Adiós a Luis Sepúlveda/Revista Sin Permiso Destacado

Compartir

Revista Sin Permiso. Luis Sepúlveda (1949-2020), autor de aclamadas novelas como 'Un viejo que leía novelas de amor', unhombre irrenunciablemente comprometido desde su adolescencia y los años de la Unidad Popular de Salvador Allende, falleció en Oviedo el pasado 16 de abril.

Stefania Parmeggiani es novelista (“La notte di Silvia”) y periodista cultural del diario italiano La Repubblica.



Adiós a Luis Sepúlveda/Stefania Parmeggiani

Adiós a Luis Sepúlveda: su increíble voz, suspendida entre la América Latina a la que pertenecía y la Europa en la que se había refugiado, se ha apagado en un hospital de Oviedo. El Covid-19 lo ha matado también a él, el último de los combatientes. Tenía 70 años.

Exiliado político, guerrillero, ecologista, viajero de paso obstinado y contrario, se estrenó con un relato tachado de pornografía por el director de su instituto en Santiago de Chile. "Era 1963. Nos enamoramos todos de la nueva profesora de Historia, la señora Camacho, una pionera de la minifalda". Un compañero de clase me pidió que escribiera una historia sobre ella. Quince-dieciocho páginas. Acabaron en manos del director: "Esto es pornografía", le dijo. Trató de replicar: "Literatura erótica". "Pornografía – le cortó en seco -, pero muy bien escrita".

Así lo contaba Sepúlveda, sacando de su chistera la enésima anécdota sabrosa cuando los lectores creían saberlo ya todo de él: los marcados rasgos de guerrero cansado, los ojos obscuros que se encendían de pasión, el olor de tantos cigarrllos fumados. Y lo hacía con ese talento de fabulador que hacía de él, antes incluso que un diestro escritor, un trovador incurable. Escribía fábulas Sepúlveda – y no nos referimos sólo a la deliciosa Historia de una gaviota y del gato que le enseñó a volar – sino a tantas novelas en cuyo centro estaba la eterna lucha entre el bien y el mal. No le gustaba la crónica puntillosa, creía que la literatura era ficción y entrelazaba los hilos de la narración para dar vida a personajes picarescos o a tramas de aventuras empapadas de pasiones e ideales. Los suyos, evidentemente, aquellos por los que había luchado, viajado y, al cabo, escrito.


Con su debut - Un viejo que leía novelas de amor, dedicado a Chico Mendes – regaló a los lectores un primer trozo de su intensa vida: siete meses transcurridos en la selva amazónica con los indios Shuar. En 1977, expulsado de Chile después de dos años y medio de cárcel, se había sumado a una misión de la Unesco para estudiar el impacto de la civilización sobre las poblaciones indígenas. Nació así una historia suspendida entre dos mundos, el de los indios, recelosos en sus encuentros con los blancos (cazadores furtivos, buscadores de oro, adelantados de la industria más feroz) y esos blancos que habían enseñado a leer al protagonista, dándole así un refugio para la pérdida de la joven esposa.

Con su segunda novela, Mundo del fin del mundo, describía en cambio lo que le había parecido inevitable desde el puente de un barco de Greenpeace, organización a la que se había sumado en los años ochenta: barcos-factoría que arrastraban ballenas exangües y se transforman en mataderos, persecuciones entre las nieblas de la Antártida, militantes ecologistas contra pescadores japoneses.

Vida, activismo y literatura en las mismas páginas. En la militancia política pensaba La frontera desaparecida: los cuentos que componen el libro siguen las etapas de un chileno que desde las prisiones de Pinochet encuentra la libertad atravesando Argentina, Bolivia, Perú, Ecuador, Colombia, en tren o en vehículos de emergencia hasta Panamá, donde se embarcará para España. A quien le preguntaba porque se esforzaba tanto en transformar esa experiencia en literatura le respondía con una sonrisa cortante que precisamente por eso, era literatura lo que quería hacer, no psicoliteratura. Detestaba el pathos, sentía la necesidad de poner entre él y Chile la distancia precisa. Del drama se reponía con la lengua: sencilla, limpia, sintética. Todo lo contrario de García Márquez: mucho realismo, nada de magia. O si acaso la magia de la realidad. Para decirlo con Hemingway, palabras de veinte centavos y nada de construcciones barrocas. Bastante fantasiosa era ya la vida con sus esplendores y sus repentinas caídas.



Seguí también el hilo de su biografía en La lámpara de Aladino: entre mercaderes levantinos y ángeles vengadores, dos jóvenes comparten las luchas del movimiento estudiantil y se reencuentran tras los años de la dictadura chilena y el expatriamiento. En otras palabras, su historia de amor con la poeta Carmen Yáñez. Su relación afloraba también en la novela negra Nombre de torero. El protagonista, que se llama Juan Belmonte como el célebre torero que se suicidó de un tiro de pistola, es un ex-guerrillero chileno de 44 años, que acepta ir a la busca de un tesoro nazi en Tierra del Fuego sólo por amor a Verónica, una mujer torturada por los militares y que reaparece viva, pero en condiciones psicológicas desastrosas, en un vertedero de Santiago. En la realidad las cosas no sucedieron de ese modo, pero para Sepúlveda no podía ser de otra manera: transformaba sus experiencias en materia literaria, regalaba trocitos de vida a sus personajes, pero las biografías, no, esas las dejaba a otros.

Fuente: La Repubblica, 16 de abril de 2020

(1949-2020), autor de aclamadas novelas como 'Un viejo que leía novelas de amor' y hombre irrenunciablemente comprometido desde su adolescencia y los años de la Unidad Popular de Salvador Allende, falleció en Oviedo el pasado 16 de abril.
Stefania Parmeggiani es novelista (“La notte di Silvia”) y periodista cultural del diario italiano La Repubblica.

Fuente:



Varias

Compartir

Sobre el autor

Revista Sin Permiso