al contra, vendrá una nueva generación a renovar.”

Doña Felícitas recoge la mesa, se acuerda de la conversación del año anterior, dice: “Esos griegos que endenantes les conté querían los tepalcates de los antiguos. Le fue mal. No tenían permiso de rascar. Otros de allá de Estados Unidos vinieron a matarlos pero ya no los alcanzaron. Los gringos hacían negocio con los difuntos. En el cerrito encontraron dinero antiguo de éste que ponen en los museos. El presidente de aquí de pueblo fue a sacar con ellos cosas que no eran de él. El muchacho del ejido, dueño del a tierra de donde sacaban las cosas, lo retó al presidente que se había metido en su territorio y le dijo que lo mataba. No lo mató pero hicieron prensa y se cambió el presidente de aquí.”

El tema anima a don Pedrito, se acomoda en su silla, habla sabiamente: “Voy a poner un ejemplo, una suposición de los antiguos. Hubo un santo que quiso que los mexicanos llegaran a un lago con peces y ranas. Habían caminado harto los mexicanos, murieron los ancianos y los adultos y nacieron los niños. A un lado del lago había un plumero, y adentro del lago un águila y una serpiente. Precisamente entonces se juntaron los de los alrededores y se enseñorearon, como había dispuesto el santo suyo. Entonces el plumero se esclareció de distintos colores: los morenos somos unos, los rosados son otros, los güeros aparte y también los cubanos. Esa fue la señal de los que habían de poblar la nación. En el lago se vino a inaugurar la paz de todas las naciones mexicanas. Hasta que llegaron los rosados y los güeros y se empezó a medir la tierra y a quitarnos.”

Doña Felícitas no lo deja terminar, salta al tema del temblor: “Ora dicen ya que en la ciudad se acabó el pueblito con el temblor. Se abrió la tierra de la capital de tanto cargamento que traiba. Se juyeron las casas grandes de tanto amontonadero, de tanta construcción pa”riba de los cerros, ya mero se entrometían donde Dios y no le pareció al Señor. Llegó el día en que no lo dejaron estar en paz y lo mandó aflojar las paredes de los últimos que se jueron a meter a la ciudá y se cayó el pueblito que ya estaba llegando a lo alto. Dicen que endenantes del temblor nació un niño y luego que nació habló. Le dijo la mamá al niño: “mijo, qué fe estás”. Y el niño tiernito le respondió: “sí mamá, estoy muy feo, pero más feo va a estar el temblor que ya viene y muchos me van a alcanzar donde yo voy.” Terminó de decir esas palabras y murió. Yo creo que sí jue así. Cuánta gente no se perdió. Los últimos que llegaron al raterío de la ciudá jueron a amontonarse a lo más alto y se perjudicaron a Dios. Y luego la tierrita nuestra que no da y los hijos que se juyen al peligro de la tierra dolida de la ciudá y su casita se afea, se cuartea la pared. Unos regresaron muertos del temblor, otros quedaron aplastados, algunos espantados vinieron a construir, ya no caben allá. Ora andan por la carretera levantando casas de puro blo, no de piedrita traída del cerro.
Antes cuando vivía la otra gente de la revolución, vivían los caseros por San Lucas. Se murieron todos de bala y de miedo y ai dejaron las castias y las piedras. Allí los paredones de las casas de la otra generación hay muchos huesos de cristiano; cachos de cabeza, huesos de dedo. Igual aparecen en la tierra, seguido salen cuando pasa la yunta, le acuerdan al pobre de la guerra de endenantes donde murió harto pacífico. Andaban rondando esos espíritus. Se los encuentran y ponen a descansar sus huesitos en un lugar sano y sigue el trabajo, pa que los muertos no los molesten, no sigan rondando. Luego aparecen hartos huesos y la gente dice que ya viene otra guerra. La gente jala del paredón del rico de San Lucas la piedra pa la casa del pobre, de ai sacamos nosotros la paré de piedra. Como en la ciudá ya no los quiere Dios, vienen aquí con la casa de blo, haciéndola grande. Se jueron de hace tiempo a hacer su dinero allá y como allá y se mortificó el Señor volvieron a la tierrita y ponen su dinero en el nopal, se escasea el aguamiel y se hace más grande la familia. Luego ansina no sale bien la cosecha y los que vinieron tienen pa comprar y todo sube por ellos que sí pueden pagar y una nomás viendo. Endenantes “bía pobres pero no se enojaba Dios ni mandaba a mover la tierra, no tenía tanto juido encimado espiando la morada. Ora la juventú roba, no se cansa, va a montarse a la ciudad. El castigo vino parejo: el que no la debe la paga. Se abre la tierra, son señales del fin del mundo, no hay agua, se viene el fin.”

Don Pedrito le lleva la contraria: “Es mentira que se va a acabar el mundo. El mundo es mundo. Se le acaba el mundo al que se muere, a los otros no. No me lo crea, pero hubo en aquel tiempo del Señor los feligreses que le pedían misericordia, le decían: ‘ten piedad encarecidamente, socórrenos desde tu trono, tú que haces temblar la tierra’. Por esta razón nomás se asoma el Señor pa’ compadecerse de las generaciones y por eso tiembla. Él se asoma a ver qué estamos haciendo. Vienen tiempos mejores si cambia la generación, como la de los primeritos mexicanos. Se tienen que finar las leyes injustas. Todo lo que estamos viendo está marcado que ‘bía de pasar. Allá en las otras naciones donde fue la pasión del Señor como Jerusalén, ahí quedó maldecida la tierra. Ahí no conocen la paz. Algunos mejor se van de allá pa’ buscar la paz. Aquí se conocen muchas tragedias pero reina la paz.”

Agrega doña Felicitas, que ya guardó el comal: “El país ‘ta triste de todo. Dan caro y no favorece l’agüita al campo. Dios no lo quiera se viene una guerra. Parejo a pelear, a sacar lo que jalle uno. El comunismo le quita el animalito al que tiene y se lo da al que no tiene. La semilla igual. Dicen que en unos países ya hay eso. Pos no va a decir el que tenga que sí. Al rico no le gusta sufrir, ya se malpasó, no le importan los otros. Tiene dinero el que trabaja, no lo encuentra su dinero tirado en la calle. Pero el campesino trabaja hartito y no cai l’agua. El rico no va a darnos nada, onque quiéramos.”

Don Pedrito se para, ya quiere irse, comenta: “El PRI es la juerza del gobierno. Es el que apoya al presidente. El campesino sufre, es la base principal. Debían de pagarle bien. Le compran barato al campesino y le venden caro. El hombre de campo se da harta cuenta de eso. Pero se lo aguanta cada temporada pa’ que no haiga otra guerra. Nosotros, si se da la cosecha, guardamos un poquito pa’l otro año. Y si l’otro año no favorece, entonces agarra de lo que guardó y ansina va aguantando. En otras naciones, en Moscú, se oye decir que si los Estados Unidos no le devuelven las tierras que eran suyas, se va a venir otra guerra.”

Camina con dificultad, antes de que se vaya le preguntamos por sus sueños, responde desde la puerta: “Pa’l futuro nomás que haiga paz, que nunca más haiga leva. El Señor quiere la normalidad. La vida no quiere que sea uno muy alto, sino lo más bajo, humilde. La revolución ganó. El poder fue pa’ los mexicanos. Ganó el padre Hidalgo que emprendió la guerra por el sacrificio de la gente indígena. Luego se vio claro con el señor Madero y la revolución por la simple cuestión de que se borraron las fincas. Ora entonces nomás que haiga paz.”

El señor Manuel –que al final se limitó a tomar pulque–, no lo deja irse solo. Se disculpan, se despiden.

