Bolivia sin Evo/Revista Sin Permiso Destacado

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Revista Sin permiso. Pablo Stefanoni ha sido corresponsal de Página/12 y Clarín, y director de la edición boliviana de Le Monde Diplomatique. Es doctor en Historia por la Universidad de Buenos Aires. Coautor, con Martín Baña, de Todo lo que necesitás saber sobre la Revolución rusa (Paidós, 2017). Es jefe de Redacción de la revista Nueva Sociedad.

Bolivia sin Evo



Las elecciones presidenciales del 20 de octubre de 2019 en Bolivia, abrieron paso a un “aceleramiento de la historia” que, en tres semanas, provocó la renuncia y salida del país de Evo Morales y Álvaro García Linera en un avión de la Fuerza Aérea mexicana rumbo al exilio, y desencadenó un profundo cambio en la política boliviana. ¿Cómo leer estas jornadas que radicalizaron a las clases medias urbanas, corrieron de la escena a la oposición moderada, acabaron con 14 años de “proceso de cambio”, como se autodenominó el gobierno del Movimiento al Socialismo (MAS), y desplazaron el péndulo hacia la derecha? Este texto se propone dar algunas respuestas provisorias a estas preguntas para lo cual es necesario retroceder en la historia reciente de Bolivia para precisar algunas fronteras de lo que en algún momento fue denominado el “gobierno de los movimientos sociales” y terminó enredado en esfuerzos re-eleccionistas, por fuera de la Constitución, que fortalecieron a los grupos conservadores y pusieron en marcha un movimiento de criminalización del MAS.

Algunos pasos atrás

El triunfo de Evo Morales en diciembre de 2005 fue posible debido a la crisis del ciclo político abierto en 1985 —la llamada “democracia pactada”—, que incluyó una serie de reformas estructurales de tipo neoliberal, acuerdos políticos entre diferentes partidos cuya principal motivación era dividirse la cartera ministerial y una estabilidad política de 15 años. En esa época, y más concretamente durante el primer gobierno de Gonzalo Sánchez de Lozada (1993- 1997), se impulsaron dos reformas clave: la Ley de Participación Popular (LPP), que municipalizó el país y dio recursos a los nuevos municipios, y el nuevo sistema electoral que incluyó las diputaciones uninominales. Ambas abrieron una nueva ventana de oportunidad para las organizaciones campesinas, que accedieron a alcaldías y a diputaciones (por ejemplo, Evo Morales como representante de los campesinos cultivadores de coca del Chapare en 1997). Pero este ciclo entró en crisis en la segunda presidencia de Sánchez de Lozada (2002-2003) quien, en el marco de la llamada “guerra del gas”, producida por la demanda de la nacionalización de este recurso estratégico de Bolivia, renunció y huyó a Estados Unidos.

La “guerra del gas” no fue solo la caída de un gobierno, sino que también puso en evidencia una crisis de las élites paceñas y del occidente boliviano. Con el declive de la minería durante la década de 1980, el dinamismo económico se había trasladado hacia el oriente y sur bolivianos (gas y agroindustria), pero las élites económicas que tenían su epicentro en Santa Cruz, agrupadas en viejos sistemas de logias, carecían de capacidad hegemónica para expandir su poder político regional al resto de Bolivia. Paralelamente, en el mundo de la política popular, se había ido verificando una serie de desplazamientos fundamentales. Frente a la crisis del movimiento minero tradicional —que había sido clave en la Revolución de 1952 y en las luchas posteriores—, el movimiento campesino fue ocupando un lugar de “vanguardia” en un proceso de “ruralización de la política” (Zuazo, 2008). El MAS es en este sentido un caso peculiar en Occidente: un partido de base campesina, incluso más que estrictamente indígena, que se expande hacia las ciudades y va irradiando una hegemonía nacional. Construido en primera instancia como un “instrumento político” de las organizaciones campesinas e indígenas, este nuevo partido sui generis atrajo a antiguos izquierdistas —que, tras la crisis de la izquierda de los años ochenta, se habían refugiado en ONG y habían centrado su trabajo en el campo—, y articuló un programa que combinaba el nacionalismo popular con un indigenismo a geometría variable adecuado para los nuevos tiempos de “reemergencia indígena”. El MAS conquistó alcaldías rurales y diputaciones y, desde 2002 se fue transformando en un partido clave en el ámbito político nacional bajo el liderazgo de Evo Morales, quien obtuvo de manera sorpresiva el segundo lugar en las elecciones presidenciales de 2002.

