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Paseo Bravo, la vida se fue a otro lado/Textos para el encierro Destacado

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Del Archivo de Mundo Nuestro



1959

¿Retuve una imagen que nunca vi? ¿O ese infante remoto sí existió y quedó paralizado ante ese rombo fosforescente que le cumplió todas las amenazas y se le apareció fantasmagórico para él solo, en ese cuarto rememorado por todos?

El cuarto del chino…



Un cuarto de trebejos en la azotea del colegio María Luisa Pacheco al que me mandaron para mi primer curso de palitos y plastilina en el primero de preprimaria, cuando todavía no se utilizaba la palabra kínder. Tal vez 1959. Alguien me llevaba de la mano hasta esa esquina del Paseo Bravo.



Cuánta de nuestra memoria se arma con los paisajes narrados por otros. Cuánto fue lo que vivimos demasiado niños para recordarlo cincuenta años después.

Estaba en la azotea de aquella casona, con seguridad la primera que conocí de aquel territorio de edificios que ni por asomo en las conversaciones de los adultos se identificaban como “históricos”, y que para los usos de entonces ya quedaba fuera del centro. En el Paseo Bravo, a tres cuadras de mi casa en el barrio de Santiago, en la 15 Sur, con sus fronteras definidas por el jardín de Santiago, con templo de pobres en el que ricos y pobres se apretujaban en la democracia mustia del rezo, el templo viejo y mocho por algún delirio arquitectónico del padre Figueroa, el Chanclas de Oro, y la avenida de la Paz, hoy llanamente la Juárez, a dos cuadras de la casa de mis abuelos plantada desde 1925 en la esquina de la 11 Poniente, en la que los camiones Garita Panteón ya habían dejado un surco de tanto doblar por mi calle para no parar hasta la cantina El Gato Negro, ya en Santiago, la señal clara de que de ahí para abajo empezaban las calles de las vecindades, las tlapalerías, los tendajones y el mundo salvaje de la secundaria Venustiano Carranza.

Estaba en la azotea de un caserón en la esquina de un parque que todavía no era mío porque a los cuatro años el pulso de lo propio todavía no halla su medida. Un pulso que daba para mirar un patio al centro siempre en sombra porque el recuerdo está teñido por el galerón oscuro al fondo en el que se asentaba la rotonda de arena en la que nos soltaban a jugar a los pequeñines. Oscuro y húmedo el recuerdo del Colegio Pacheco. Sólo su azotea contiene una memoria iluminada de sol y cables y la promesa de conocerla si algún día te mandan al Cuarto del Chino.

Estaba en la azotea el cuarto con su espanto. Y si de veras lo vi fue en un día en el que el sol se ha traído toda la luz del sur y en la memoria sólo me queda el resplandor que ciega todas mis adivinaciones, como un alegato fervoroso que ronronea padres nuestros en un entresueño que de niño alcanzas con la lecha tibia, como una enmienda que no ha aprendido a deletrear palabra alguna que reconozca el momento en el que una seño rencorosa y divertida me hace cumplir el suplicio ganado sin olor de duda por algún estropicio creado en ese salón en la planta baja en el que abrevábamos dos bártulos perdidos entre treinta y seis mujeres de cuatro años a las que no recuerdo si amorosas o furiosas o seguramente displicentes.

Sergio Hidalgo y yo. Mi primer Paseo Bravo guardado en esos dos niños a los que sus madres inclementes han arrojado a ese territorio de faldas y trenzas y moños y matatenas entre las 9 y las 12 y media del día.

Sergio Hidalgo murió hace unos años. Mi primer amigo.

Algo hicimos, pero la memoria sólo replica un rombo fosforescente, un castillo pleno, un señorío con sombrero de pico, una lámpara de ojos afilados y, tal vez, una decena de foquitos encendidos.

