Estados Unidos: Después de las elecciones. Dossier de la revista Sin Permiso Destacado

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Revista Sin permiso

Después de las elecciones

Mike Davis / Yanis Varoufakis / David Lauter / Richard Luscombe

Republicanos del Valle del Río Grande



Mike Davis

Mike Davis es profesor del Departamento de Pensamiento Creativo en la Universidad de California, Riverside, es miembro del Consejo Editorial de Sin Permiso. Su libros más reciente es junto con Justin Akers Chacón, "Nadie Es Ilegal, Combatiendo el Racismo y la Violencia del Estado en la Frontera" (Chicago, Illinois. Haymarket Books. 2009).

Esperando un 2008, los demócratas han logrado de nuevo un 2016, unas elecciones que parece haber ganado Joe Biden por la mínima en unos cuantos estados. Si la ola azul se ha demostrado casi tan ilusoria como el muro azul de hace cuatro años es porque los demócratas centristas, tal como avisaron constantemente Bernie Sanders y Elizabeth Warren durante los debates de las primarias, se han negado a aprender las lecciones de 2016. La campaña de Biden no fue más que una versión modificada del fallido manual de Hillary Clinton.

Esto ha quedado contundentemente ilustrado por los avances de los republicanos entre los votantes latinos en varios estados. No resulta particularmente sorprendente que los pudientes exiliados cubanos y venezolanos, que chillan con que están los comunistas a la puerta, lograran una profunda incursión en los márgenes de los demócratas en Miami. Pero ¿qué pasó en los siete condados fronterizos principales de Tejas, cuya población de 2,6 millones de personas es mexicana de origen (tejanos) en un 90 %? El partido a escala nacional ha descuidado o abandonado muchas circunscripciones electorales, entre ellas Puerto Rico, las zonas indígenas (Indian Country) y los Apalaches, pero el sur de Tejas posee una significación estratégica única. Así se reconocía dos días antes de las elecciones cuando el presidente del Comité Nacional Demócrata, Tom Pérez, visitó la zona de McAllen, en la punta más meridional del estado. ‘El camino a la Casa Blanca’, declaró, ‘pasa por el sur de Tejas. Acuérdense de que Beto [O´Rourke] perdió por cerca de 200.000 votos en 2018. Tan sólo en el Valle podemos ya conseguir esos votos. Si elevamos la participación hispana del 40 al 50 %, eso bastaría para dar el vuelco en Tejas’.

Pero la campaña de Biden fracasó a la hora de allanar el camino al poder con recursos de campaña o prestar atención a cuestiones locales. Siguiendo una prolongada tradición de negligencia electoral, los demócratas del Comité Nacional tenían la confianza de que Biden ensanchara el margen de victoria de Clinton en la región aun sin tener que desviar fondos o personal de las importantísimas contiendas de los barrios residenciales de las afueras. La frontera, al fin y al cabo, es una de las regiones más pobres del país, con una población a la que la propaganda republicana denigra por sistema como foráneos y violadores. En todo caso, las encuestas preveían victorias históricas de los demócratas; se garantizaba una ola azul a lo largo del Río Grande.



A medida que se disipaba la fantasía de grandes avances en Tejas, los demócratas quedaban estupefactos al descubrir que la alta participación había propulsado, por el contrario, una subida de Trump a lo largo de la frontera. En los tres condados del Valle del Río Grande (el pasillo agrícola de Brownsville a Río Grande City), que Clinton se había llevado con un 39 %, Biden logró un margen de un 15 % solamente. Más de la mitad de la población del condado de Starr County, antiguo escenario de lucha del movimiento de peones agrícolas, vive en la pobreza, pero Trump consiguió allí el 47 % del voto, un increíble avance de 28 puntos respecto a 2016. Río arriba, le dio en realidad un vuelco al condado de Val Verde County (escaño de condado: Del Río), que es un 82% latino, y aumentó sus votos en el condado de Maverick (Eagle Pass) en 24 puntos, y en el condado de Webb (Laredo) por 15 puntos. El congresista demócrata Vicente Gonzalez (McAllen) tuvo que luchar contrarreloj para salvar el escaño que había ganado por seis puntos en 2018. Hasta en El Paso, semillero de activismo demócrata, Trump logró un avance de seis puntos. Considerando el sur de Tejas en su conjunto, los demócratas tenían grandes esperanzas de ganar el Distrito 21 del Congreso, que conecta San Antonio y Austin, así como el Distrito 23, hispano en un 78%, que está anclado en las afueras residenciales de San Antonio, pero abarca una enorme franja del sudoeste de Tejas. En ambos casos, los republicanos ganaron con bastante facilidad.