Nacía el evismo



La llegada de Evo Morales al Palacio Quemado hace 14 años tuvo un carácter épico: obtuvo el 54% de los votos (nadie desde la restauración democrática de 1982 había logrado pasar del 50%), juró su cargo como presidente constitucional en el Congreso y “presidente de los indígenas de América” en las ruinas precolombinas de Tiwanaku, y su poder tenía una doble fuente de legitimidad: los votos y la movilización popular en las calles. Este doble carácter, presidente “excepcional” y presidente constitucional, marcó toda su presidencia (Stefanoni, 2019). Por primera vez, las clases medias urbanas habían votado por un campesino (acompañado en el binomio por el intelectual y exguerrillero Álvaro García Linera) como producto de su propia crisis como élite. Pero este voto, aunque numeroso, siempre sería condicionado.

Desde el Palacio Quemado, Morales puso en marcha un sistema económico que combinó estatismo con prudencia macroeconómica. Desde que ganó las elecciones, el nuevo presidente buscó no terminar como el último gobierno de izquierda en Bolivia hasta entonces, el de Hernán Siles Zuazo, que acabó con una hiperinflación. Y este “trauma de la híper” explicó la prudencia macro- económica de Morales, quien mantuvo durante sus 14 años de gobierno al mismo ministro de Economía, Luis Arce Catacora, quien solo dejó el cargo temporalmente por problemas de salud.

Las primeras medidas de Morales plasmaron la agenda social construida en las calles desde 2000: convocatoria a una Asamblea Constituyente para “refundar” el país y nacionalización del gas y del petróleo. En el mes de la nacionalización (mayo de 2006) su popularidad superó, según las encuestas, el 80%. Entre 2006 y 2009 el proceso político estuvo marcado por los enfrentamientos con la “oligarquía” agroindustrial de Santa Cruz. La oposición de derecha actuó de forma territorializada y se concentró en el este y sur del país —el área no andina—, desde donde trató de resistir los cambios nacionalistas populares impulsados por el gobierno.

Pero el regionalismo se enfrentó a una serie de derrotas y aunque logró mantener el control político de varias regiones orientales, Evo Morales logró triunfos electorales aplastantes en todo el país. Así, en 2008 fue ratificado con el 67% de los votos en un referéndum revocatorio; en 2009 fue reelegido con el 64%. La nueva Constitución se aprobó con más del 50%. Entre 2009 y 2014 se asistió a un periodo marcado por la hegemonía del MAS —con dos tercios del Congreso—. En todo ese tiempo, el “evismo” logró también expandirse hacia el oriente. La estrategia de cooptar a los “eslabones débiles” de las derechas locales comenzó en 2006, pero se profundizó en ese periodo. Finalmente, la segunda reelección en 2014 marcó una etapa de “despolarización” al calor del éxito económico, en cuyo marco Morales triunfó incluso en la esquiva Santa Cruz.



El modelo económico consistió, en palabras del periodista y escritor Fernando Molina, en el control esta- tal de las riquezas estratégicas (sobre todo de hidrocarburos) y gran parte de los servicios públicos, un pacto de no agresión con la economía informal y relaciones de beneficio mutuo con la banca y la agroindustria (Molina, 2019). Pero, claramente, aunque se beneficiaron del crecimiento económico (alrededor del 5% anual durante la casi década y media evista), los sectores medios nunca se sintieron incluidos en un gobierno con fuerte tonalidad campesina. Eso no quita que, entre los sectores indígenas, a menudo se apelara a la figura del “entorno blancoide” para salvar a Morales de las críticas: de hecho, la mayoría de los ministros eran de clase media urbana, aunque de manera más amplia había un “control” campesino y plebeyo de varias dinámicas del proceso político y se apeló muy poco a una forma meritocrática de selección del personal estatal, con la excepción quizá del área económica, además del hecho de que la cabeza del Estado era un indígena (Stefanoni y Molina, 2019).