2014

Escribo y pregunto en facebook a los amigos el pasado 26 de mayo:

“¿Cómo andan por ai? Buen lunes y semana. Tal vez alguien pueda ayudarme: quiero escribir una crónica sobre el Paseo Bravo que incluye una anécdota sobre el "Cuarto del Chino" en el Colegio Pacheco, al que fui de chavitito (primero de pre-primaria, así le decían), antes de que me pasaran al Oriente. El Pacheco estaba en la esquina de la 11 Poniente con el Paseo Bravo, enfrente de lo que en un tiempo fue la Normal, y antes el colegio de los jesuitas, y después (hoy), creo que el Héroes de Reforma. Bueno, necesito una foto del colegio Pacheco, es decir, del edificio en el que estaba en los años cincuenta y sesenta, al que por supuesto le dieron cuello. Vi una en algún lado aquí en Face, tal vez en el sitio de Puebla Antigua, pero ya no la encuentro. ¿Alguien tiene una que pueda subir por aquí? No se preocupen, ya no anda por aquí la seño Pilar para mandarlos al cuarto del chino...”

Pronto apareció la respuesta, la encontró Marcela Domínguez en el portal Puebla Antigua. Y con ella la fotografía del vetusto edificio del Pacheco:



Luego, José Luis escalera descubre con lupa el texto que acompaña en el espectacular a la imagen del funesto Gustavo Días Ordaz:

"Por encima de los intereses de la patria no hay interés --escribe José Luis--, Díaz Ordaz ahí mero, arriba del cuarto del chino y de la seño Pilar y de todas las pachecas.”

Y muy pronto, la ilustración del negocio en el que se convirtió después, hasta que al edificio le tocó su propia muerte cuando le recortaron el costado que asomaba a la calle 11 Sur, que con esa primera tajada lograría pasar al reconocimiento de “avenida”.



Y por ahí, otra memoria, mucho más acabada que la mía, sobre el mentado chino. Escribe Gabriel Hinojosa:

“El Cuarto del Chino tuvo su origen en el colegio Pacheco, antes de que se pasaran al edificio que mencionas de la 11 Sur, en unas instalaciones entre la 12 y 14 Oriente con la 4 Norte. Era un pequeño cuarto donde las maestras metían por unos minutos, que parecían horas, a los niños de kínder y supongo de primaria, que se "portaban mal". Al fondo de ese cuarto, guardaban la imagen de un Chino que seguramente se había usado en algunos de los festivales de fin de año. Metían al pobre sujeto, apagaban la luz y ahí lo dejaban en compañía del terrorífico Chino. Salía uno como "sedita" apabullado por el terror. Supongo que hoy en día sería causa para demandar a las maestras en "Derechos Humanos", en fin, pregúntale a tu hermana Ángeles Mastretta, quien no creo que haya sido puesta en arresto, pero debe de haber tomado foto indelebles "fotos mentales" de los niños que pasaban por esa terrible experiencia. Tal acción correctiva no solo tenía un efecto en el castigado, sino en todo su grupo que pasaba del alboroto descontrolado, al silencio solidario con el compañero o temor compartido por la conciencia de que "ese pude haber sido yo". En fin, parece haber dado tan buenos resultados a las maestras, que decidieron mudar el "Cuarto del Chino" a las nuevas instalaciones de la 11 sur y 17 Poniente. La escuela sobrevive sesenta años después por la zona de Las Ánimas, su directora, la "Seño" Pilar se nos adelantó ya hace bastantes años y es recordada como prócer de la educación ¡Increíble!”

Y después, en la sinceridad espontánea de la red social, Gabriel confiesa que de su paso por ese apando fantasmagórico aún no se recupera.

1926

Carlos Mastretta Arista caminaba desde la 3 Norte hasta la esquina de la 11 Sur y la 11 Poniente para llegar al colegio Espina, como se llamaba entonces el Instituto Oriente de los jesuitas. Esta es la crónica escrita en 1948 --tomada del libro Memoria y acantilado que por capítulos publicamos en Mundo Nuestro en la sección Libros LIbres-- de un día que no fue cualquiera de 1926 cuando Carlos era un jovencito de 13 años:



Cerraba yo los ojos y veía yo a un muchachillo caminar perezosamente con los libros bajo el brazo por la calzada polvosa del Paseo Bravo a eso de las siete de la mañana. Me gustaba la hora aquella en la cual el sol medio adormecido comenzaba a besar con sus rayos las copas de los árboles. Veía yo a la naturaleza despertarse lentamente al nuevo día y olvidaba yo la hora y la preocupación por las lecciones medio aprendidas… Sólo llegando a la esquina del colegio llegaban a mi cerebro en vacaciones la realidad de la hora y sus consecuencias inevitables: entonces la emprendía yo a correr y entrando a toda prisa no descuidaba yo de dar un manazo a la pingüe barriga de Nicanor el portero, penetrando después de puntillas hasta el lugar de la capilla donde el padre prefecto me esperaba con una mirada de todo un programa de reproches. Con cara adecuada a las circunstancias, y mientras ya los demás puntuales colegiales en coro murmuraban sus oraciones de media misa, me arrodillaba yo en el centro entre las dos filas de bancas ocupadas por los mayores que sentados y mustios se complacían de mi incómoda postura. Pero no me importaba nada: con una mueca todo quedaba arreglado, y entonces me olvidaba yo de mi condición de castigado para recrearme en mi capilla. Los ventanales laterales con dibujos de vidrios de colores reproducían a algunos de los santos jesuitas más destacados; al frente, el altar principal de mármol rodeado por los menores dedicados a la Virgen Purísima y a San Luis Góngora; sobre el altar mayor una ventana a nicho albergaba a la estatua del Sagrado Corazón en tamaño mayor del natural; atrás el coro donde en las grandes ocasiones en compañía de otros chicos y bajo la dirección del siempre enojadísimo padre Canal entonábamos el Tantum Ergo recibiendo en premio una canica de caramelo pintada con fucsina; y hacia el cielo subía con mi ensueño de chamaco díscolo… Eso recordaba yo apoyado en una columna del templo romano… Mi pasado lejano que no regresaría jamás.



Carlos Mastretta, a los 7 años de edad, en la azotea de su casa en la calle 3 Norte. Al fondo, la iglesia de San Agustín.

Pero también recordaba yo con sordo rencor que el amor que tenía por mi capilla de escolar había sido bruscamente destruido por un día por la odiosa humanidad a la que yo también pertenecía… Fue una mañana lluviosa del mes de julio de 1926 cuando después de haber atravesado el Paseo rumbo al Colegio y hecho la tradicional carrera hacia él en los últimos cincuenta metros, en vez de tropezar con la figura obesa de Nicanor me encontré con un soldado absurdo y andrajoso con tanto de fusil y bayoneta cerrando el camino que me separaba de la puerta de la capilla, de mi capilla, cuyo portón estaba cerrado y atravesado por los sellos de un inicuo juez cateador. Me retiré cabizbajo e impotente pero poseído de un odio atroz y pidiendo al cielo poder u fuerza para volver a abrir esas puertas y penetrar en ellas como en un tiempo díscolo y bullicioso pero con fe intacta y sin sombras de recelo. Siempre lloré mi colegio. A través de sus ventanales mis miradas en las horas de distracción siempre sorprendieron el vuelo fugaz de una golondrina en las tardes de verano. Era entonces el presentimiento de encontrarte así como eres, María de los Ángeles, mi vida. Pero lo que más extrañé y aún extraño, fue la capilla de mi colegio. Desde aquella mañana triste de hace 21 años no la volví a ver, y jamás quizás la vuelva a ver, como no volverá jamás mi infancia despreocupada. Y no penetraré en ella aunque el coro del padre Canal haya sido sustituido por las notas no culpables y no pecaminosas de Chopin o Bach, cierto, más melodiosas que nuestras voces de chiquillos en busca de una canica de caramelo con fuchina…

1965

La ruta de los dos primos. Dónde quedó la bolita. A que no te le quedas viendo más de un minuto. El acuario, las serpientes, las chinchillas. Todo gira. Regresamos de la matiné del sábado en el cine Reforma. No pudo ser Flint, peligro supremo porque estábamos muy chavitos y no nos dejaron entrar. Javier y yo caminamos empanzurrados de palomitas por el corredor interior del Paseo, rumbo a los juegos. Un gentío.