¿La explicación? En palabras del congresista Filemón Vela (Brownsville) citadas en el Valley Morning Star, un periódico de Harlingen, ‘creo que no hubo ningún esfuerzo organizativo nacional de los demócratas en el sur de Tejas y los resultados lo dejan ver. Las visitas están bien, pero sin una planificación de medios y una estrategia de base es que no se puede persuadir a los votantes. Cuando das por seguros a los votantes, como durante cuarenta años han hecho los demócratas en el sur de Tejas, se pagan las consecuencias’.

Al final, fue la economía la que hundió las esperanzas de una victoria aplastante de los demócratas. Fue un error gigantesco convertir las elecciones en un plebiscito sobre la chapucería de Trump en la pandemia sin llevar a cabo un esfuerzo que echase el resto para convencer a los votantes de que una administración de Biden sostendría los ingresos familiares y las pequeñas empresas hasta derrotar al Covid. La ley de asistencia de 2,2 billones de dólares aprobada por la Cámara tendría que haber sido la base de una campaña agresiva, pero la presidenta de la Cámara, Nancy Pelosi, permitió que el líder de la mayoría en el Senado, Mitch McConnell, tomara la ley como rehén, y Biden, farfullando a lo largo de dos debates presidenciales, nunca se entregó a una verdadera cruzada por liberarla. Mientras tanto, las cifras del tercer cuatrimestre, por engañosas que fueran, le dieron un empujón inesperado a Trump; eran prueba, afirmaba él, de un brillante futuro por delante. Un nuevo confinamiento nacional arruinaría esa ‘recuperación’. Los demócratas subestimaron la reverberación que este argumento ha tenido entre las clases medias empresariales y los propietarios de tiendas que se enfrentan a su extinción o a verse engullidos por Amazon. No resultaba tan difícil convencer a propietarios de bares, contratistas de la construcción, gerentes de franquicias, pequeños fabricantes y otros similares de que los cierres eran un mal mayor que medio millón de muertes más causadas por la Covid (se trata, por supuesto, de un fenómeno global: no hay más que ver el papel desempeñado por los propietarios histéricos de pequeños negocios en las protestas violentas en contra de nuevos confinamientos en Europa Occidental).



Por lo que se refiere a los trabajadores, obligados todos los días a elegir entre tener ingresos o salud, a la promesa de Biden de poner la ciencia al frente de la pandemia le dieron fácilmente la vuelta los republicanos como prueba de un apocalipsis económico supervisado por el temido Dr. Fauci. La contrarrespuesta de los demócratas fue débil, debido en parte a que el movimiento sindical tuvo todavía menos protagonismo que en la campaña de 2016. La difusión incontrolada del Covid restringió la campaña puerta a puerta en que ha consistido siempre la aportación de los miembros de los sindicatos a las batallas electorales. La campaña de Biden sí que le otorgó un mayor énfasis que Clinton a los derechos de los trabajadores, la negociación colectiva y los 15 dólares de salario mínimo, pero difundió los mismos mensajes vacuos sobre la creación de empleo y el futuro del trabajo. ‘Millones de empleos en energías verdes’ es una abstracción que fracasa totalmente a la hora de conectar con las circunstancias concretas del Rustbelt [cinturón industrial en torno a los grandes lagos] y las comunidades de los barrios marginados. Los demócratas más convencionales han tenido más de una generación para responder a una sencilla pregunta: ¿qué vais a hacer para incrementar las oportunidades laborales aquí en Erie (o en Warren, Dubuque, Lorraine, Wilkes-Barre y así sucesivamente)? Nunca han ofrecido una respuesta seria. Las soluciones concretas entrañarían inversiones públicas orientadas geográficamente, controles sobre la fuga de capitales y la sangría financiera, y, sobre todo, una expansión masiva de empleo público. Y estas son las vías para transitar las cuales la mayoría de los demócratas está demasiado aterrada.