Sin duda, en este periodo, Bolivia también avanzó en la descolonización (debilitamiento de los mecanismos que mantuvieron a los indígenas en una situación de dominación de los criollos). Pero esto no se procesó en la clave que imaginaron algunos pensadores “radicales”, quienes conciben lo indígena como pura otredad, sino más bien como ruptura de techos de cristal en la política y en la economía. La arquitectura andina de El Alto, con sus cholets (mezcla de las palabras chalet y cholo), podría ser un buen ejemplo visual. Otro ejemplo es el mayor acceso de los hijos de comerciantes aymaras a universidades privadas de prestigio, como la Católica de La Paz. Otro, la incorporación de comerciantes aymaras en redes globales que llegan hasta China. La compra a China del satélite Tupak Katari o el impresionante teleférico entre El Alto y La Paz son grandes obras que sintetizan el imaginario del “gran salto adelante” que anidaba en la visión de país de Morales y que sin duda tenía mucho de ilusión desarrollista. El énfasis en la macroeconomía y sus cifras, sin duda importantes, terminó por ocluir algunos debates más generales sobre el horizonte del país. Lo cierto es que, pese a la reducción de la pobreza, la salud siguió siendo una asignatura pendiente, la dinámica extractivista no permitió crear empleos de calidad y la vida siguió siendo precaria para muchos bolivianos.

2016: punto de inflexión

Con el paso del tiempo, la lógica antipluralista del MAS —que, gracias al voto popular, controlaba dos tercios del Congreso— comenzó a enfrentar mayor resistencia por parte de los sectores medios urbanos, al tiempo que comenzaron a tener más predicamento visiones que mostraban al gobierno como un conjunto de camarillas y a las organizaciones sociales como correas de transmisión del Estado, atadas por lazos clientelares y por dirigencias burocratizadas. Y varios ministros eran particularmente resistidos, como el de la Presidencia, Juan Ramón Quintana, visto como una suerte de monje negro del régimen. A su vez, muy pocos en el MAS, incluido Morales, parecían imaginar la posibilidad de una salida no catastrófica del poder, es decir, de entregar el mando a otra fuerza en virtud de una derrota electoral “normal”, aunque las comparaciones con Venezuela por parte de la oposición resultaban a todas luces exageradas.

En ese marco se produjo el referéndum del 21 de febrero de 2016, convocado por el gobierno con la finalidad de habilitar la reelección presidencial indefinida. Pese al triunfo de Morales a fines de 2014, con más del 60% de los votos, el “sí” fue derrotado por el 51,3% frente al 48,7% (y solo se impuso en tres de los nueve departamentos). Bolivia es un país tradicionalmente antireeleccionista, donde quienes intentaron quedarse en el Palacio Quemado terminaron mal, pero Morales había logrado debilitar esa “ley de hierro”... hasta 2016.

Frente a la derrota, la reacción del oficialismo fue atribuir los resultados a la “guerra sucia” durante la campaña , denunciar el “referéndum de la mentira” y buscar formas alternativas de habilitar a Morales para las elecciones de 2019. Incluso el Ministerio de la Presidencia, dirigido por Quintana, financió un documental titulado El cártel de la mentira, para tratar de mostrar cómo había funcionado la guerra sucia, lo que resultó claramente contraproducente. García Linera, a su vez, llegó a apelar a discursos paternalistas en el campo, pero que luego se escuchaban en las ciudades donde concitaban una fuerte resistencia. Por ejemplo, en una oportunidad, el vicepresidente señaló:

"Si [Evo] se va, ¿quién va a protegernos?, ¿quién va a cuidarnos? Vamos a quedar como huérfanos si se va Evo. Sin padre, sin madre, así vamos a quedar si se va Evo. Por eso estoy muy triste, mis hermanos, es muy triste pero he oído a mi abuelita y me dijo que no perdimos la guerra, solo una batalla".