Pero la bolita se distingue. La hemos visto seguido. Es el mismo tipo, que de cuando en cuando desaparece. Su juego está prohibido, pero eso no le importa a nadie. Por lo menos a una veintena de cuates arremolinados sobre la mesita. Pero no es la primera vez que lo hacemos: somos chicos, no pasamos de diez, así que nuestros codos no empujan mucho para llegar al filo de la tablita. A la altura de nuestros ojos el hombre mueve las manos y nuestros ojos van y vienen como rehiletes, y sus dedos disfrazan el movimiento de las tapitas --ahora mismo no sé si son corcholatas o vasitos de barro lo que guarda la estafa y esquilma a los posesos que nos hacen sombra. Aquí, allá, no, en esa, en la otra, te dije que en la de la derecha, pero no decimos palabra, nuestros ojos miran y platican como pulgas saltarinas para caer en la bolita oculta.

Uno de los posesos se da cuenta. Ha seguido un rato el juego de nuestros ojos. Aprende a discriminar nuestros fallos y aciertos, y pronto da con nuestros festejos, y va una y van dos que sin apostar le atina, porque ya sus ojos corren con los nuestros medio metro más arriba.

Pero para eso están los paleros. Porque en este juego no se gana. Por eso están en la mira de gendarmes e inspectores que de cuando en cuando aparecen para cargar con la fiesta hasta la próxima mordida.

“Chamacos jijos de la chingada…”

Y se acabó la fiesta de nuestros ojos pulgas.

1963


Nunca vi uno así. El nuestro se enterraba entero en la tierra. Llegaba año con año y todos lo sabíamos porque el rumor que lo anunciaba corría más rápidos que los Garitas, aunque por ese rumbo volaba, por la 11 Poniente hasta la 15 Sur por los ojos encendidos del chamaco que primero que todos lo había visto allá en el fondo, tres metros debajo de las piedras, revelado por un vidrio viscoso, con su cara de muerto.

El faquir trabajaba solo. No lo cargaba un circo ni acompañaba a una señora sin cabeza ni le quitaban el aire enanos forzudos. De un día para otro simplemente lo encontrabas enterrado vivo y con sus ojos de muerto al que nadie le bajaba los parpados para confirmar que ese señor era un mero truco de espejos. Cualquier día aparecía, igual en temporada de trompos que de yoyos o canicas. Pero ni un juego le disputaba su lugar.

El faquir llegaba y te veía con sus ojos fríos de muerto, como si nunca hubiera salido del fondo de la tierra.

1814

Ocurrió hace doscientos años.

Poco sabía de los Bravo hasta hace muy poco, cuando Verónica Mastretta me recordó su historia. Ni enterado, por ejemplo, que la cabeza de uno de ellos pendió un día de una jaula a la vista de todos en la iglesia del Parral, por el actual mercado. Lo agarraron en un vado del rio Mezcala cuando defendía el Congreso insurgente del avance de los realistas. Así lo cuenta Vero:

“Miguel recibió el encargo de cuidar de la seguridad del Congreso celebrado en Chilpancingo en septiembre de 1813; mientras que el Generalísimo se dirigía sobre Valladolid, y al efecto se situó en Totolcintla con mil hombres, y tuvo por segundo a su hermano Víctor. Como se previó sucedió, pues derrotado Morelos, el sur fue invadido por diversos puntos, forzados los vados del río de Mexcala, a los que no pudieron atender los dos hermanos, y el Congreso emprendió una peregrinación difícil y llena de peligros. Sus fuerzas estaban muy disminuidas por haber tenido que reforzar varias veces a su hermano Víctor, siempre atacado por fuerzas superiores; estaba en Chila cuidando el paso del río en ese punto intermedio entre el Sur y Oaxaca; Félix La Madrid marchó contra él y logró rodearlo, por lo que a pesar de la desesperada resistencia que opuso y de haber conseguido rechazar varias veces a los realistas, fue hecho prisionero en la cabecera del actual municipio de Chila de la Sal y conducido a Puebla, y tras un consejo de guerra que lo juzgó fue fusilado y decapitado. Su cabeza fue exhibida en una jaula de hierro como trofeo de guerra el 15 de abril de 1814 en los antiguos Parrales.”