Desde Reagan, los republicanos han luchado siempre por volver el poder institucional contra los demócratas, empujándoles a un terreno desfavorable y desorganizando a su base. Al conseguir la presidencia de la Cámara en 1994, Newt Gingrich introdujo el despiadado estilo de oposición absoluta que McConnell ha refinado de modo tan exquisito. Las elecciones de 2010 supusieron un punto de inflexión todavía más importante. Ese año los republicanos movilizaron todo el poder de la red de donantes multimillonarios, centros regionales de política y comités de acción política que llevaban levantando desde hacía treinta años para tomar por asalto los parlamentos de los estados y las mansiones de los gobernadores a lo largo y ancho de los estados del centro y el Sunbelt. Consiguieron 700 escaños legislativos y le dieron la vuelta a veinte cámaras legislativas, cifras que se incrementaron durante los años de Obama. Puesto que en la mayoría de los estados el parlamento sigue siendo el responsable de redibujar los distritos electorales, los republicanos manipularon desesperadamente los distritos electorales de los parlamentos de los estados y el Congreso para consagrar su mayoría. Esa es la razón por la que recuperar las mayorías parlamentarias en los estados en este año de censo debería haber sido la mayor prioridad de los demócratas después de la Casa Blanca y el Senado. La diana más importante era Tejas, donde los demócratas confiaban en que podrían quedarse con los nueve escaños adicionales necesarios para controlar la Cámara. Al final, no lograron ninguno, con lo que los republicanos tendrán las manos libres para llevar a cabo una nueva manipulación de los distritos electorales.

Los Estados Unidos, tal como nos recuerdan los comentaristas a cada hora, están hendido entre dos universos políticos de casi igual tamaño. Pero el poder detesta los empates y está claro que en el mundo actual la evolución se encamina a experimentos diferenciales con oligarquías postfascistas y pseudodemocracias. Una Casa Blanca de Biden-Harris débil y encadenada por los tribunales, erigida sobre la traición a los progresistas y subordinada a una clase de multimillonarios donantes de Silicon Valley y Wall Street, se enfrentará a una nueva depresión sin el viento del entusiasmo popular a la espalda. ¿Adónde apunta esto salvo a la total destrucción en las elecciones de mitad de mandato de 2022 y a un triunfo más a fondo de la nueva obscuridad?

The London Review of Books, 6 de noviembre de 2020

¿Una vuelta a la normalidad después de Trump? Lo último que nos hace falta

Yanis Varoufakis

Yanis Varoufakis, co-fundador del Movimiento por la Democracia en Europa (DIEM25), fue diputado y portavoz de este grupo en el Parlamento griego y es profesor de economía de la Universidad de Atenas. Ex-ministro del Gobierno de Syriza, del que dimitió por su oposición al Tercer Memorándum UE-Grecia, es autor, entre otros, de "El Minotauro Global".

Normalidad y recuperación de un ápice de decencia en la Casa Blanca: en eso es en lo confían muchos partidarios de Biden entre las élites ahora que ha ganado las elecciones. Pero al resto de nosotros nos echa para atrás tan magra ambición. Los votantes que detestan a Trump celebran su derrota, pero la mayoría lamenta el regreso a lo que pasaba por normal o ético.

Cuando Trump contrajo la Covid-19, sus oponentes temieron que pudiera beneficiarse de un voto por simpatía. Pero Trump no es un presidente normal que busque la simpatía de los votantes. No trabaja con la simpatía. No la necesita ni cuenta con ella. Trump mercadea con la indignación, convierte el odio en un arma y cultiva meticulosamente el temor con el que ha estado conviviendo la mayoría de los norteamericanos tras el estallido de la burbuja financiera en 2008. Las obscenidades y el desprecio por las reglas de la sociedad educada fueron sus medios de conectar con una buena parte de la sociedad norteamericana.

La razón por la que 2008 fue un año transcendental no se debió sólo a la magnitud de la crisis, sino a que fue el año en que la normalidad quedó hecha triza de una vez por todas. El primitivo contrato social de la postguerra se rompió a principios de los 70, lo que produjo un estancamiento de los ingresos medios reales. Se vio substituido por una promesa a la clase trabajadora norteamericana de otra ruta a la prosperidad: el precio en aumento de las viviendas y los programas de pensiones financiarizados. Cuando se derrumbó el castillo de naipes de Wall Street en 2008, otro tanto le sucedió al contrato social de postguerra entre la clase trabajadora norteamericana y sus gobernantes.