En paralelo, la construcción de un museo en Orinoca, pueblo de nacimiento de Evo Morales en el Alti- plano profundo, o de la Casa Grande del Pueblo —un edificio con resonancias brutalistas y toques andinos en pleno centro paceño— alimentaron las denuncias contra el culto a la personalidad y el usufructo personal del poder con una mezcla de señalamientos sensatos y exageraciones sobre la chavización del gobierno boliviano.

Pero para comprender la dinámica más amplia del declive del gobierno, es necesario prestar atención a los conflictos que atravesaron recientemente regiones y sectores sociológicamente cercanos a Evo Morales: Potosí, un bastión del MAS, se enfrentó al gobierno en los últimos años por considerar que sus demandas no habían sido atendidas, e incluso que el presidente se burlaba de ellas, o que el litio, el nuevo recurso estrella de Bolivia, no los beneficiaría suficientemente de acuerdo con los esquemas de explotación definidos desde La Paz; por estas razones desde hace varios años ha habido diversas movilizaciones, incluyendo fuertes bloqueos de rutas. También cabe mencionar el largo conflicto en la emblemática región aymara de Achacachi —por razones también locales— o el enfrentamiento del gobierno con una parte del movimiento de cultivadores de coca de los Yungas. En todos estos casos, se superponen dos elementos clave para entender Bolivia y su inestabilidad: el corporativismo y el regionalismo como fuente de conflictividad política y social. Basta recordar el linchamiento, en agosto de 2016, del viceministro Rodolfo Illanes por cooperativistas mineros en la localidad de Panduro, a menos de 200 kilómetros de la ciudad de La Paz.

Estas dinámicas concretas resultan, por cierto, mucho más decisivas para explicar el desgaste de Morales que su alejamiento de supuestos principios andinos como el “vivir bien” u otras construcciones más o menos ideales sobre lo indígena por parte de las nuevas sensibilidades decoloniales globalizadas. Y a estos conflictos se sumaron otros de carácter urbano, como el larguísimo enfrentamiento del gobierno con los médicos o con la Universidad Pública El Alto (UPEA) y la Universidad Mayor de San Andrés, en La Paz, cuyo rector, Waldo Albarracín, fue un activo militante por la salida de Evo Morales del poder.

Un segundo elemento es la erosión del capital político y moral del MAS. Sus militantes suelen ser considera- dos “buscapegas” —buscadores de cargos en el Estado— y sus gobiernos locales contrastaban en legitimidad con el nacional en manos de Mo- rales y García Linera (Stefanoni y Do Alto, 2010). Desde su fundación, el MAS no logró gestión exitosa alguna —“mostrable”— ni en el nivel municipal ni en el departamental. Esto explica, por ejemplo, que pese a que Morales tenía en la ciudad de El Alto, colindante a La Paz, un apoyo cercano al 80%, la alcaldía quedó en manos de Soledad Chapetón, una candidata de origen aymara que pertenece a una fuerza de centroderecha; o que en el departamento de La Paz, otro bastión de Morales, su candidata a gobernadora fuera derrotada a manos del también aymara y opositor Félix Patzi.