1980

Tenemos dos años de vivir juntos, y yo tengo siete de no vivir en Puebla. Emma y yo venimos como turistas y como tales posamos para la foto con el fondo de la fuente de San Miguel. Después iremos a los juegos mecánicos en el Paseo Bravo, a las “Atracciones Castañeda”.



Y nos treparemos al Látigo. Aunque no le he confesado que jamás me atreví a subirme al Martillo, que no hubo fuerza de amigos, hermanos mayores ni orgullo machito, jamás di vueltas en esas cápsulas gemelas sputniks inauditos del vómito milenario, diccionario entero para la palabra cauto.Para distraer al collón que he sido he presumido a la dama de todos mis aires venturosos de niño, el del acuario con su cabecita disecada y sus momias, y de César, el del león balaceado por un Matienzo o el de los faquires enterrados tres días bajo la banqueta de la 11 y de los estafadores de la bolita, y del látigo, el mejor juego jamás inventado y que ahí encontramos igualito que en 1965. Tan perfecto que Daniel mi hermano lo ha reproducido en papel y no dejamos de darle vuelta a la manivelas con la misma demencia con la que nos trepábamos cada fin de semana al modelo metálico.

Ahí estamos trepados Emma y yo en el Látigo. La plancha metálica es la misma que forjaron tal vez en Pitsburgh hace cincuenta años, y por ella se han desplazado miles de veces cada fin de semana los carritos. El alma entera de la ciudad ha rebotado irredimible sobre los baleros que no hay que suponer simplemente planos en su rodada. Son cuchillos afilados que vuelta a vuelta han arado la plancha con todo el rencor que guarda el aporreado espíritu de los festivos visitantes. Así que ahora rebotamos y los dos senderos que llevan al latigazo son dos tiempos de tortura absolutamente dados para descerrajar los riñones por los que se diluye la vida que hasta ese carrito hayas llevado.


La foto, indiscutiblemente fue anterior al Latigo.

2006


Recupero lo que escribí como memoria de aquel domingo 26 de febrero del 2006, a partir de esta fotografía que encuentro en La Jornada del lunes siguiente. La masa avanza encabronada pero contenta, no sabe que su protesta la parará el gobierno de Felipe Calderón y que Marín sobrevivirá para cumplir con una de las más ignominiosas etapas de la vida pública de Puebla. La masa Viene del Paseo Bravo, el lugar del que arrancan siempre las manifestaciones poblanas.

Alicia, a sus veinte años estudiantiles, es parte de la masa que ha salido a las calles en Puebla el domingo 26 de febrero con el ánimo simple de derrocar al gobernador Mario Marín. Sus ojos de bióloga contienen preguntas para el análisis de esta tolvanera poblana que se parece al viento helado que nos conmueve. “¿De dónde ha salido tanta gente? –dice--. ¿De dónde viene? ¿Esto que ocurre en México hacia dónde nos lleva?”. Alicia, como la inmensa mayoría de los jóvenes mexicanos, no encuentra una memoria regional reciente, ordenada, escrita, ni qué decir cinematográfica, a la mano. Sin embargo, para las masas que ocupan las plazas, hay historia.

Masa y espontaneidad, contradicción antigua. “Me cae que tenemos una ciudad hermosa –afirma mi primo Checo Sánchez, y rompe cualquier pesadumbre y coyuntura--, mira ese azul entre la nubes…”

Es el cristalino cielo poblano, que por un instante, y como tantas veces en su vida, lo trastorna: el cielo poblano, intenso azul, retenido todavía contra el luminoso templo de Guadalupe, en el Paseo Bravo, con las nubes como un apunte del viento y la sombra que acompañará la mañana de una masa que no duda de su poblanía, que conoce de las traiciones del clima, de los requiebres del tiempo, de sus estocadas frías, inclementes. Una voz, que ahora mira al cielo y reconoce su sangre; no le importa el griterío, ni siquiera el día y lo que nos convoca, él mira el cielo antiguo de una ciudad acostumbrada a los delirios y las pasiones políticas: ahí está su traza de sol y sombra contra sus cúpulas y campanarios, sus casonas y sus reliquias.

