Ocho días en Puebla, 1849 El esplendor y la miseria del pintor Arrieta. La crónica por Guillermo Prieto

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Mundo Nuestro. Guillermo Prieto, uno de los grandes autores en el siglo XIX mexicano, vino a Puebla en 1849. Nos dejó un libro que hemos recuperado en Mundo Nuestro, Ocho días en Puebla, 1849. Uno de esos días estuvo en el estudio del pintor Agustín Arrieta, tal vez nuestro más grande artista en la historia de Puebla. Presentamos una galería con algunas de las más representativas obras del pintor nacido en Santa Ana Chiautempan, Tlaxcala, en 1802.







Aquí su relato:

Hecho una sonaja de gusto, con la adquisición del documento anterior, que tal como me lo regalaron lo planto ante las miradas de mis lectores, me arrojé rendido sobre un asiento del café del Comercio, saboreando mis multiplicadas impresiones.

Pronto entabló conversación conmigo un señor que leía los periódicos y de una en otra palabra, y así como casual, llevó la conversación a los pintores que yo deseaba conocer.

—Cómo, ¿quiere usted conocer a Arrieta? (13)

—Sí señor, lo deseo muchísimo.

—Venga usted, está a tres pasos, soy su amigo.

En un salto estábamos en su casa: se asciende a su aposento por una especie de cerbatana con escalones, en donde apenas cabe de frente una persona que no sea de exagerado volumen: al pisar los últimos escalones, los caballetes, los cuadros y el conjunto, os avisan sin más preámbulo que estáis exabrupto en el estudio del artista.

El Sr. Arrieta es un hombre como de cuarenta y cinco años, grueso, moreno, pálido, una mirada triste: el tinte amarillento de sus ojos, y el pelo caído sobre su frente, dan a su fisonomía un aspecto, si no repugnante, a lo menos indiferente.

Sin guardar la menor ceremonia, después de los cumplimientos de costumbre, me dediqué a la vista de los cuadros. Por el abandono con que estaba colocada por su extrañeza, quise ver ante todas las cosas una Magdalena.

Figuraos una mujer que ha sido bella, muy bella, extraordinariamente bella; pero consumida por el dolor; por el desengaño, por la penitencia; por aquella alma, que anima apenas los restos de una existencia hermosa, brilla en toda su energía en los ojos de la mujer: habla en su éxtasis de un Cristo que tiene por peana una calavera.

¡Cuánta poesía en medio de esta sencillez admirable! ¡Aquel cuadro es todo un poema, es una revelación íntima y ardiente, que se comprende y que no se describe; que se siente más bien que mirarse; que se relaciona más con nuestro corazón que con nuestros ojos!

Después vi algunas flores, algunos retratos en que es menos feliz el Sr. Arrieta, porque hay cierta exageración en las formas.

Vi por último sus cuadros de costumbres: éste es el verdadero género de Arrieta: es el pincel fácil, atrevido, picaresco, como las letrillas de Quevedo, como las alucines de Fígaro, como las descripciones del Curioso pariente.

Son las chinas salerosas y provocativas, son los muchachos juguetones y audaces, son los léperos timados y astutos.

Es la epigrama, el calembour, o todo junto; pero que se ve, que se siente, que hace reír, pero como se ríe, con una sátira ingeniosa.

Hay un mendigo que va por la calle, ¡qué mendigo! Su rostro, lleno de arrugas; sus barbas amarillentas del humo del cigarro; sus harapos que tiemblan con el aire; va encorvado sobre su bordón, dando sombra a su fisonomía un sombrero, de esos sombreros colosales como la lana carda, de esos sombreros que los franceses, con su genio pintoresco, llaman trombón, y que hemos visto sobre la fisonomía risiblemente austera de Pipelet. Tras el mendigo indiferente, en las puntas de los píes, con el ojo alerta, e l cuerpo arqueado, la mano sagazmente atrevida, va un muchacho temblando de su propia travesura; va un muchacho, digo, con un palito picado el sombrero del mendigo. Tiene uno miedo de que el viejo vuelva al cara y sorprenda a aquel rapazuelo tan simpático.