Doña Felícitas al fin se hace un taco: “Nomás mi marido vota. Aquí no cuentan las mujeres. Los de la presidencia y todos los que vienen no ayudan. Aquí todo lo que se hace es por cooperación. La carretera también. Este año apenas echaron el chapopote. El presidente municipal de acá del pueblo fue el de la idea. Salió en algo carito. Fue de 3 mil la cooperación. A ultimadas cuentas si lo quieren hacer lo hacen, si no, no. Ya tienen el dinero en sus manos y ya lo negociaron. En algo benefició la carretera, la corren mejor los carritos, pero no quedó muy bien. Donde queda bien no se levanta el pedazo. Cuando llueve se lleva el agua el chapopote y queda de nuevo la tierrita. La máquina vino, todos la fuimos a ver cómo trabajaba de bien rápido. Pero quedó fea la carretera, le faltó chapopote, no le echaron lo que debía ser.

“Pa’ los tiempos que vienen yo quisiera que los tiempos vinieran buenos y Dios socorriera l’agua. Sólo Dios sabe. Nomás esperar hasta que ya no haiga gente.”

Cuántas palabras nos vienen de los tiempos viejos. Mendrugo. Pan duro, expresión de la abundancia y de las sobras. Mendrugo. La palabra muerde, corta ilusiones, aprieta desde el estómago, asoma a espacios siempre visitados, abriga la orfandad de una mayoría, alumbra el fracaso anunciado de la tierra prometida. Reitera este México desigual e injusto en el que vivimos. Mendigo.

Mendrugo. De los viejos tiempos, el hombre marcado. Cuando el castellano todavía no conquistaba entera la península, cuando la lengua se cruzó de razas y continentes, sonidos de la nieve y el desierto, frontera de mar mediterráneo, de guerras y comercios cruzados. La lengua en el poder y el movimiento.



Y de los viejos tiempos también mendigo, menesteroso, indigente, pobre, limosnero, pordiosero.

El mendrugo. La palabra perfila lo que ha sido la ciudad de Puebla en uno de sus extremos más terribles: la desigualdad y la miseria. Porque la pobreza no empezó ayer, ha estado ahí, en esa orilla de la mendicidad que se asoma en el aldabonazo en un portón centenario o en la enjundia de los limpiaparabrisas en este nuevo siglo. De los tiempos idos quedaron las mirillas que todavía se encuentran en las casonas coloniales. En los tiempos nuevos la ciudad entera es una mirilla en cada esquina.

Y de limosnas, de mendrugos, se construyó en dos siglos, por los Jesuitas, esta casona que guarda sin mayor alarde la historia entera de la ciudad de Puebla. Por rezos, misas, indulgencias y caridades pasaron estas piedras. Para mayor gloria de Dios, dirían.

De todo esto pienso en el patio solitario de La Casa del Mendrugo.



¿Cómo arranca un proyecto cultural en Puebla?

¿De dónde viene La Casa del Mendrugo? Incluso entre las personas más disciplinadas y estrictas en el planteamiento de un proyecto y en la estructuración de su desarrollo, el azar aguarda en esos recovecos de la fortuna.

Media mañana de un día de febrero del 2010 en la antigua Calle de la Palma (hoy 4 Sur, pegadita al edificio Carolino). Gilberto, chalán de alarife, se afana con pico, pala y barreta, no pregunta y pica, no se dice para qué querrán que abra este hoyo, no busca excusas en lo incierto de la orden, pica y excava, apalea y rompe con la barreta cuando la piedra es rejega, no simula que remueve la tierra, cumple con su chamba, se gana el pan en la casa del mendrugo. Y le da duro el chalán Gilberto.



Porque los responsables del proyecto del inmueble no han olvidado que en algún lugar aparecerán los tepalcates. Y le ha pedido al maestro Pascual que se aventure a rascar por aquí y por allá del patio, como se sigue un presentimiento, como se persigue un anhelo oculto en la loza fría de la fortuna. Así que un proyecto de vida pueda partir de rascar al azar un agujero en las piedras. Puede partir del golpe recio de una barreta en manos de un ayudante de albañil al que le ordenan excavar en un punto cualquiera del patio de una casona poblana.

“¡Maistro Pascual, aquí la barreta ya no toca fondo!”

Simplemente la fortuna.

“De seguro van a encontrar tepalcates”, había dicho la historiadora de arte colonial Emma Yanes Rizo cuando escuchó la narración de los primeros trabajos de restauración de la vieja casona del Mendrugo, en la antigua calle de La Palma.

“No dejen de rascar a fondo, aparecerán los tepalcates”, dijo la historiadora entre broma y en serio. Y pensaba en los centenares de tiestos de barro, pedacitos de platos y jarros de la cocina o refectorio que alimentó por doscientos años a los ocupantes coloniales de la casona, la mayoría provenientes de los talleres de mayólica poblana que con el tiempo hicieran famosa a la ciudad. Porque las predicciones se basan en el conocimiento y en la fortuna.

Y la fortuna se busca. El chalán Gilberto golpea con el pico, se ayuda de la barreta, arroja a un lado la tierra y las piedras. Sus compañeros no le prestan atención mayor, Pascual, su oficial, anda por allá en otro asunto; el suyo es un trabajo menor si se compara con la complicada tarea de desarmar ese arbolado de vigas y locetas de barro que han logrado sobrevivir las mil mudanzas de este edificio que arrancara a la vida con sus primeros cimientos allá por 1582, para albergar a los aventureros que desde la península ibérica vinieron a buscar la vida en las Indias. Un golpe más con el pico. El muchacho acude nuevamente a la barreta, aplica toda su fuerza contra la piedra, y se va de bruces, y cuando reacciona apenas encuentra la herramienta: el suelo ha perdido su fondo. O ha cruzado sin más la verdadera frontera que oculta el pasado remoto de la ciudad de Puebla.

“¿Cómo que no das con el fondo?”

El peón ha encontrado el antiguo basurero de la casona colonial.

Y por ahí a los tepalcates. Y a las invaluables piezas de mayólica para la felicidad de los historiadores y los arqueólogos que armando el rompecabezas de los tiestos unifican las piezas que son ahora el arranque histórico de la talavera de Puebla en las postrimerías del siglo XVI. Y a la decisión de Ramón de parar todo y seguir excavando. Y de buscar en los libros. Y apoyarse en el INAH regional. Y en la inspiración de las tías que habitaron hace cincuenta años la casona y no dejan de hallar todo en los escondrijos de su memoria. Y en su indicación certera: busca debajo de la escalera, hay un tesoro enterrado, por algún lado hay un pasaje a la catedral. Y en la participación profesional de los arqueólogos que saben leer las señales de la tierra y la trama de las capas y que casi miran a los artesanos antiguos que construyeron una rudimentaria vivienda. Y nuevamente la fortuna: el hallazgo de nuevos tepalcates identificados inmediatamente como prehispánicos por el investigador del INAH Arnulfo Allende. Y la ilusión por el descubrimiento de roca sedimentaria, ideal para muros igual en Roma que en México, el famoso travertino, y sí, las piedras forman efectivamente un muro de lo que, en palabras de Arnulfo, “puede tratarse de un antiguo asentamiento humano”. Al final, el hallazgo de un entierro olmeca con más de 2,500 años de antigüedad.

Es la fortuna de La Casa del Mendrugo. Y una nueva perspectiva para la historia y la cultura de la ciudad de Puebla. Cuatro años después ahí está la casona reconstruida con el cariño de quien busca sus raíces y lo hace con un proyecto fundado en el conocimiento histórico y en el manejo de las más estrictas medidas de conservación patrimonial.

Y con un proyecto cultural promovido con pasión desde la sociedad civil cómo sólo lo había visto en otro proyecto ciudadano, Profética, Casa de la Lectura, de José Luis Escalera, y que en este 2013 cumple diez años.