El 27 de noviembre de 2017 es una fecha clave en esta historia. Ese día, el Tribunal Constitucional Plurinacional habilitó a Morales con el argumento de que el Pacto de San José de Costa Rica, que está por encima de la Constitución de Bolivia, garantiza el derecho a elegir y ser elegido como parte de los derechos políticos de los ciudadanos. El fallo volvió a crispar la política en Santa Cruz, donde la derrota de la dirigencia regionalista en 2008 había llevado a gran parte de la élite económica y política a pactar con el MAS. Ahora, de la mano de un nuevo liderazgo, el Comité Cívico pro Santa Cruz —una entidad que agrupa a las fuerzas vivas de la región con hegemonía empresarial—, con el empresario Luis Fernando Camacho a la cabeza (en ese entonces de 38 años), impulsó el movimiento antireeleccionista que contaba con una fuerte base juvenil. Más recientemente, los incendios de la Chiquitanía y la negativa de Morales a declarar el desastre, contribuyeron a erosionar la imagen presidencial, aunque también a reactivar una suerte de xenofobia local al acusar a los campesinos “collas” migrantes de ser los responsables. Camacho, con un estilo histriónico y un discurso conservador, se postuló como el artífice de la “liberación de Bolivia”, para lo cual blandía una biblia y decía que Dios volvería al Palacio de Gobierno.

Fue así que llegaron las elecciones del 20 de octubre de 2019, en las que Morales necesitaba el 50% o bien el 40% con 10 puntos de diferencia sobre el segundo lugar para evitar una riesgosa segunda vuelta. El expresidente Carlos Mesa se benefició de la decisión del cabildo cruceño (una instancia de participación local) que, en medio de multitudinarias movilizaciones, decidió promover el voto útil para forzar el balotaje. Esa noche, la suspensión de la transmisiónn de resultados electorales preliminares (TREP), con guarismos que anunciaban balotaje, puso en estado de movilización a la oposición, que ya tenía preparada la denuncia de fraude para cualquier escenario en el que Morales se impusiera en primera vuelta, algo que entonces adquirió dosis de verosimilitud. Las diferentes explicaciones oficiales sobre las razones de la interrupción junto con varias denuncias de integrantes de tribunales electorales, tanto del nacional como de los departamentales, no hizo más que alimentar una ola de protestas en demanda de una segunda vuelta, con Carlos Mesa a la cabeza. En el escrutinio final Evo Morales, superaba a Mesa por 10,5 puntos y obtenía algo más del 47%.

La primera reacción del gobierno fue pedir una auditoría de la Organización de los Estados Americanos (OEA), rechazada por la oposición por considerar que Luis Almagro era favorable a Morales, dado que había avalado su candidatura en su viaje a Bolivia. Y es en ese momento que comenzó una serie de movilizaciones, bloqueos y paros cívicos que radicalizaron la situación, sacaron del centro del tablero a Mesa y ubicaron en su lugar a Camacho, quien no se había candidateado a nada el 20-O. El dirigente cruceño se animó incluso a viajar a La Paz con una “carta de renuncia” para que Morales la firmara.

En medio de un in crescendo en las protestas, entró en escena la Policía: un amotinamiento en Cochabamba no tardó en extenderse a los nueve departamentos, y ya eran evidentes los vínculos entre Camacho y los policías. En ese clima, Morales y García Linera decidieron trasladarse al Chapare, donde los campesinos cocaleros bloquearon los accesos al aeropuerto y las rutas para proteger a su principal dirigente. Pero esa decisión tenía un fuerte contenido simbólico: como en el cierre de un círculo, Morales volvía al punto de inicio, al sitio desde donde había nacido en la política y, en condiciones extremadamente difíciles debido a la represión militar contra los cultivadores de coca, había saltado al Parlamento y luego a la Presidencia. Mientras tanto, Camacho se aliaba con Marco Pumari, líder del Comité Cívico de Potosí, y lograba un triunfo simbólico: mientras que en 2008 —y después— la élite cruceña era denunciada como separatista, ahora el cruceño Camacho se presentaba, al abrazar a Pumari, como el campeón de la unidad nacional contra un Evo que “dividía a los bolivianos” solo para “quedarse en el poder”.

La decisión del gobierno de movilizar a sus bases en lugar de usar la fuerza pública alimentó los enfrentamientos entre civiles. Los primeros tres muertos fueron de la oposición y se transformaron en un estandarte. Luego se desató la violencia contra los oficialistas, incluyendo la quema de casas de ministros, que comenzaron a renunciar en cadena. El 10 de noviembre sectores mineros y la Central Obrera Boliviana (COB) pidieron la renuncia del presidente.