Hay una china con un plato de mole en la mano, que sería a la vez el tormento de un hambriento y de un enamorado, porque no se sabe si brinda con un refrigerio o con mal pensamiento… Entonces, al explicar sus cuadros, Arrieta, cuando ese soplo de la alabanza viene a refrescar la frente del artista., como cuando cae en la corola de una flor una gota de lluvia, se levanta, ríe, se entusiasma, y se quiere al hombre de ingenio…y se indigna uno contra la fortuna, que tiene al que sabe crear así, de portero miserable de una oficina.

Pasé largo tiempo con Arrieta, que, como he dicho, es portero del congreso, y hablándome de los planes de sus obras, de sus estudios, de sus ilusiones, me llevó con la mayor complacencia al salón del congreso, que si mal no recuerdo, tan entretenido así estaba con la conversación, es un salón espacioso, con columnas que forman tres naves: el centro lo ocupan los asientos de los diputados, que tiene al frente su barandilla; en el fondo está el dosel y las tribunas; en el resto hay bancas para el público. Como digo, apenas recuerdo todo eso, porque estaba realmente embebido con aquella vida del hombre que quiere levantarse, que necesita brillar, y que no vea su alrededor y en su porvenir, más que oscuridad y miseria.

Me despedí del Sr. Arrieta y le di las gracias por su cordial acogida. El me respondió lleno de modestia. Le di gracias…en mi interior, porque me procuró ese puro y delicioso placer de admirar el talento.

Ya no hice más en aquel día: en la tarde, llovió como de adrede, con tenacidad, como por capricho: tres aguaceros consecutivos cayeron, y al terminar cada uno de ellos, mi poblano sirviente me mostraba con satisfacción transitables las calles diciéndome:

—¿Es así en México, señor?

Yo callaba, devorando a solas mi humillacioncilla.

A la oración, tomé mi capa y me dirigí al portal.

Comenzaré por deshacer una equivocación: el portal son tres portales; mejor dicho cuatro portales, atendida una división angosta e impertinente, de cuyo nombre no quiero acordarme.

A las oraciones de la noche, los portales de Puebla son indescribibles; son todos los sonidos, desde los mil gritos en todos los tonos, de los vendedores de nieve, de semitas, de garbanzos, de comida, de… infinidad de cosas, hasta la riña, hasta el loro de los chicos y el carcajeo de la gente de buen humor; son todas las clases, confundidas y caracterizadas a la vez por los sombreros de pelo, de seda, de canal, jaranos y poblanos. Son todas las luces, desde el ocote hasta el quinqué. Son todas las tentativas, desde el robo ratero hasta el ofender a Dios... Aquello es mucho: al pie de los arcos de los portales, hay una serie no interrumpida, interminable, de los canastos que usan los panaderos con semitas; pero unas semitas colosales: interrumpen la monotonía de los canastos, las vendedoras de garbanzo tostado y las otras comidas. Todas las tiendas están abiertas y bañadas de luz, y la gente se arremolina, se agolpa, vive, disputa en sus contratos y coopera a la furibunda algazara.

A las ocho de la noche, a excepción de los jueves y domingos, todo está tranquilo: tal cual tienda ha quedado abierta; a las diez solo se perciben dos ruidos; los pasos del centinela que custodia el cuartel que está en el portal, y la conversación sorda y monótona de unos seis u ocho señores formales, señores del antiguo régimen, de la chinela y la montera, capita cuelli-corta y erguida que tienen la costumbre de permanecer allí hasta las diez, matando el tiempo en sabrosas pláticas, relativas a las hermosa épocas de los virreyes.

No así los cafés: estos, entre nueve y diez de la noche, ofrecen un cuadro más animado… pero me permitirán mis lectores que les deje tomar aliento, si es que han tenido la indulgencia de llegar conmigo hasta el fin de este artículo, que es ya demasiado largo y pesado.

Agustín Arrieta, nació en 1802 en Santa Ana, Chiatempan, Tlax., y falleció en Puebla el 22 de diciembre de 1874. Notable pintor sobre el cual hay que consultar: Pinturas poblanas (siglos XVIII-XIX), de José Luis Bello y Gustavo Araiza, México, 1943. Los mismos autores tienen para pronta publicación un libro sobre Arrieta, profusamente ilustrado.

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Sobre el autor

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