He seguido por cuatro años el desarrollo de este proyecto, y voy del ejemplo perfecto del peso brutal y destructivo de la historia en una casona de cuatrocientos años a la realidad de un proyecto cultural que tiene puestos amarres por todos lados: el museo del entierro olmeca que abre por completo la discusión sobre los asentamientos humanos en el valle de Puebla hace más de tres mil años; la exposición de mayólica poblana (talavera) con el esfuerzo de restauración de platos, jarras y tasones más importante en muchísimos años; la sorpresa del acervo zapoteca en custodia oficial por la Fundación Casa del Mendrugo, A.C.; y la propuesta culinaria en el restaurante bar; y la librería especializada; y la música y el teatro.

Hay entonces buenas palabras en estos nuevos tiempos, los nuestros.

Una galería para entender la profundidad de la historia de Puebla que se rescata con La Casa del Mendrugo

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Mundo Nuestro. La revista Sin Permiso rescata en este texto del sindicalista español Miguel Salas, una historia que inició el 15 de abril de 1920 con el robo de la nómina de una empresa en Massachussets, Estados Unidos. Mueren en el hecho el contador y el guardia de seguridad. Dos italianos, el zapatero Nicolás Sacco (1891-1927) y el vendedor de pescado Bartolomé Vanzetti (1888-1927), fueron acusados sin prueba alguna, como se proboó repetidamente en su juicio, y finalmente murieron en la silla eléctrica. Su asesinato quedó ara la historia de la ignominia de la justicia norteamericana.



La historia acumula numerosos juicios trucados, abundantes sentencias ignominiosas y muchas condenas injustas. Una de las más terribles y de mayor repercusión social e internacional fue la que condenó a la silla eléctrica a Sacco y Vanzetti. Nicolás Sacco (1891-1927) y Bartolomé Vanzetti (1888-1927) fueron dos italianos que emigraron a Estados Unidos, como muchos otros millones de personas, buscando mejorar sus condiciones de vida. Enseguida comprobaron que la vida del emigrante era dura y con pocos derechos, vamos como ahora. Trabajaron duramente en lo que pudieron, Sacco se convirtió en zapatero y Vanzetti en vendedor de pescado y se hicieron anarquistas para luchar contra las injusticias que se encontraron.

En la década de los años 20 era duro ser emigrante, italiano, o judío, o negro, y más si se era anarquista. Los llamados “felices años 20” solo lo fueron para quienes acumularon grandes beneficios después de la guerra y para los que recibieron sus migajas, que acabó con el crack de la Bolsa de Nueva York en 1929. Fue una época de grandes luchas sociales y es en ese marco en el que hay que explicar la falsa acusación y posterior condena a Sacco y Vanzetti.

La Primera Guerra Mundial había dejado exhausta a Europa. Tres imperios habían desaparecido, el ruso, el alemán y el austro-húngaro, Estados Unidos había aparecido como una primera potencia mundial y, sobre todo, el mundo estaba convulsionado por la victoria de la primera revolución obrera y socialista, la revolución rusa.

Los grandes oligarcas norteamericanos vieron venir el peligro y empezaron a implantar medidas represivas. Una ley aprobada por el Congreso hacia el final de la guerra estipulaba la deportación de los extranjeros que se oponían al gobierno o que defendían la destrucción de la propiedad privada. En diciembre de 1919, cogieron a 249 extranjeros nacidos en Rusia (incluidos Emma Goldman y Alexander Berkman, conocidos anarquistas), los metieron en un transporte y los deportaron a lo que ya era la Rusia Soviética. En enero de 1920 fueron detenidas 4.000 personas por todo el país, aisladas durante mucho tiempo y deportadas posteriormente. En Boston, agentes del ministerio de Justicia ayudados por la policía local, arrestaron a seiscientas personas, realizando redadas en los centros de reunión o invadiendo sus hogares. Fueron esposados a pares y obligados a caminar encadenados por las calles. En la primavera de 1920, un impresor anarquista llamado Andrea Salsedo fue arrestado en Nueva York por agentes del FBI en el piso decimocuarto del edificio Park Row, sin que se le permitiera ponerse en contacto con su familia, amigos ni abogados. Más tarde encontraron su cuerpo aplastado en la acera del edificio y el FBl dijo que se había suicidado saltando por la ventana. El Congreso impuso duras medidas contra la inmigración y cerró su flujo (14 millones entre 1900 y 1920) aprobando cuotas de inmigración que favorecían a los anglosajones, cerraban el paso a negros y orientales y limitaban seriamente la llegada de latinos, eslavos y judíos. Ningún país africano podía enviar a más de cien personas. A China se le impuso la misma limitación. En los años veinte renació el Ku Klux Klan, que se extendió hacia el norte. [Del libro La Otra historia de los Estados Unidos de Howard Zinn]

Aldino Felicani, amigo de Vanzetti, escribió posteriormente en Cómo se urdió la trama el ambiente de la época, siendo uno de sus impulsores el ministro de Justicia, A. Mitchell Palmer, cuyo departamento pagaba a los periódicos para que insertaran determinados artículos. El fin era soliviantar a los ciudadanos contra “extranjeros” e “izquierdistas”. Menciona asimismo un escrito de la época (El delirio de la deportación en 1920) sobre el “reinado del terror” en Estados Unidos, en el que “millares de inocentes fueron sometidos a todo tipo de persecuciones y malos tratos; los derechos constitucionales fueron pisoteados”.



Esa reacción era la respuesta al gran impulso de la lucha de clases durante esa época. La prosperidad se concentró en unos pocos. Una décima parte del 1% de las familias ricas obtenían los mismos ingresos que el 42% de las familias pobres. Durante los años 20, unos 25.000 trabajadores morían cada año en accidentes laborales y 100.000 quedaron permanentemente discapacitados. En Nueva York, 2 millones de personas vivían en pisos que en caso de incendio eran una ratonera. En 1919 se declaró una huelga general de cinco días en Seattle, 350.000 trabajadores de la siderurgia fueron a la huelga y arrastraron a toda la ciudad. En Nueva Inglaterra y Nueva Jersey fueron a la huelga 120.000 trabajadores textiles y en Paterson se pusieron en huelga 30.000 trabajadores de la seda. Así lo relata John Reed: “Hay una guerra en Paterson, Nueva Jersey. Pero es un curioso tipo de guerra. Toda la violencia es obra de un bando: los dueños de las fábricas. Su servidumbre, la policía, golpea a hombres y mujeres que no ofrecen resistencia y atropella a multitudes respetuosas de la ley. Sus mercenarios a sueldo, los detectives armados, tirotean y matan a personas inocentes” (Guerra en Paterson)

La policía se declaró en huelga en Boston. Lo mismo hicieron en Nueva York los fabricantes de puros, los camiseros, los panaderos, los camioneros y los barberos. En Chicago, la prensa dijo: “Junto con el calor del verano, tenemos más huelgas y cierres patronales que nunca”. Cinco mil trabajadores de International Harvester y otros cinco mil trabajadores urbanos se echaron a las calles. En 1922, los trabajadores del carbón y los ferroviarios fueron a la huelga. Ese mismo año fracasó una huelga textil de trabajadores italianos y portugueses en Rhode Island, pero se despertaron los sentimientos de clase y se reforzaron las organizaciones sindicales.



Los hechos y el juicio

En esta coyuntura política y social, el 15 de abril de 1920 se robaron las nóminas de una empresa en la localidad de South Braintree (Massachussets). En el curso del asalto murieron un contable de la empresa y un guardia de seguridad. Al cabo de pocos días fueron detenidos Sacco y Vanzetti, como no tenían nada que temer se dejaron detener y acompañaron a la policía a la comisaría. Para su sorpresa fueron acusados del robo y del doble asesinato. Durante siete años estuvieron en prisión y tuvieron que soportar las mentiras, falsos testimonios y provocaciones que acabó en la pena de muerte ejecutada el 22 de agosto de 1927.