Tras el derrumbe de 2008, el mundo de los grandes negocios hizo uso del dinero de los bancos centrales que reflotó Wall Street para recomprar sus propias acciones, mandando a la estratosfera los precios de las acciones (y, naturalmente, las bonificaciones de sus directores), a la vez que mataba de hambre a la economía cotidiana, sin inversiones serias en trabajo de calidad. La mayoría de los norteamericanos se vieron, así pues, sometidos, en rápida sucesión, a un tratamiento de patrimonio negativo, embargos de viviendas, fondos de pensiones que se hundían y trabajo inseguro, todo con el trasfondo del espectáculo de ver la riqueza y el poder concentrarse en manos de unos pocos.

Para 2016, la mayoría de los norteamericanos se sentía profundamente frustrada. Por un lado, vivían con la angustia privada causada por la austeridad permanente en la que sus comunidades se habían visto inmersas desde 2008. Y por el otro, podían ver a una clase dominante cuyas pérdidas las socializaba el gobierno, lo que caracterizaba la respuesta a la crisis.

Donald Trump sacó sencillamente partido de esa frustración. Y lo hizo con tácticas que, a día de hoy, siguen sembrando el caos entre sus oponentes liberales. Los demócratas protestaban diciendo que Trump era un don nadie, y que era por tanto alguien incapacitado para ser presidente. Y eso no funcionaba en una sociedad moldeada por medios de comunicación que durante años han ensalzado a celebridades intrascendentes.

Todavía peor para los oponentes de Trump, retratarle como un incompetente es un gol en propia puerta: Donald J. Trump no es simplemente incompetente. George W Bush era incompetente. No, Trump es algo mucho peor que eso. Trump combina una crasa incompetencia con una rara competencia. Pon un lado, no sabe enhebrar dos frases decentes para hacer una observación, y ha fracasado de modo espectacular a la hora de proteger a millones de norteamericanos de la Covid-19. Pero, por otro lado, ha deshecho el TLCAN, el Tratado de Libre Comercio de América del Norte que se tardó décadas en ensamblar. De modo extraordinario, lo substituyó rápidamente por otro que no es, ciertamente, peor, al menos desde la perspectiva de los trabajadores norteamericanos de cuello azul o, incluso, de los trabajadores de las fábricas mexicanas que gozan ahora de un salario por hora considerablemente mayor que antes.

Por ende, pese a su beligerante gesticulación, no sólo mantuvo Trump su promesa de no iniciar nuevas guerras, sino que, por añadidura, retiró las tropas norteamericanas de toda una serie de teatros de operaciones en lo que su presencia había causado desgracias sin beneficios tangibles para la paz o, ciertamente, para la influencia norteamericana.

Los oponentes de Trump le llamaban con frecuencia mentiroso. Pero Trump no es simplemente un mentiroso. Bill Clinton mentía. Una vez más, Trump resulta bastante peor. Tiene la habilidad de vomitar las más increíbles falsedades, mientras, al mismo tiempo, cuenta verdades cruciales que ningún presidente reconocería jamás. Así, por ejemplo, cuando se le acusó de que estaba dejando sin fondos al servicio postal para obtener ventajas electorales, desestabilizó a sus acusadores reconociendo que, sí, restringía la financiación del Servicio de Correos de los EE.UU. (USPS) para hacer más difícil que votaran los demócratas.

La grosería de Trump con sus oponentes, por desagradable que resulte, puede haberles aportado algún alivio incluso a los norteamericanos olvidados que asocian la cortesía de Biden con las amables consideraciones que el exvicepresidente reserva a Wall Street y los superricos que financiaron su campaña. No sin razón, consideran a Biden un educado emisario de los banqueros que embargaron sus casas, y miembro, enseguida, de una administración que rescató – con dinero público – a esos mismos banqueros.

Oyen los pulidos y educados discursos de Biden acerca de la unidad, el respeto, la tolerancia y de acercar a los ciudadanos, y piensan: “no, gracias, no quiero sentirme unido, o tolerar, a los que se hicieron ricos empujándome a un hoyo”. Para ellos, el comportamiento de Trump es una manifestación, desagradable pero bienvenida, de solidaridad con la gente corriente que se siente fortalecida por la combinación de la vulgaridad del presidente y sus evocaciones de la irreprimible grandeza de Norteamerica, aun cuando, en lo más profundo, nunca esperen que sus perspectivas mejoren de modo significativo cuando Norteamérica vuelva a ser “grande de nuevo”.

