Ciudad de México, la memoria cercenada/Héctor de Mauleón y Rafael Pérez Gay en Nexos

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En los muros de la ciudad es el título del conjunto de crónicas de Héctor de Mauleón y Rafael Pérez Gay publicadas por la revista Nexos en el mes de septiembre, y que forman parte del libro Ciudad de México. 200 lugares imprescindibles editado por Cal y Arena.



En 1921 el gobierno de Álvaro Obregón cometió un atentado contra la memoria: eliminó los nombres de las calles que la Ciudad de México venía arrastrando desde su fundación y los sustituyó con los de las repúblicas latinoamericanas que habían reconocido su gobierno. La calle que durante cuatro siglos se llamó Sepulcros de Santo Domingo fue nombrada República del Brasil. La calle del Relox fue bautizada como Argentina. Lo mismo sucedió con el resto de las calles del Centro, a las que se había nombrado a partir de la importancia de sus edificios (La Profesa, Santa Teresa la Antigua), del lustre de sus vecinos (Zuleta, Meave, Ortega), o de los hechos inolvidables que hubieran ocurrido en ellas (Callejón del Muerto, La Quemada).

Un grupo de cronistas alertó sobre la desintegración de la memoria urbana y en 1928 logró colocar en las esquinas pequeñas placas de azulejo con el nombre antiguo de las calles. El proyecto quedó inconcluso.

Al cataclismo histórico iniciado por el obregonismo se agregó la desaparición de manzanas enteras para abrir paso a la modernidad, que es uno de los nombres del olvido. Casas y edificios cayeron como una forma de repudiar los ayeres porfirianos, el pasado virreinal.

El resultado fue una ciudad con la memoria cercenada.

Ciudad de México. 200 lugares imprescindibles es un libro editado por Cal y arena y el gobierno de la Ciudad de México. A través de crónicas breves, como fósforos que se encienden en un mundo en sombras, Héctor de Mauleón y Rafael Pérez Gay recorren hechos y lugares que no deben ser olvidados.



Allende 38 (Héctor de Mauleón)


En este convento vivió Isabel de Tobar, a cuya solicitud Bernardo de Balbuena escribió el primer poema dedicado a la Ciudad de México, Grandeza mexicana. 1604.



En 1602 Bernardo de Balbuena era un cura hastiado de vivir en un pueblo remoto. Acababa de cumplir 40 años y llevaba varios de ellos encerrado en un rincón de la Nueva Galicia: la parroquia de San Pedro Lagunillas.

Ese año Balbuena decidió buscar “una dignidad o una canonjía en las iglesias de México o Tlaxcala”, así que empacó sus pertenencias y abandonó el curato. No se sabe por qué fue a despedirse, muchas leguas al norte, de una viuda que vivía en San Miguel de Culiacán y estaba a punto de encerrarse por el resto de sus días en un convento de monjas de la Ciudad de México. La viuda se llamaba Isabel de Tobar. Hace mucho que los críticos se preguntan por las razones de aquel viaje. La respuesta se ha perdido para siempre.

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Ilustración: Kathia Recio

Balbuena, nacido en Baldepeñas, había llegado a la capital de la Nueva España a los 21 años. Le gustaban la poesía y los libros. Fue premiado en varios certámenes poéticos. Estudió teología —tal vez en la Real y Pontificia Universidad de México— y poco después se ordenó como sacerdote.

En San Miguel de Culiacán, Isabel de Tobar le hizo un encargo: “que le escribiese, diciéndole cómo era y qué había en la mayor ciudad de la Nueva España”. Balbuena precedió a su amiga en el viaje y cumplió la encomienda. Escribió, en tercetos endecasílabos, el primer poema dedicado a la Ciudad de México: Grandeza mexicana, cuya dedicatoria a Isabel Tobar, acompañada por el verso: “Mándasme que te escriba algún indicio/ de que he llegado a esta ciudad famosa/ centro de perfección, del mundo el quicio”, marca la entrada de la mujer en la poesía hispanoamericana.

El libro fue publicado en 1604 en la imprenta de Melchor Ocharte. Balbuena viajó a Madrid, llegó a ser obispo de Puerto Rico. No volvió jamás a la Nueva España. Doña Isabel profesó en San Lorenzo, un convento recién fundado. Ahí deben estar sus restos.

República de Brasil 46 (Rafael Pérez Gay)


En esta casa murió, el 3 de febrero de 1895, el imprescindible poeta y cronista Manuel Gutiérrez Nájera.

La señal de los nuevos tiempos vino para Manuel Gutiérrez Nájera un mediodía de noviembre. Mientras se rasuraba, se hizo con la navaja una pequeña herida de barbero distraído. El hilillo de sangre tardó tres horas en detenerse. El Duque Job, como también firmaba en los periódicos, era hemofílico. En los primeros días de 1895 la influenza lo debilitó con fiebres altísimas. Al poco tiempo descubrió con estupor un tumor bajo el brazo, en la axila. Dejó de cumplir con su trabajo en la redacción de El Partido Liberal y como diputado por Texcoco. Una junta de médicos discutía la forma de operar sin ocasionar una hemorragia fatal e incontenible. El sábado 3 de febrero Carlos Díaz Dufoo subió las escaleras adornadas con azaleas de su casa en la calle de Sepulcros de Santo Domingo. Gutiérrez Nájera se encontraba grave. Más tarde, Luis G. Urbina visitó al poeta y acompañó su cuerpo inerte. Toda la prensa, sin excepción, dedicó sus primeras planas a Gutiérrez Nájera. Llovieron obituarios y condolencias para la viuda. Días más tarde, Amado Nervo escribió: “Ese inmenso cerebro fue desparramando lo mejor de su esencia en el periódico”. Gutiérrez Nájera cerraba el siglo prosístico mexicano en una atmósfera de melancolía y promesas de tiempos turbulentos.

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Ilustración: Kathia Recio

En revista Nexos el conjunto de crónicas En los muros de la ciudad.

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