Durante el juicio no pudieron demostrar ninguna de las acusaciones. El día de autos, 15 de abril, Sacco estaba en Boston informándose en el consulado italiano de los trámites para obtener el pasaporte. El funcionario que le atendió escribió una carta, pues había vuelto a Italia, confirmando la información. Testigos declararon que habían visto a Vanzetti vendiendo pescado esa misma mañana a muchos kilómetros de donde habían sucedido los hechos. Una testigo, Mary E. Splaine, que declaró haber reconocido a uno de ellos se equivocó sobre la vestimenta que supuestamente llevaba el acusado. Poco después de ocurrido el crimen, la agencia de investigadores Pinkerton mostró a la señorita Splaine una colección de fotografías, y eligió la de un individuo llamado Tony Palmisano como el bandido que ella pudo ver ese día. Sin embargo, catorce meses más tarde, en el juicio, identificó a Nicolás Sacco como la persona a quien había visto en el automóvil.

En la búsqueda de testigos, la policía llevó a Lewis Pelser a que los identificara. Declaró que no podía reconocerlos. Entonces Pelser, que trabajaba en una fábrica de calzado vinculada con la empresa que había sido robada, fue súbitamente despedido y sin poder hallar trabajo en otras fábricas. Pocas semanas después a Pelser se le refrescó la memoria. Fue readmitido en la misma fábrica que lo había despedido, y de pronto se encontró en condiciones de identificar, sin lugar a dudas, a Sacco y Vanzetti como los autores del robo y asesinato. No fue el único. En el caso de un testigo tras otro, la memoria y el despido aparecían íntimamente ligados. A veces, cuando no se podía esgrimir el arma del despido, el fiscal del distrito y sus colaboradores, en su encomiable celo por condenar a los acusados, usaron toda clase de amenazas, directas o implícitas. A veces este procedimiento era tan descarado que en las mismas actas taquigráficas del juicio han quedado las pruebas y constancias de sus manejos. [Del libro de Howard Fast. La pasión de Sacco y Vanzetti]

Cuando Sacco y Vanzetti fueron detenidos, Sacco tenía una pistola. Esa pistola fue presentada en el juicio como un elemento de prueba, y un famoso experto en balística, el capitán Proctor, fue invitado a examinar la pistola para confirmar si una de las balas podía haber sido disparada por esa arma. El experto confirmó que la bala hallada en el cuerpo de la víctima no podía haber sido disparada por la pistola de propiedad de Sacco. Más hechos exculpatorios. En 1925, cuando ya se había dictado sentencia, Celestine Madeiros, conocido delincuente, declaró que él había participado como elemento de apoyo en el robo de South Braintree y declaró que ni Sacco ni Vanzetti formaban parte de la banda. No sirvió de nada. Los jueces no quisieron hacerle caso ni revisar la sentencia, pero si decidieron condenarle a muerte y murió en la silla eléctrica el mismo día y en la misma cárcel que Sacco y Vanzetti. Para la historia de la ignominia han quedado unas declaraciones que el juez del caso, Webster Thayer, comentó al jurado: “Este hombre (Vanzetti), aunque no haya en realidad cometido ninguno de los crímenes que se le atribuyen, es sin duda culpable, porque es un enemigo de nuestras instituciones”.

En Estados Unidos y en todo el mundo hubo impresionantes muestras de solidaridad, probablemente fue una de las primeras e importantes campañas de solidaridad obrera internacional y hasta la misma noche en que fueron asesinados legalmente millones de personas en todo el mundo permanecieron en vigilia esperando el indulto que nunca llegó. En el recuerdo quedarán las palabras de Vanzetti ante el Tribunal: “Quiero decir esto: que no le deseo a un perro ni a una serpiente, al ser más bajo y despreciable de la tierra, no le deseo lo que yo he tenido que sufrir por crímenes de los que no soy culpable. Pero mi convicción más profunda es que yo he sufrido por otros crímenes, de los que sí soy culpable. Yo he sufrido y sufro porque soy un militante izquierdista, y es cierto, lo soy. Porque soy italiano, y es cierto, lo soy. He sufrido más por lo que creo que por lo que soy; pero estoy tan convencido de estar en lo cierto, que, si ustedes pudieran matarme dos veces, y yo pudiera renacer otras dos volvería a vivir como lo he hecho hasta ahora”.

No es un ejercicio de historia

No hemos escrito esto solo para recordar, sino también para alertar. Hace ya varias semanas que se está desarrollando el juicio contra los dirigentes políticos y sociales del procés catalán. Conforme se van conociendo las declaraciones de los testigos de la acusación va aumentando el desatino sobre el juicio. Se les acusa de sedición y rebelión, pero ni la fiscalía ni la acusación mencionan las palabras y todas sus intervenciones y preguntas a sus testigos van destinados a crear un ambiente que demuestre que policías y guardias civiles se vieron rodeados de una violencia de la masa tumultuaria. Pero, ¿dónde está la rebelión y sedición de los acusados? ¿En qué actos concretos participaron? ¿Qué hechos concretos lo demostrarían? ¿No estaremos viviendo lo que el profesor Javier Pérez Royo explica como “delito imaginario”?

Si este juicio ya no debería haberse celebrado, porque se trata de acciones políticas y no penales; si el juicio no debería estar en manos del Tribunal Supremo, ya que lo que se juzga sucedió en Cataluña y debería ser juzgado allí, y si se juzga un delito imaginario, porque ni siquiera se intenta demostrar lo que se les acusa…el juicio de Sacco y Vanzetti no es solo cosa de la historia. Las comparaciones son odiosas y que cada hecho histórico forma parte de su tiempo y tiene sus particularidades, pero, como estamos mostrando en esta serie sobre juicios históricos, demasiadas veces se han cometido parecidos errores, y estamos viviendo uno de ellos.

Muy tarde, demasiado tarde, cincuenta años después, en julio de 1977, el gobernador del Estado de Massachusets, Michael Dukakis, reconoció y proclamó que el juicio en que se condenó a Sacco y Vanzetti no fue “justo ni equitativo por haberse desarrollado en un ambiente de perjuicio contra los trabajadores extranjeros y por la conducta de algunos funcionarios que intervinieron en el caso y que carecían totalmente de parcialidad”. ¿Habrá que decir lo mismo del juicio que se sigue en el Tribunal Supremo?

Mientras, seguimos teniendo presente lo que Joan Baez y Georges Moustaki cantaron sobre Sacco y Vanzetti, que “dormís en lo más profundo de nuestros corazones”.

Nota de la redacción: Los cinco anteriores artículos de esta serie "Juicios para la historia" pueden leerse en los siguientes enlaces:

http://www.sinpermiso.info/textos/juicios-para-la-historia-i-la-semana-tragica-y-el-fusilamiento-de-ferrer-i-guardia

http://www.sinpermiso.info/textos/juicios-para-la-historia-ii-yo-acuso-el-caso-dreyfus

http://www.sinpermiso.info/textos/juicios-para-la-historia-iii-el-proceso-1001

http://www.sinpermiso.info/printpdf/textos/juicios-para-la-historia-iv-la-revolucion-de-1905-ante-el-tribunal

http://www.sinpermiso.info/textos/juicios-para-la-historia-v-el-proceso-de-burgos

Mundo Nuestro. Guillermo Prieto, uno de los grandes autores en el siglo XIX mexicano, vino a Puebla en 1849. Nos dejó un libro que hemos recuperado en Mundo Nuestro, Ocho días en Puebla, 1849. Uno de esos días estuvo en el estudio del pintor Agustín Arrieta, tal vez nuestro más grande artista en la historia de Puebla. Presentamos una galería con algunas de las más representativas obras del pintor nacido en Santa Ana Chiautempan, Tlaxcala, en 1802.