La tragedia de los progresistas es que los partidarios de Trump no están enteramente equivocados. El Partido Demócrata ha demostrado una y otra vez su determinación de impedir cualquier desafío a los poderosos que son responsables del dolor, ira y humillación que propulsaron a Trump hasta la Casa Blanca. Los demócratas pueden seguir hablando hasta que las ranas críen pelo acerca de la justicia racial, la necesidad de más mujeres en puestos de poder, los derechos de la comunidad LGBT, etc. Pero en el momento en que políticos como Bernie Sanders amenazan con poner en tela de juicio las estructuras de poder que mantienen a norteamericanos negros, las mujeres, las minorías y los pobres en los márgenes de la sociedad, se aprestan a pararles los pies.

Es improbable que los partidarios de Trump expresen esto con tantas palabras. Sin embargo, su desprecio por el “establishment” liberal hunde sus raíces en la consciencia de que los demócratas ricos que respaldan la candidatura de Biden-Harris jamás cambiarán las condiciones de los pobres. Está vedada toda redistribución de riqueza y poder que amenace los fondos de inversión de sus niños o los desorbitantes precios de sus activos en Wall Street, y esos votantes lo saben.

Con este trasfondo, no obstante, por mucho que trate Biden de hablar el lenguaje de cierto Green New Deal, nadie puede imaginarle pronunciando una frase como la de Franklin Roosevelt, quien, refiriéndose a los banqueros, dijo una vez: “Se muestran unánimes en su odio por mí, y yo veo con buenos ojos ese odio”. Sin la disposición para enfrentarse a la mayor concentración de poder empresarial de la historia de los Estados Unidos, hasta el más amigable de los presidentes fracasará en el propósito de lograr justicia social o atenuar el cambio climático. Por lo menos Trump no era un hipócrita, podrían decir sus partidarios.

Así pues sí, Joe Biden ha ganado. Y gracias a Dios porque así sea. Pero entendamos que lo consiguió, a pesar de, y no merced a sus gracias sociales o a su promesa de devolver la normalidad a la Casa Blanca. La confluencia de descontento que impulsó a Trump al poder en 2016 no ha desaparecido. Pretender como que se ha desvanecido no es más que cortejar futuros desastres, para Norteamérica para el resto del mundo.

The Guardian, 8 de noviembre de 2020


Biden cambia el mapa político

David Lauter

David Lauter es corresponsal en Washington del diario californiano Los Angeles Times, para el que ha trabajado desde 1981 cubriendo el Congreso, el Tribunal Supremo y la Casa Blanca.

A lo largo de un decenio o más, los estrategas demócratas han afirmado que su partido estaba a punto de ensanchar su mapa político: Georgia y Arizona acabarían por convertirse en estados en los que se podía competir, insistían.

Esa creencia ha sufrido repetidos retrocesos. Los demócratas perdieron cuando Jason Carter, nieto del expresidente, fracasó en su carrera por lograr el puesto de gobernador de Georgia en 2014. Se quedaron de nuevo por debajo cuando Stacey Abrams perdió en su campaña por ser gobernadora cuatro años después.

De modo semejante, en Arizona los demócratas han perdido repetidas veces en el estado, aunque se han apuntado algunas victorias de importancia a escala local, entre ellas la derrota de Joe Arpaio, tristemente célebre como sheriff anti-inmigrante del condado de Maricopa, en el que se encuentra Phoenix.

En ambos estados, Joe Biden lidera actualmente la carrera presidencial por un estrecho margen. Si se mantiene esa ventaja, habrá triunfos significativos para el partido, otorgándole 306 votos electorales, la misma cifra que logró el presidente Trump hace cuatro años, algo que se saludó como un triunfo aplastante. Pero Biden podrá vindicar, por añadidura, una victoria significativa en el voto popular, que está en camino de ganar por al menos cuatro o cinco puntos de porcentaje.