Por un instante, frente a ese espejo del mundo, a quién le importa Marín, a quién le importa la política.

2014

Hoy es primero de mayo. La explanada luce perfecta y vacía. A otro lado fueron a parar los obreros que contra lo que se diga, todavía marcharon --los días para mentar madres no se desaprovechan. Pero nadie llegó al Paseo Bravo. ¿Y a qué llegarían? Nostalgia pura, me digo. Ni carritos de hotcakes dejaron. Ni un bolero. Ni un fotógrafo para el retratito en la cartera. Nada.

En la perspectiva de la foto que he tomado imagino al fondo al Martillo. Y a la izquierda la Rueda de la Fortuna y la plancha del Látigo con su barandal naranja y sus encendidas letras que anuncian Atracciones Castañeda. Y la gente. Es domingo y el redondel abarrotado recuerda que además del cine este lugar es todo lo que se necesita para pasar la tarde. Cinco pesos la función en el Reforma. 2.50 por treparse al Avión del Amor.

Ensoñación. Sí, y la comparto por el cel a los cuates del Instituto Militarizado Oriente. Somos viejos, pero todos están pegados a sus aparatos. A ver, ¿quién recuerda los juegos que había en el Paseo? Pronto responden, cada uno con su alucinación:

Juan Arturo: Me acuerdo del zoológico… Y de Matienzo.

Yo: Ese le tiró al César aburrido. Ni lo regañaron…

Daniel: Yo visitaba los juegos cada semana, pues los Castañeda eran amigos, y nos daban pases grátis, que feo y triste se ve ahora.

Chema: Estaban ahí los juegos de atracciones Castañeda para los niños, y para los mayorcitos las putitas en la 3 poniente, claro esto ya pardeando.

Yo: Esas se subían al Avión del Amor.

Chema: Sergio, es que sales a algún lado y ya no hay poblanos, ya es difícil ver a alguien conocido, en fin nuestra Puebla de esos años ya se fue.

Yo: Pero nosotros aquí estamoM. Y mientras haya memoria... Yo confieso que nunca me subí al Martillo, pero era fanático del Látigo.

Juan Arturo: Chema, aunque no soy poblano de nacimiento lo soy de corazon, pero en esa época puebla no tenía ni medio millón de habitantes, ahora creo pasa de dos millones.

Flaco: Y qué me dicen de la Víboras en la esquina... todavía quedan varias que por ahí andan circulando... y para el lado de la Reforma, te encontrabas al de la "bolita", y por supuesto la obligada fotografía arriba del caballito.

Ramón: Y el Flaco decía que era en el "Gatéo Bravo" quien sabe por qué.

Flaco: ¡Pues claro! Ahí hicimos nuestros "pininos" varios, cazando gatas... así les decíamos despectivamente, y erróneamente... Pero realmente no había malicia personal... Benjas, Colombres, Otala, Pelos, Garfio, Monchis (jajaja) y muchos pirrurris más...

Juan Arturo: Y cazaste tu primera penicilina…

Ramón: No, no... Los pirrurris se iban al Zafiro o al Colorines pues tenían lana.

Daniel: O sea, que tú Ramón eras cliente del Zafiro…

Yo: Oigan, cabrones, si se fijan, yo les pregunté por los juegos mecánicos, no por sus arranques amatorios de efebos mendicantes. Bien por ustedes...

Juan Arturo: Eran juegos mecánicos “sexuales”.

Flaco: Retomando el Paseo Bravo... También era Zoológico... recuerdo a tigres, leones y changos en unas jaulas apestosas pero ahí estábamos...

Raúl: Atracciones Castañeda y el Acuario, así como las lanchitas que estaba a un lado de la fuente de las Chinas.

Flaco: ¡Las lanchitas!, en una agua verdosa que también apestaba a madres.

Y los dejo hablando.

Ensoñación, nostalgia absoluta por nuestro antiguo Paseo. Una pena lo que hoy se encuentra ahí. Ya no hay barrio de Santiago, la vida se fue a otro lado.

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Sobre el autor

Sergio Mastretta

Periodista con 39 años de experiencia en prensa escrita y radio, director de Mundo Nuestro...