Aquí su relato:

Hecho una sonaja de gusto, con la adquisición del documento anterior, que tal como me lo regalaron lo planto ante las miradas de mis lectores, me arrojé rendido sobre un asiento del café del Comercio, saboreando mis multiplicadas impresiones.

Pronto entabló conversación conmigo un señor que leía los periódicos y de una en otra palabra, y así como casual, llevó la conversación a los pintores que yo deseaba conocer.

—Cómo, ¿quiere usted conocer a Arrieta? (13)

—Sí señor, lo deseo muchísimo.

—Venga usted, está a tres pasos, soy su amigo.

En un salto estábamos en su casa: se asciende a su aposento por una especie de cerbatana con escalones, en donde apenas cabe de frente una persona que no sea de exagerado volumen: al pisar los últimos escalones, los caballetes, los cuadros y el conjunto, os avisan sin más preámbulo que estáis exabrupto en el estudio del artista.

El Sr. Arrieta es un hombre como de cuarenta y cinco años, grueso, moreno, pálido, una mirada triste: el tinte amarillento de sus ojos, y el pelo caído sobre su frente, dan a su fisonomía un aspecto, si no repugnante, a lo menos indiferente.

Sin guardar la menor ceremonia, después de los cumplimientos de costumbre, me dediqué a la vista de los cuadros. Por el abandono con que estaba colocada por su extrañeza, quise ver ante todas las cosas una Magdalena.

Figuraos una mujer que ha sido bella, muy bella, extraordinariamente bella; pero consumida por el dolor; por el desengaño, por la penitencia; por aquella alma, que anima apenas los restos de una existencia hermosa, brilla en toda su energía en los ojos de la mujer: habla en su éxtasis de un Cristo que tiene por peana una calavera.

¡Cuánta poesía en medio de esta sencillez admirable! ¡Aquel cuadro es todo un poema, es una revelación íntima y ardiente, que se comprende y que no se describe; que se siente más bien que mirarse; que se relaciona más con nuestro corazón que con nuestros ojos!

Después vi algunas flores, algunos retratos en que es menos feliz el Sr. Arrieta, porque hay cierta exageración en las formas.

Vi por último sus cuadros de costumbres: éste es el verdadero género de Arrieta: es el pincel fácil, atrevido, picaresco, como las letrillas de Quevedo, como las alucines de Fígaro, como las descripciones del Curioso pariente.

Son las chinas salerosas y provocativas, son los muchachos juguetones y audaces, son los léperos timados y astutos.

Es la epigrama, el calembour, o todo junto; pero que se ve, que se siente, que hace reír, pero como se ríe, con una sátira ingeniosa.

Hay un mendigo que va por la calle, ¡qué mendigo! Su rostro, lleno de arrugas; sus barbas amarillentas del humo del cigarro; sus harapos que tiemblan con el aire; va encorvado sobre su bordón, dando sombra a su fisonomía un sombrero, de esos sombreros colosales como la lana carda, de esos sombreros que los franceses, con su genio pintoresco, llaman trombón, y que hemos visto sobre la fisonomía risiblemente austera de Pipelet. Tras el mendigo indiferente, en las puntas de los píes, con el ojo alerta, e l cuerpo arqueado, la mano sagazmente atrevida, va un muchacho temblando de su propia travesura; va un muchacho, digo, con un palito picado el sombrero del mendigo. Tiene uno miedo de que el viejo vuelva al cara y sorprenda a aquel rapazuelo tan simpático.

Hay una china con un plato de mole en la mano, que sería a la vez el tormento de un hambriento y de un enamorado, porque no se sabe si brinda con un refrigerio o con mal pensamiento… Entonces, al explicar sus cuadros, Arrieta, cuando ese soplo de la alabanza viene a refrescar la frente del artista., como cuando cae en la corola de una flor una gota de lluvia, se levanta, ríe, se entusiasma, y se quiere al hombre de ingenio…y se indigna uno contra la fortuna, que tiene al que sabe crear así, de portero miserable de una oficina.

Pasé largo tiempo con Arrieta, que, como he dicho, es portero del congreso, y hablándome de los planes de sus obras, de sus estudios, de sus ilusiones, me llevó con la mayor complacencia al salón del congreso, que si mal no recuerdo, tan entretenido así estaba con la conversación, es un salón espacioso, con columnas que forman tres naves: el centro lo ocupan los asientos de los diputados, que tiene al frente su barandilla; en el fondo está el dosel y las tribunas; en el resto hay bancas para el público. Como digo, apenas recuerdo todo eso, porque estaba realmente embebido con aquella vida del hombre que quiere levantarse, que necesita brillar, y que no vea su alrededor y en su porvenir, más que oscuridad y miseria.

Me despedí del Sr. Arrieta y le di las gracias por su cordial acogida. El me respondió lleno de modestia. Le di gracias…en mi interior, porque me procuró ese puro y delicioso placer de admirar el talento.

Ya no hice más en aquel día: en la tarde, llovió como de adrede, con tenacidad, como por capricho: tres aguaceros consecutivos cayeron, y al terminar cada uno de ellos, mi poblano sirviente me mostraba con satisfacción transitables las calles diciéndome:

—¿Es así en México, señor?

Yo callaba, devorando a solas mi humillacioncilla.

A la oración, tomé mi capa y me dirigí al portal.

Comenzaré por deshacer una equivocación: el portal son tres portales; mejor dicho cuatro portales, atendida una división angosta e impertinente, de cuyo nombre no quiero acordarme.

A las oraciones de la noche, los portales de Puebla son indescribibles; son todos los sonidos, desde los mil gritos en todos los tonos, de los vendedores de nieve, de semitas, de garbanzos, de comida, de… infinidad de cosas, hasta la riña, hasta el loro de los chicos y el carcajeo de la gente de buen humor; son todas las clases, confundidas y caracterizadas a la vez por los sombreros de pelo, de seda, de canal, jaranos y poblanos. Son todas las luces, desde el ocote hasta el quinqué. Son todas las tentativas, desde el robo ratero hasta el ofender a Dios... Aquello es mucho: al pie de los arcos de los portales, hay una serie no interrumpida, interminable, de los canastos que usan los panaderos con semitas; pero unas semitas colosales: interrumpen la monotonía de los canastos, las vendedoras de garbanzo tostado y las otras comidas. Todas las tiendas están abiertas y bañadas de luz, y la gente se arremolina, se agolpa, vive, disputa en sus contratos y coopera a la furibunda algazara.

A las ocho de la noche, a excepción de los jueves y domingos, todo está tranquilo: tal cual tienda ha quedado abierta; a las diez solo se perciben dos ruidos; los pasos del centinela que custodia el cuartel que está en el portal, y la conversación sorda y monótona de unos seis u ocho señores formales, señores del antiguo régimen, de la chinela y la montera, capita cuelli-corta y erguida que tienen la costumbre de permanecer allí hasta las diez, matando el tiempo en sabrosas pláticas, relativas a las hermosa épocas de los virreyes.

No así los cafés: estos, entre nueve y diez de la noche, ofrecen un cuadro más animado… pero me permitirán mis lectores que les deje tomar aliento, si es que han tenido la indulgencia de llegar conmigo hasta el fin de este artículo, que es ya demasiado largo y pesado.

Agustín Arrieta, nació en 1802 en Santa Ana, Chiatempan, Tlax., y falleció en Puebla el 22 de diciembre de 1874. Notable pintor sobre el cual hay que consultar: Pinturas poblanas (siglos XVIII-XIX), de José Luis Bello y Gustavo Araiza, México, 1943. Los mismos autores tienen para pronta publicación un libro sobre Arrieta, profusamente ilustrado.