Como mínimo, la posición de Biden demuestra que ha llegado ya el cambio largamente anticipado a una situación en la que poder disputar el Sunbelt [Cinturón del Sol, la región de Estados Unidos que se extiende desde la costa atlántica del Sureste hasta la costa pacífica del Suroeste], resultado del cambio demográfico, un incansable esfuerzo organizativo y el impacto polarizador de Trump.

Con la elección de Mark Kelly, Arizona tendrá ahora dos senadores democráticos, la primera vez desde que ganó el republicano Barry Goldwater en 1952. Y en Georgia, ambos escaños del estado en el Senado parecen destinados a una segunda vuelta el 5 de enero, contiendas que decidirán probablemente qué partido controlará la mayoría del Senado.

Ese es un gran cambio desde el martes por la noche, cuando la derrota de los demócratas en Florida y Tejas estableció el tono de la cobertura.

Eso no significa que los demócratas consiguieran la “ola azul” que habían estado esperando.

El partido perdió al menos media docena de escaños del Congreso y no logró darle la vuelta a las cámaras legislativas de los estados de Tejas, Carolina del Norte y otros lugares en los que los manipuladores de las circunscripciones electorales han apuntalado el poder de los republicanos. Eso significa que los republicanos seguirán en condiciones de dominar el trazado de los límites de los distritos en esos estados después del actual censo.

Por ende, aunque los demócratas tuvieran avances en algunas partes del Sunbelt, los republicanos reforzaron su control de Florida, en buena medida gracias a la solidez de su atractivo para los votantes hispanos de la zona de Miami.

Los demócratas también se quedaron por debajo de sus objetivos en Tejas, donde esperaban hacerse con varios escaños de la Cámara de Representantes. Algunas de estas derrotas las provocó el fracaso de los demócratas a la hora de comprometer a la población hispana de Tejas, que es amplia, pero tiende a participar poco en las elecciones. Pero los candidatos del partido también perdieron algunas batallas en las afueras residenciales de Dallas y de Houston, donde habían esperado hacer progresos sobre los avances conseguidos entre los votantes blancos en las elecciones de mitad de mandato en 2018.

Sin embargo, los avances conseguidos por Biden — erosionar los márgenes de Trump en zonas de clase trabajadora como el noreste de Pensilvania y el condado de Macomb, en las afueras de Detroit, incentivar una mayor participación de votantes negros en Filadelfia, la Atlanta metropolitana y otras ciudades de importancia, y apuntalar el apoyo a su partido en zonas residenciales, desde Charlotte, en Carolina del Norte, a Milwaukee o Phoenix — han creado una sólida coalición sobre la que puede ahora albergar su partido la esperanza de construir.

Que los demócratas vayan o no a ser capaces de seguir hasta el final en esto dependerá de bloques importantes de votantes que estarán ahí para quien los quiera en los próximos dos años. Las primeras pruebas vendrán con esa disputa de la segunda vuelta del Senado en Georgia, en la que se presentará el senador republicano David Perdue contra el demócrata Jon Ossoff, en unas elecciones regulares para un mandato de seis años, y la senadora republicana Kelly Loeffler contra el reverendo Raphael Warnock, en unas elecciones especiales para cubrir los dos años que restan del mandato del senador jubilado Johnny Isaakson.

De máxima preocupación para ambos partidos: ¿Qué pasa con esos votantes de zonas residenciales que votaron a los demócratas en 2018 y 2020 por su repugnancia hacia Trump?

Muchos son antiguos republicanos o independientes moderadamente conservadores. ¿Los han convertido los demócratas o los han alquilado sólo para un par de elecciones? Si lo primero demuestra ser cierto, el partido puede tener la esperanza de una mayor consolidación de su mayoría. Pero si se trata de lo segundo, los republicanos podrían estar en condiciones de recuperar en dos años la Cámara de Representantes, puesto que el partido fuera del poder suele normalmente tener avances en la primera elección de mitad de mandato de una nueva presidencia.

Mantener la lealtad de los votantes de zonas residenciales, a la vez que se motiva al núcleo más progresista del partido va a suponer un desafío significativo para Biden y los estrategas demócratas del Congreso. Ya esta semana, las tensiones ideológicas en el partido quedaron públicamente a la vista cuando legisladoras centristas, como la representante Abigail Spanberger de Virginia, atacaron a los progresistas por haber promovido cuestiones como las de “retirar la financiación de la policía”, que, en su opinión, habían puesto en peligro su reelección y provocado derrotas del partido en distritos más conservadores.

