Vida y milagros
En el libro de Yuval Noah Hirari, De Animales a Dioses, una maravillosa y breve historia de la humanidad, en una de sus primeras páginas se muestra la fotografía de la huella que la mano de un ser humano dejara en la pared de una cueva hace treinta mil años. Probablemente mojó su mano en los jugos de algún vegetal de vivo color, o por qué no, en la sangre de un animal, y con esa humedad, posó su mano y dejó su marca, como para decir: Yo estuve aquí.
Son las tres de la mañana y de repente algo me saca de mi sueño y me siento en la cama como si hubiera tirado de mí un hilo que mueve una mano invisible, como a los muñecos de la canción que se paran a bailar. ¿Somos muñecos movidos al capricho de algo desconocido?¿ Qué nos despierta en la noche y a la realidad? ¿Las campanadas de un reloj que suenan?¿Qué me despierta a mí? ¿Un exacto reloj interno o el ruidoso silencio de la casa dormida?¿ O es la rotunda luz de la luna creciente que tiñe de plateado los pisos y los muros de la casa? Por debajo de la puerta veo otra luz remota y dorada. Alguien dejó prendida una lámpara. Me levanto y camino por el pasillo en penumbra hacia la sala iluminada. No hay ninguna luz encendida. En el camino me topo con la luz de los ojos de la pintura de un niño que fue hermano de mi abuelo y que murió a los siete años. Me mira desde la profundidad de unos ojos parecidos a los de mi familia: negros, raros. Su boca pequeña es indescifrable, pues no sabes si después de mirarla se reirá o llorará.
Siempre me atrajo esa pintura que estaba colgada en la sala de mis abuelos junto a retratos de gente muy vieja, los antepasados de mi abuelo. Siempre hubo un lazo entre ese niño y yo. Siempre quise llevarlo donde hubiera otros niños. Siempre me impresionó ese retrato, la rotunda prueba de la existencia de ese niño, muerto hacía tantos años y tan vivo en el cuadro.
Tan existió un lazo entre él y yo que la pintura vino a dar a mi casa, después de varias vueltas por los armarios de otros. El cuadro una vez representó al niño de cuerpo entero y parado junto a un perrito. Una hermana de mi abuelo lo recortó en los años treintas cuando se pasó a vivir a un departamento de paredes bajas en la ciudad México. No sé cómo es que regresó ya recortado a casa de mi abuelo. Muchos años después, muertos mis abuelos, fue a dar a un armario al repartirse las cosas de los abuelos entre sus descendientes. Por casualidad mi mamá lo vio languidecer en ese armario y pidió llevárselo con ella, a su casa, en donde pasó una feliz estancia en su sala de abuela joven, rodeada de niños. Ahí presidió los juegos de sus nietos casi veinticinco años. Cuando de esa casa se fue su dueña para siempre, y con ella la última niña que jugara en ella, la pintura vino a dar conmigo de manera casual, pero no inesperada. Lo escogí cuando nos dividimos las cosas de esa casa.
¿Nos buscamos a través de los tiempos ese niño y yo? ¿Nos conocimos? En medio de la noche pensamos tonterías, no nos paramos a bailar, sino a alucinar. A algunos les da miedo ese cuadro porque el niño al que representa se murió siendo niño, no vivió la vida. Pero hay quienes viven cien años y tampoco la viven y en cambio puede haber quien en siete, mi numero mágico, viva veinte vidas largas. El tiempo no existe. Es un invento humano. Los perros viven en el hoy. Por eso se entristecen si los encierran, porque creen que es para siempre, porque no existe para ellos el mañana. En este momento soy un perro cautivo. La luz fría de la luna y la penumbra de los sueños entra por el tragaluz del patio llenándolo de irrealidad.
Me vuelvo a parar frente al retrato de mi tío- abuelo- niño: ¿Estoy dentro de su mundo o él ha salido al mío? Somos dos fantasmas flotando en la noche, tomados de la mano, sin edad, sin futuro, sin pasado, solo movidos por la mano misteriosa que mueve a los fantasmas y a los muñecos desordenados que salen a vagar a la luz de la luna. ¿Porqué, si no, ando vagando ahora por la casa, sin sueño, como el fantasma que algún día seré?
-Si, yo estuve aquí --dicen los ojos profundos de ese niño y su boca terca. Sabe que alguien mirará su retrato y que por un breve momento, en el inmenso espacio del tiempo sin final, quien lo mire sabrá que estuvo aquí. Estuvo aquí como lo grita la huella de la mano en la cueva. A diferencia de esa mano, que con toda intención, con toda terquedad dejó su mensaje, la del niño solo requirió de su paciencia para posar para el retrato, no de su voluntad. ¿O sí?
Siete mil millones de personas estamos dejando nuestra huella en un planeta devastado. Unos con voluntad, otros sin ella. Quizás no habrá nadie que atestigüe que sí, que estuvimos aquí, y que destruimos lo que más debimos amar, mientras danzábamos.