Mundo Nuestro. La ciudad de Teziutlán a sus 467 años, su importancia como patrimonio histórico e identidad en la Sierra Norte de Puebla. El próximo sábado 26 de enero se lleva a cabo este congreso con la participación de historiadores del INAH y la Universidad Veracruzana. Aquí el programa propuesto:

La epopeya de Gilgamesh/Edición de Jean Bottéro. Editorial Akal Oriente. Madrid, 1998

Los estudiosos sostienen que el poema se origina en una serie de leyendas sobre el legendario héroe-rey Gilgamesh, que vivió y reinó en Uruk hacia el 2650 a.C. A su muerte es divinizado y entra al espacio de la leyenda. Entre 2330 y 2000 a.C. las cinco leyendas orales que existían se ponen por escrito en sumerio. Es durante el imperio de Sargón, el grande, y la III dinastía de Ur.

Entre 1750 y 1600 a.C. a partir de las leyendas escritas se redacta la versión de la Epopeya que se conoce como la versión antigua. Es cuando el rey Hammurabi, de Babilonia, reúne a los pequeños reinos en un solo. Entre 1600 y 1000 a.C. se difunden diversas versiones de la Epopeya. Babilonia queda sujeta a la dominación casita. Una vez liberado de ese yugo pasa a control de Asiria, al norte, pero conserva su condición de capital intelectual.

La versión ninivita, en lengua acadia, fue hecha hacia el 1000 a.C. por Sin-Liqe-Unninni. Se encontró en la biblioteca del rey Asurbanipal de Nínive, que hizo transcribir los libros conocidos entonces en su idea de que todos ellos formaran parte de su colección.

Entre el 600 y 130 a.C. Babilonia aniquila el reino asirio y retoma el control político de la región. En 530 a.C. sucumbe ante el Imperio persa y luego en 330 a.C., ante el de Alejando, el grande, y sus sucesores. La civilización mesopotámica se extingue y con el tiempo cae en el olvido junto con su lengua, su escritura y sus obras.

Hacia el año 612 a.C., Nínive fue destruida por invasores y sólo fue ubicada nuevamente hacia 1845 por el explorador británico Austen Henry Layard, cerca de Mosul, en Iraq. En esa ocasión localizó los restos de la biblioteca del rey Asurbanipal. En la actualidad una pequeña fracción de la misma, integrada por 25,000 tablillas, está en el Museo Británico. En 1872, el académico George Smith, que descifró la escritura cuneiforme, comenzó a traducir la tablilla XI. En 1984 se tradujo el poema en inglés con la participación del escritor John Gardner. Y de 1992 es la traducción al francés de Jean Bottéro.

La que se conoce como la versión ninivita consta de doce tabletas de arcilla en escritura cuneiforme. En las once primeras se narra la historia de Gilgamesh y la doce contiene el poema independiente que relata la bajada de Enkidu a los infiernos. Esta versión es la que se va a difundir por todas partes. Del 250 a.C. es el fragmento más reciente que se conoce de la Epopeya.


Gilgamesh, palacio de Sargon II, Museo del Louvre.


- Texto

En la Epopeya, las primeras seis tablillas describen los esfuerzos de Gilgamesh por conquistar la gloria y las otras seis son su búsqueda de la inmortalidad.

Primera. Se presenta a Gilgamesh de Uruk (hoy Warka, Irak). Él en dos terceras partes es divino y en una tercera humana. Es el rey-dios más fuerte que nunca haya existido en el mundo. Los habitantes de Uruk se quejan de la dureza del rey. Tiene derecho de pernada sobre las mujeres. Ninhursag, la diosa de la creación, crea a Enkidu un hombre-animal salvaje, que moleta a los pastores. Uno de ellos se queja ante el rey y éste envía a Shamhat, una prostituta sagrada, para que lo calme. Ella civiliza a Enkidu que deja de ser un animal salvaje. Gilgamesh tiene sueños que interpreta su madre Ninsun. Ella le dice que le anuncian la llegada de un amigo con el que va a compartir aventuras.



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Segunda. Enkidu y Shamhat salen del campo para casarse en Uruk. Gilgamesh se presenta al festejo, para tener relaciones con Shamhat. Enkidu no se lo permite y se enfrentan en una lucha. Se reconcilian y Gilgamesh lleva a Enkidu con su madre. Él no tiene familia y lo acogen como parte de la suya. Gilgamesh le propone viajar al bosque para adquirir gloria matando al monstruo Humbaba. Enkidu no quiere, pero el rey, ahora su amigo, lo convence.

Tercera. Gilgamesh y Enkidu se preparan para su aventura en el bosque. Informa de su viaje a su madre. Ella le dice que no lo haga. Ante la insistencia de su hijo esta pide ayuda al dios-sol Shamash y aconseja a Enkidu.

Cuarta. Los amigos viajan al bosque. Gilgamesh en el camino tiene cinco sueños. Enkidu, los interpreta como un buen presagio. Al llegar a su destino Enkidu tiene miedo, pero Gilgamesh lo anima.

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Quinta. Los amigos llegan ante Humbaba, que es el monstruo que vigila el bosque. Él los agrede. Ahora Gilgamesh es quien tiene miedo y Enkidu lo anima a combatir y matarlo. Humbaba pide a Gilgamesh que no lo maten. Enkidu se molesta y le exige que lo aniquile. Lo degüellan. Los amigos y ahora héroes cortan un árbol muy alto con el que Enkidu hace una gran puerta para el templo de los dioses.

Sexta. Gilgamesh rechaza a la diosa Ishtar porque ha tenido otros amantes. Ella le pide a Anu, su padre, que mande el Toro del Cielo para vengar el rechazo. Este se rehúsa, pero Ishtar lo amenaza con levantar a los muertos y cede. El Toro del Cielo es una plaga para las tierras y vine la sequía. Los amigos matan a la bestia y ofrecen su corazón a Shamash. Ishtar llorar y Enkidu le arroja a la cara una pata del toro, para que se calle. La ciudad de Uruk celebra, pero Enkidu tiene un mal sueño.

Séptima. Enkidu en el sueño ve que los dioses piensan que debe ser castigado por la muerte del Toro del Cielo y de Humbaba. Cuenta su sueño a Gilgamesh y maldice la puerta que hizo para el templo de los dioses. Gilgamesh está consternado y pide a Shamash por su amigo. Enkidu se lamenta del día que se convirtió en humano. Shamash desde el cielo le hace ver que es injusto. Él se retracta de lo dicho y bendice a Shamhat. A pesar de todo su enfermedad sigue y muere.

Octava. Gilgamesh se lamenta por Enkidu y ofrece regalos a los dioses para que en el más allá caminen al lado de su amigo.



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Novena. Gilgamesh quiere evitar el destino de Enkidu y emprende un peligroso viaje para visitar a Utnapishtim y a su esposa. Son los únicos seres humanos que sobrevivieron al diluvio y a quienes los dioses les concedieron la inmortalidad. Él espera obtenerla y en su camino pasa por las dos montañas donde el Sol se levanta. Están custodiadas por dos seres-escorpión que le permiten el paso. Camina por donde el Sol viaja cada noche y justo antes de que éste se lo encuentre, llega a su destino. La tierra al final del túnel es un paraíso lleno de cosas bellas.

Décima. Gilgamesh cuenta a Siduri, diosa de la cerveza, el propósito de su viaje. Quiere disuadirlo, pero fracasa. Lo envía a Urshanabi para que le ayude a cruzar el mar y encontrarse con Utnapishtim. Éste se compaña de gigantes de piedra que Gilgamesh considera hostiles y mata. Urshanabi le dice que ha matado a las únicas criaturas capaces de cruzar las Aguas de la Muerte, que no deben ser tocadas. Le pide corte 120 árboles para atravesar el agua. Finalmente Gilgamesh llega a la isla de Utnapishtim y le pide ayuda. Éste lo regaña por querer combatir el destino de los humanos y arruinar la alegría de la vida.