Finalmente, los militares le “sugirieron” lo mismo, lo que daba a la situación fuertes tonalidades de golpe de Estado. Fortaleciendo esa imagen, la noche de la renuncia de Morales Camacho recorrió La Paz subido a un carro policial vitoreado por los uniformados y por manifestantes opositores.

De este modo, lo que comenzó como un conjunto de movilizaciones multisectoriales por un conteo transparente de los votos concluyó en las renuncias del presidente, el vicepresidente, la presidenta del Senado y el presidente de la Cámara de Diputados, y, poco después, en un gobierno interino a cargo de la senadora opositora Jeanine Áñez, cuya banda presidencial se la colocaron los militares; todo ello al margen del Parlamento en el que el MAS tiene dos tercios de las curules. El gobierno interino, con fuerte presencia de cruceños, fue rápidamente reconocido por el Tribunal Constitucional, el mismo que avaló una nueva postulación de Evo Morales, saltándose el referéndum de 2016 y la Constitución, y las nuevas autoridades no ocultaron sus ansias de destruir material y simbólicamente los pilares del “régimen” anterior.

Resulta más opaco el papel de los militares. Es claro que, si decidían sostener al presidente, debían reprimir el motín policial —como ocurrió en 2003, cuando policías y militares se enfrentaron a balazos en la Plaza Murillo de La Paz— y no parecían muy ansiosos por hacerlo. Pero también es posible pensar que el vínculo entre militares y gobierno era menos orgánico de lo que muchos pensaban, y que los militares quizá no pasaron de ser una organización corporativa más, con simpatía por algunas medidas nacionalistas y dispuestas a capitalizar su apoyo a Morales en términos de beneficios materiales (presupuestos y algunos cargos, por ejemplo embajadas), pero muy alejadas del cordón umbilical que en Venezuela une al madurismo con las Fuerzas Armadas.

Giro a la derecha

Sin duda, la crisis boliviana corrió nuevamente el péndulo hacia la derecha y los artífices de este cambio han sido los sectores medios urbanos. Hubo instancias para evitar un agravamiento de la crisis —antes de renunciar, por ejemplo, Morales propuso nuevas elecciones—, pero allí los moderados ya no tenían peso o no se animaron a jugar sus cartas y los radicales ya estaba decididos a ir “por todo”. Tras ocupar el poder, la presidenta interina junto con varios de sus ministros alentaron un discurso de diabolización del MAS que, con el apoyo de la mayor parte de los medios de comunicación, fue presentado como una horda de vándalos y terroristas. La decisión de la nueva ministra de Comunicación, la periodista Roxana Lizárraga —la misma que amenazó a los “periodistas sediciosos”— de mostrar el departamento presidencial a la prensa para que viera los “lujos de jeque árabe” del presidente derrocado, aunque estaba bastante lejos de ello, muestra una voluntad de construir un relato capaz de resignificar los 14 años de Morales —que incluyeron varios éxitos significativos, entre ellos la estabilidad económica y la inclusión social— como una tiranía corrupta que solo buscaba eternizarse en el poder. Mientras, no se dudó en utilizar a las Fuerzas Armadas —eximidas por decreto de responsabilidades penales futuras— para reprimir las protestas. La lucha que se avecina será por el relato, por la interpretación de esta década y media que pasó.