Los republicanos se enfrentan a sus propias divisiones. El jueves, el hijo mayor de Trump, Donald Trump Jr. atacó a quienes confían en ser candidatos presidenciales del partido en 2024 por no salir en defensa de su padre. De modo más general, el partido todavía no se ha hecho una idea de si puede aprovechar el fervor de los partidarios de Trump sin las apelaciones al racismo y al sentimiento contrario a los inmigrantes que han provocado la reacción negativa de zonas residenciales.

Los dos partidos se enfrentan a un problema semejante con el otro gran bloque de votantes que 2020 ha demostrado que estaba en juego: los hispanos.

Los republicanos tuvieron éxito claramente a la hora de atraerse a los cubano-norteamericanos y otras comunidades latinoamericanas de Florida. No se trata sólo del fenómeno de Trump. El apoyo de estos votantes desempeñó también un papel principal en las victorias en 2018 del gobernador Ron DeSantis y el senador Rick Scott.

Los republicanos más optimistas creen que pueden progresar partiendo de los éxitos conseguidos hasta ahora y formar un partido multirracial que combinaría a los votantes hispanos socialmente conservadores con los blancos de cuello azul bajo la bandera del populismo de centro-derecha, adhiriéndose a las partes políticamente más atractivas del trumpismo sin el bagaje personal del presidente.

Que esto vaya a ser factible o no — o si harán trizas las tensiones raciales cualquier coalición de ese género — constituirá una pregunta de envergadura en varios años próximos.

Del otro lado, los demócratas pueden apuntar a Arizona como evidencia de que movilizar a los votantes latinos puede ser para ellos clave para la victoria en el Sudoeste. Pero sus fracasos en Tejas han demostrado los límites de su estrategia hasta ahora.

En el seno del partido arrecia ya un debate acerca del grado en que el énfasis de este año en la justicia racial ayudó a movilizar a electorados claves por contraposición al alejamiento de aquellos votantes que de verdad querían oír hablar más de atención sanitaria, del salario mínimo y otras preocupaciones del bolsillo.

Esas tensiones en el seno de cada partido darán forma a las medidas políticas y las batallas legales de una administración de Biden. Por ahora, sin embargo, mientras se prepara a investirse con el título de presidente electo, Biden puede saborear el momento de una victoria que ha costado mucho, pero que resultó, al final, convincente.

Los Angeles Times, 5 de noviembre de 2020

Después de Trump: primeros tiros de la batalla por el futuro del Partido Republicano

Richard Luscombe

Richard Luscombe es periodista independiente radicado en Miami, Florida, es colaborador del diario británico The Guardian.

Durante cuatro años, concitó su inquebrantable lealtad. Le protegieron del “impeachment”, dieron su tácita aprobación mientras se separaba de sus padres a los niños en la frontera y se les metía en jaulas, y miraron hacia otro lado mientras se les lanzaban gases a norteamericanos que protestaban pacíficamente, como oportunidad para hacer fotos.

Ahora, en la mortal agonía de la presidencia de Donald Trump, los republicanos que antes iban codo con codo con el hombre que remodeló el partido a su voluntad salen en desbandada para distanciarse de sus infundadas afirmaciones de que le han robado las elecciones.

“Indignante, gratuito y un error terrible”, ha afirmado el gobernador de Maryland, Larry Hogan, de la errática busca de alegaciones falsas por parte de Trump; “muy alarmante”, de acuerdo con la senadora de Pensilvania senator Pat Toomey; y “una temeridad”, en palabras del excandidato a la presidencia Mitt Romney.

Este romper filas de un número creciente de senadores, congresistas, gobernadores y otros cargos electos – que surgen sólo después de que la causa de Trump parezca perdida – augura una inminente batalla sobre el futuro rumbo del Partido Republicano con su mascarón fuera del escenario.

Quienes ahora se muestran abiertamente críticos después de años de silencio deben sopesar las consecuencias de dejar oír su voz mientras siga habiendo leales dentro del partido decididos a portar la enseña del trumpismo en las elecciones de 2024 y más allá. En esa facción se incluyen senadores republicanos como Ted Cruz y Tom Cotton, así como el gobernador de Florida, Ron DeSantis, acérrimo aliado de Trump, que ha apremiado al presidente a “seguir luchando y agotar todas las opciones” en su vano esfuerzo de demostrar un amplio fraude electoral.