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Décima primera. Gilgamesh dice que Utnapishtim no es distinto a él y le pregunta por qué su destino es diferente. Él le cuenta del diluvio. A Gilgamesh le ofrece una oportunidad para la inmortalidad. Lo reta a permanecer despierto por seis días y siete noches. Gilgamesh se queda dormido. Utnapishtim pide a su esposa que cada día que duerma ponga al horno una barra de pan, para que Gilgamesh no pueda negar su falla. Gilgamesh, después de seis días y siete noches, descubre su fracaso. Cuando éste regresa a Uruk, la esposa de Utnapishtim le pide tenga compasión de él. Éste, entonces, revela a Gilgamesh la existencia de cierta planta del fondo del océano que lo mantendrá joven, pero no lo hará inmortal. Gilgamesh se hace de la planta y cuando se baña la pone a la orilla del lago y una serpiente se la roba. Gilgamesh llora en presencia de Urshanabi, por haber fracasado en las dos oportunidades. Regresa a Uruk y ante la contemplación de sus murallas alaba el trabajo de sus constructores.

Décima segunda. Gilgamesh pide a los dioses que le devuelvan a su amigo. Enlil y Sin no se molestan en responderle, pero Enki y Shamash deciden ayudarle. Shamash hace un hoyo en la tierra y Enkidu sale por ahí. La tablilla termina con Gilgamesh preguntándole a Enkidu sobre lo que ha visto en el inframundo. No queda claro si Enkidu reaparece en la historia como espíritu o si vuelve a la vida.

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Comentario

La Epopeya de Gilgamesh es la narración más antigua que se conoce y es también la primera obra de la literatura. Es muy anterior a la Ilíada (Grecia) y al Mahábhárata (India). En la antigüedad la Epopeya era un texto muy conocido y su impacto se puede ver en muchas narraciones literarias posteriores como en los poemas homéricos y en los textos religiosos hebreos.

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Las tablillas que se han descubierto, para reconstruir el texto, están incompletas. Hay unas en mejor estado que otras. Las diversas traducciones señalan cuando hace falta alguna de las partes. En 2015 se publica el texto de un nuevo fragmento de la tablilla cinco. Siempre existe la posibilidad de nuevos hallazgos que se habrán de incorporar al cuerpo del actual texto.

De acuerdo al documento la Lista de reyes sumerios, Gilgamesh fue el cuarto o quinto rey de Uruk hacia el 2650 a.C. Él es el protagonista de la Epopeya. Como todas las epopeyas contiene elementos históricos y míticos. En el texto se dice que fue hijo de del rey Lugalbanda y Ninsun, una diosa. Era dos terceras partes dios y una tercera parte humano. Tenía una fuerza sobrehumana que utilizó para construir las murallas de la ciudad de Uruk. A Gilgamesh le sucedió en el trono su hijo Ur-Nungal, que gobernó durante 30 años.

El tono de la narrativa de las aventuras de Gilgamesh es el de un ser sobrenatural dotado de fuerzas especiales. A pesar de esto no deja de ser un humano que experimenta el desamor, los placeres de la vida cotidiana y las limitaciones que confirman las características universales de la condición humana.

Gilgamesh busca la fama y la inmortalidad, pero lo que encuentra es el amor de los amigos. Enkidu, por amistad lo va a acompañar en todas sus aventuras. El rey de Uruk también se hace consciente de sus límites. Es un mortal y algún día dejará de existir. Asume también la importancia que tiene la vida en comunidad.

La narración plantea problemas y dudas existenciales que son comunes a todos los seres humanos y describe sentimientos comunes a toda persona como el amor, el dolor, el miedo, la duda, el agradecimiento, la vida y la muerte.

La historia que se cuenta en la Epopeya de Gilgamesh tiene su origen en Mesopotamia, la cuna de la civilización, que hoy comprende los territorios de Irak, Kuwait y partes de Siria, Irán y Turquía. La cultura sumeria, asiria y babilónica desaparecieron de la historia y con ellas también la Epopeya.

Eso y el que la obra haya utilizado la escritura cuneiforme, que también desapareció, explica el por qué un texto de tal importancia permaneció desconocido a través de los siglos. Nínive fue destruida en 612 a.C. y descubierta hasta 1845. La escritura cuneiforme se descifró en 1872, que es cuando se empieza a traducir la versión ninivita de la Epopeya de Gilgamesh.

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En los últimos 100 años se han encontrado fragmentos de tablillas escritos en acadio que pertenecen a la versión antigua de la Epopeya. Ahora éstos se encuentran en los museos de la Universidad de Yale, de la Universidad de Filadelfia y del Centro de Estudios Orientales de Chicago, en Estados Unidos. Hay también en el Museo Iraquí, en Bagdad, Irak, en el Museo de Berlín, en Berlín, Alemania, y en el Museo Británico, en Londres, Inglaterra.

Versión original: Edición de Jean Bottéro, Ediciones Gallimard, París, 1992, traducción del francés al español de Pedro López Baraja de Quiroga.

Twitter: @RubenAguilar

Mundo Nuestro. En los años setenta en la ciudad de Puebla se produjo una experiencia cultural desarrollada desde la sociedad civil que merece recordarse: el festival Puebla Ciudad Musical. Se llevó a cabo varios años, hasta que con la llegada del gobernador Toxqui el proyecto murió tras el intento del gobierno de convertirlo en asunto gubernamental. Francisco Sánchez Díaz de Rivera fue el creador del festival de los años 70 “Puebla ciudad musical”, pero tuvo el respaldo de muchísimos entusiastas que junto con él lograron construir un evento con una verdadera resonancia nacional.

Valga este documental realizado por el documentalista mexicano que por entonces ganaba las pantallas de las salas cinematrográficas en todo el país, Demtrio Vilvatúa. El corto ofrece, sobre cualquier cosa, la vista de una ciudad armónica. Justo lo que hoy ha perdido con el caótico crecimiento urbano de los últimos treinta años. Vale su difusión como homenaje a quienes realizaron este esfuerzo espectacular entonce y ejemplar hoy por lo que de movilización civil por la cultura representó Puebla Ciudad Musical.



Día con día

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Porfirio Díaz. Volver a la historia

Empiezo a leer el segundo tomo de la biografía de Carlos Tello Díaz sobre su tatarabuelo, Porfirio Díaz, escollo, enigma y encarnación de toda una época de la historia de México.

Creo, por lo que llevo leído, y por la lectura del primer volumen, que estamos frente a la biografía más ambiciosa, profesional y desafiante que se haya emprendido nunca en nuestro país.

Imposible hablar del último siglo y medio de la historia de México sin que se cruce en el relato Porfirio Díaz.

Imposible pensar la Reforma, la Intervención y el Imperio, las décadas de paz que siguieron y la Revolución mexicana de 1910 sin poner en el centro a Porfirio Díaz, uno de los grandes personajes y a la vez uno de los grandes villanos de nuestra historia.

La sola contradicción entre la importancia del personaje y el veredicto oscuro que pesa sobre su figura, indica el desarreglo de nuestra memoria.

Un personaje central de nuestra historia es a la vez uno de sus centrales villanos. Como Hernán Cortés. Como Agustín de Iturbide. Diría Gil Gamés: Todo es muy raro, necesitamos un psiquiatra(una).

No sé cómo hemos construido los mexicanos una historia nacional en la que los personajes centrales tienden a ser villanos centrales.

Es nuestra especialidad psicoanalítica.

Lo que ha hecho, lo que está haciendo, Carlos Tello Díaz, es todo lo contrario. Es lo que hizo antes José Luis Martínez con Hernán Cortés: devolvernos al personaje real que fue central en nuestra historia.