La situación iba mostrando que ni Morales, desde México, podía lograr un levantamiento popular masivo (los focos de resistencia eran limitados) ni el gobierno podía pasarse de la raya con su “contrarrevolución” (como se vio con la reacción de El Alto ante la quema de algunas banderas indígenas2). Un sector del MAS, articulado por la nueva presidenta del Senado Eva Copa y otras figuras del partido, se alejó entonces de Morales y de sus compañeros de exilio, partidarios de seguir las movilizaciones. Y el gobierno se avino, a su vez, a buscar una convocatoria a elecciones mediante el Congreso, mayoritariamente en manos del MAS, sellada finalmente en una foto en la que aparecen Copa y Áñez. Otra diferencia con Venezuela, señalada por Molina: el mayor pragmatismo político de los bolivianos.
Ahora se abre un nuevo proceso en el que las disputas se dirimirán en las urnas, en unas inéditas elecciones en las que ya no participarán Morales ni García Linera. Camacho y Pumari no descartaron presentarse y habrá que ver si logran traducir su convocatoria en las calles en capital electoral. A su vez, Mesa presumiblemente intentará presentarse como una figura moderada, cuya promesa será evitar que el péndulo gire demasiado a la derecha como reacción conservadora a la casi década y media de gobiernos del MAS.

Evo Morales, desde México, en sus numerosas entrevistas parece invadido por la melancolía y por una ponderación exagerada de la resistencia social. Esto posiblemente complique la principal tarea que enfrenta el MAS: reconstruir su prestigio, hoy erosionado tras las denuncias de fraude pero también por la efectividad de gran parte de la intelectualidad de clase media por presentar el proceso actual como una “revolución democrática”, ocultando las tendencia restauradoras y los riesgos que implican figuras radicales como la de Camacho, que parece aspirar a ser un Bolsonaro a la boliviana. En cualquier caso, hay que mirar hacia un joven campesino, formado por Morales como su sucesor como dirigente cocalero: Andrónico Rodríguez, de 30 años. ¿Será también un sucesor político? Ahí yace el dilema del MAS: poner a los más “leales” y atrincherarse en la Bolivia rural o tratar de recuperar su influencia urbana. En cualquier caso se abre una incierta transición post-Evo. Y las cosas no son más claras del lado del variopinto espacio hasta ahora opositor, que, en caso de llegar a la presidencia, podría enfrentarse a nuevos ciclos de inestabilidad política.

Notas:
1) El “caso Zapata” consistió en la denuncia de la existencia de un hijo de Evo Morales y de su expareja Gabriela Zapata, quien se desempeñó como gerente de una empresa china con abundantes contratos con el Estado pese a no contar con credenciales para el cargo. La denuncia opositora sobre la existencia de un hijo buscaba probar el vínculo. Pero, aunque existía una partida de nacimiento firmada efectivamente por Morales, y él mismo dijo que el niño había muerto, al parecer el hijo nunca había nacido. El caso desencadenó un largo culebrón durante meses, precisamente en medio de la campaña.

2) El propio Camacho y la Policía salieron a “desagraviar” las wiphalas quemadas ante el temor de nuevas movilizaciones al grito de: “La wiphala se respeta, carajo”.

Referencias bibliográficas
MOLINA, F. (2019): “Golpe o (contra)revolución”, Nueva Sociedad (11/2019). Disponible en: https://www.nuso.org/articulo /bolivia-golpe-o- contrarevolucion/.
STEFANONI, P. (2019): “Bolivia sin Evo”, El País (11/11/2019). Disponible en: https://elpais.com/internacion al/2019/11/11/america/15734 93078_267084.html.
STEFANONI, P. y DO ALTO, H. (2010): “El MAS: las ambivalencias de la democracia corporativa”, en: GARCÍA ORELLANA, L. A. y GARCÍA YAPUR, F. L.: Mutaciones del campo político en Bolivia, La Paz, PNUD.
STEFANONI, P. y MOLINA, F. (2019): “¿Cómo derrocaron a Evo?”, Anfibia. Disponible en: https://revistaanfibia.com/ens ayo/como-derrocaron-a-evo/.
VINCENT, N. y QUISBERT, P (2014): Pachakuti: el retorno de la nación: estudio comparativo del imaginario de nación de la Revolución Nacional y del Estado Plurinacional, La Paz, PIEB.
ZUAZO OBLITAS, M. (2008): “¿Cómo nació el MAS?: la ruralización de la política en Bolivia”, La Paz, Friedrich Ebert Stiftung.

Fuente: https://www.fundacioncarolina.es/wp-content/uploads/2019/11/AC-29.pdf

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