“El trumpismo permanecerá porque sigue él siendo una figura extremadamente popular entre sus bases. Pero, ya saben, para muchos republicanos siempre ha sido cuestión de pragmatismo”, afirma Jason Stanley, profesor de Filosofía en la Universidad de Yale University y autor de un libro éxito de ventas: How Fascism Works: The Politics of Us and Them.

“Hay una parte del Partido Republicano que le apoya principalmente porque es Trump, y humilla a los progres y dice cosas racistas. Y luego hay otro grupo que le apoya porque saca adelante las medidas políticas de la derecha más dura”.

“Mi expectativa es que el Partido Republican dará prioridad a cualquier mecanismo que le haga falta para dominar los tribunales, seguir suprimiendo el voto, asegurarse de que puedan, como partido en minoría, seguir controlando las palancas de gobierno”.

Stanley cuestiona la oportunidad de quienes parecen liberarse de Trump dejando ahora oír su voz.

“El Partido Republicano lleva con esta práctica anti-democrática desde bastante antes de Trump”, afirma.

“Han ido actuando como si los demócratas no fueran legítimos, como si no tuvieran la responsibilidad de co-gobernar con los demócratas y su único propósito fuera echar a los demócratas y gobernar como partido de una minoría”.

“Me explico: hemos tenido cuatro años de esto. Cuando la gente hace lo que mínimamente se espera, eso no significa que haya que llenarla de alabanzas…Las normas se han quebrantado de tal modo que nos preguntamos si elogiar a la gente cuando el presidente está evidentemente intentando amañar y hurtar las elecciones”.

Está por ver si veteranos republicanos más moderados que han sido críticos con Trump, como Mitt Romney, senador por Utah, mantendrán su influencia cuando el partido conciba su rumbo para la presidencia de Biden.

Romney distribuyó una declaración redactada en términos riguroso el viernes pasado que afirmaba que eran erróneas las aseveraciones de Trump de que las elecciones estaban amañadas, de que habían sido corruptas y objeto de un robo. “Perjudican a la causa de la libertad aquí y en todo el mundo, debilitan las instituciones que son cimiento de la República e inflaman temerariamente pasiones destructivas y peligrosas”, escribió.

Entre otras figuras republicanas que siguen todavía montadas en el tren de Trump, aun cuando esté descarrilando, se cuentan fieros leales como DeSantis, Cruz, Cotton, el senador de Carolina del Sur, Lindsey Graham, y apologetas como Newt Gingrich, antiguo presidente de la Cámara de Representantes, más Rudy Giuliani, antiguo alcalde de Nueva York y abogado personal de Trump ampliamente ridiculizado por su aparición en la reciente película de Borat.

Todos han respaldado públicamente las falsas afirmaciones del presidente de actividad ilícita, pasando por alto el hecho de que se han hecho sin pruebas.

“Son esos los políticos más peligrosos que tenemos. Le otorgan un valor nulo a la democracia”, afirma Stanley, el profesor de Yale.

“Algunos de ellos, como Tom Cotton y Ted Cruz, ya saben, podrían ser en varios aspectos más peligrosos que Trump”.

The Guardian, 7 de noviembre de 2020

Mike Davis es profesor del Departamento de Pensamiento Creativo en la Universidad de California, Riverside, es miembro del Consejo Editorial de Sin Permiso. Su libros más reciente es junto con Justin Akers Chacón, "Nadie Es Ilegal, Combatiendo el Racismo y la Violencia del Estado en la Frontera" (Chicago, Illinois. Haymarket Books. 2009).
Yanis Varoufakis, co-fundador del Movimiento por la Democracia en Europa (DIEM25), fue diputado y portavoz de este grupo en el Parlamento griego y es profesor de economía de la Universidad de Atenas. Ex-ministro del Gobierno de Syriza, del que dimitió por su oposición al Tercer Memorándum UE-Grecia, es autor, entre otros, de "El Minotauro Global".
David Lauter es corresponsal en Washington del diario californiano Los Angeles Times, para el que ha trabajado desde 1981 cubriendo el Congreso, el Tribunal Supremo y la Casa Blanca.
Richard Luscombe es periodista independiente radicado en Miami, Florida, es colaborador del diario británico The Guardian.

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