Volver a la historia, darnos la oportunidad de curarnos de nuestros fantasmas. Restituir a la memoria del país real, el Porfirio Díaz real. Empatar los hechos con los hechos, despejar nuestros fantasmas.

El segundo tomo de esta biografía: Porfirio Díaz. Su vida y su tiempo. La ambición, 1867-1884 (Random House, Debate, 2018) es algo más que un libro, es la oportunidad de curarse de la mitología nacional.

Pocos, si algunos, tomarán la receta, porque nuestra historia patria está dominada por el reflejo de villanizar, entre otros, a Díaz.

Pero la tarea biográfica que ha emprendido Tello tendría que dar sus frutos en los tiempos largos de la historia, ayudando a curar y completar nuestra memoria con el brebaje insuperable de la realidad.

Porfirio Díaz. El ambicioso



Una virtud de la biografía de Tello sobre Porfirio Díaz (volumen II. La ambición, Debate, 2018) es acercarnos al personaje de carne y hueso en todas sus facetas.



Aquí está el héroe de la guerra, pero también el hombre de familia. El político ambicioso, pero también el amigo desinteresado. El personaje exento de temor ante el peligro, pero también el hombre que se echa a llorar cuando habla en público. El ambicioso incesante que busca el poder, pero también el apacible hombre de campo y de familia, cuidadoso de sus afectos y de su patrimonio.

La suma de todo esto es el político excepcional capaz de leer su tiempo y apropiárselo, al punto de cubrirlo con su nombre y precipitar luego su destrucción.

La apropiación y el despeñadero sucederán en el tercer tomo de Carlos Tello. Lo que sucede en el segundo es la historia de cómo el héroe militar de la reforma y la intervención, visto con recelo y dureza por sus célebres contemporáneos (Juárez y Lerdo), se siente “despechado, muy despechado” por éstos y, luego de una aciaga temporada familiar en que pierde a dos hijos de cuatro meses y dos años, endereza su ambición a buscar la Presidencia que Juárez quiere conservar reeligiéndose, y Lerdo ganar, desplazando por igual a Porfirio y Juárez.

Un rasgo notable del relato, en el estilo imparcial y terso de Tello, es cómo, al paso de sus páginas, los grandes nombres, en particular Juárez, bajan de sus altas estatuas y sus inalcanzables pedestales: dejan de ser héroes de bronce consagrados por la historia y se vuelven solo políticos en busca de poder.

También, y esto es igual de importante, la forma en que se asumen como heraldos de lo que cada quien juzga lo mejor para la República, coincidente siempre, también, con su propia causa.

No hay prestigios preponderantes o méritos indiscutibles en estos años. Todo está en juego otra vez a ras de tierra. La obsesión común a todos los participantes visibles es el rasgo común a su tiempo: la imparable ambición de gobernar y la invencible dificultad de hacerlo.

Porfirio Díaz encontró la solución de cómo gobernar su país ingobernable, la ejerció 25 años y se ahogó luego en ella.

Porfirio Díaz. Rebelión y legitimidad

En su mesa de noche, la noche en que murió, Juárez tenía el libro Cours d’histoire des législations comparées. Entre sus páginas había dejado un papel con un apunte. El apunte decía:

“Cuando la sociedad está amenazada por la guerra, la dictadura o la centralización del poder, es una necesidad, como remedio práctico para salvar las instituciones”.

Vista la historia hacia atrás. Juárez habría tenido que reconocer que Porfirio Díaz fue el “remedio práctico” que él buscaba en los linderos de su agonía. Notable que aquella agonía personal estuviese tan puntualmente trenzada con su agonía por la dificultad política de la República y su dilema terrible: anarquía o dictadura, fragmentación o centralización.

Ironías de la historia: en su momento de mayor legitimidad, después del triunfo contra la Intervención y el Imperio, la República Restaurada (1867-1877) tenía un gobierno débil que todo mundo desafiaba.

La herencia de 10 años de guerras civiles era de una gran violencia dispersa en los caminos. Los pueblos y las comunidades se levantaban contra las leyes liberales que habían legalizado el despojo de sus tierras poseídas en común.

El Congreso bloqueaba una y otra vez al presidente Juárez, cuya impopularidad crecía por semanas. La política hervía de aspirantes a todos los puestos, empezando por la Presidencia de la República, siguiendo por el gabinete, las gubernaturas, las jerarquías de Ejército y las efervescencias del poder local.

Y las elecciones no eran respetables. Todos y cada uno de los aspirantes a puestos públicos sabían qué elecciones eran alquimia del gobierno y que solo podían ganar si se allanaban o le ganaban al alquimista.

Los fantasmas paralelos de la ingobernabilidad y de la ilegitimidad recorren todo el horizonte político de la República Restaurada.

Producen una y otra vez inconformidades, rebeldías, alzamientos. Entre ellos, los dos de Porfirio Díaz: el del fracasado Plan de La Noria, en 1871, y el del victorioso plan de Tuxtepec, en 1876.

Las cosas estaban trenzadas de tal manera que quien quisiera llegar al poder legítimo, debía elegir el camino ilegítimo de la rebelión.

Porfirio Díaz habría de resolver ese dilema en las siguientes décadas, concentrando el poder y estableciendo una especie dictadura, como había escrito Juárez en su última noche.

Porfirio Díaz. La solución

Un buen alegato histórico que hay en el segundo tomo de la biografía de Porfirio Díaz, escrita por Carlos Tello, es que, lo que hoy vemos como épocas separadas, muy distintas entre sí —la luminosa República Restaurada de Juárez y Lerdo (1867-1877) y el oscuro Porfiriato (1878-2010)— tienen más vasos comunicantes de lo que se piensa.

La narrativa minuciosa de Tello exhibe una profunda continuidad de problemas, obsesiones y conductas. Al menos en dos aspectos claves, el Porfiriato fue no solo la continuación de la República Restaurada, sino su solución.

Un aspecto clave de aquellos años era pacificar el país. El otro, hacerlo gobernable. Ambos debían resolverse para imponer el proyecto de modernización liberal: ferrocarriles, privatización de tierras comunales, equilibrio fiscal. Lo que hoy llamaríamos globalización y neoliberalismo.

La obsesión de Juárez y Lerdo fue fortalecer al presidente, quitar peso a los estados y al Congreso, neutralizar a los inconformes, centralizar el poder. Nunca lo lograron. Sus gobiernos recurrieron una y otra vez de los poderes de excepción, típicos de tiempos de guerra. El ejercicio de tales poderes, que para los contemporáneos era una dictadura, tuvo efectos contrarios. Lejos de consolidar los gobiernos de Juárez o Lerdo, exacerbaron las inconformidades, que solían terminar en revueltas.

Juárez quería una reforma del poder que le diera poder al presidente, entre otras cosas, para reelegirse. Murió antes de lograrlo. Lerdo intentó lo mismo, y fracasó también.

Porfirio Díaz enfrentó los mismos problemas de gobernabilidad que Juárez y Lerdo, con los mismos instrumentos débiles, pero fue él quien encontró la fórmula que los otros buscaban: fortalecer el poder central para poder gobernar y modernizar el país.

En algo se parecen los presidentes de la democracia mexicana del siglo XXI a los de la República Restaurada. Nuestros últimos presidentes nunca encontraron la forma de gobernar el país para modernizarlo ni pudieron vencer su violencia.

En la elección de 2018, los electores le dijeron adiós a estos gobiernos frágiles y restituyeron, democráticamente, la figura predemocrática de un presidente fuerte, sin contrapesos.

La pregunta es si ese presidente fuerte fracasará, como Juárez y como Lerdo, ante los encanijados dilemas de su tiempo, o si será la solución, como Porfirio Díaz.

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