Sobre el evolucionismo/Raúl Dorra en la revista Elementos Destacado

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La argumentación invencible de la lengua en México

La evolución en un cartel



Muchas veces quise poner por escrito mis incomodidades y reparos frente a la teoría evolucionista y siempre me detuve porque conozco poco y seguramente mal esa teoría y por lo tanto mis observaciones bien podrían quedar fuera de lugar o haber sido respondidas mucho antes de que yo las formulase. Mis conocimientos de esa teoría son los de una persona común y provienen de lecturas hechas aquí y allá, o de haber asistido a exposiciones en vivo donde el expositor, casi invariablemente, en algún momento estelar de su alocución y como para ejemplificar de manera contundente los principios del evolucionismo exhibe un cartel en donde se puede ver una secuencia de imágenes que comienza con una criatura simiesca que progresivamente se va irguiendo sobre sus patas traseras mientras crece su cráneo y su mandíbula decrece hasta desembocar en un hombre, por decirlo así, hecho y derecho. Recuerdo que en una oportunidad en que estaba aún fresca la hazaña de los argentinos que habían ganado el campeonato mundial de futbol un expositor –y no un expositor cualquiera sino un peso pesado de la fisiología– exhibió el mentado cartel pero ahora, en el puesto del hombre “hecho y derecho”, había una foto de Diego Armando Maradona.

Siempre sentí que en esa exposición serial había algo equívoco para mí, y profundamente insatisfactorio. Porque todo eso tiende a sugerir que la evolución de la especie humana es, tanto causal como temporalmente, la última en producirse y que el resto de las especies son un logro ya superado y ahora tuvieran un interés y una función secundaria; como si los peces y las lagartijas fueran actores de reparto. La proliferación de especies animales o vegetales es verdaderamente, y hasta sospechosamente, asombrosa por su profusión, pero vistas así las cosas pareciera que la naturaleza hubiese iniciado su proceso evolutivo siguiendo un programa que desemboca en la creación del hombre y solo en él. El hombre, pues, sería la culminación de una larguísima, plural actividad de la naturaleza que ahora, en el final, todavía siguiera produciendo variedades de ranas, de mariposas y hasta de flores silvestres, distraída o quizá olvidada de que ella misma ya había hecho lo que debía hacer, un hombre, el Hombre, y por lo tanto podía ya descansar de sus afanes.

Una vez leí un libro de escasa circulación y cuyo título he olvidado –siempre pensé que con justa razón–, un libro en el que su autor –cuyo nombre también he olvidado– aseguraba que Dios había creado la naturaleza como un laboratorio experimental para perfeccionar las funciones que después integrarían el cuerpo humano. Así, había creado las aves y los peces para perfeccionar la función respiratoria, las víboras para la nutrición, las águilas para la visión, las ratas y los conejos para el olfato, los moluscos para la producción de sustancias untuosas, “y así te sigues” como dijo el yucateco que le daba una clase de inglés a su paisano. Ese libro olvidable –solo recuerdo que su autor era un argentino cordobés, un paisano mío– sin embargo no dejaba de situarse en la línea argumentativa desplegada por el famoso cartel. Al contrario, lo hacía de una manera superlativa. Todo ello nos sugiere que, en última instancia la evolución se explica, se explicaría –tanto en la religión como en la ciencia y tal vez en el sentido común– por el hombre, porque al cabo es el hombre el que le da sentido a la evolución. Desde esta perspectiva, la evolución sin el hombre carecería de sentido. Los líquidos densos y adhesivos que secretan los órganos sexuales no provienen de los moluscos, es cierto, pero los moluscos están ahí –según lo muestra de hecho la actitud del científico– para que el hombre estudie la variedad de sustancias acuosas que lubrican su cuerpo. Por ello, el cartel que muestra esa secuencia de imágenes indicaría la coronación de todo el proceso evolutivo. Por ello también, ese cartel expresa una ideología dispuesta a justificar la naturalidad con que la especie humana ha dispuesto de las otras especies, y a naturalizar el hecho de que siempre hayan sido vistas como proveedoras de sus necesidades. Se trata de una ideología tan tenazmente incorporada que hasta permite imaginar que un pollo puede estar feliz de que un hombre lo lleve a su mesa bien cocido y bien condimentado.



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Sobre el autor

Raúl Dorra

Raúl Dorra nació en 1937 en San Pedro de Jujuy, Argentina. Es uno de los muchos exilados argentinos que llegaron a Puebla tras el golpe de Estado del 25 de marzo de 1976. Aquella tragedia nos legó a uno de los más importantes pensadores sobre la lengua y la literatura en el mundo.

En el marco de su ingreso a la Academia Mexicana de la Lengua en agosto pasado presentamos este texto que forma parte de su discurso de aceptación, y que bien revela la ruta mexicana que siguió la construcción de su pensamiento por el análisis del lenguaje poético.

Aquí una perspectiva de sus principales publicaciones:

Los extremos del lenguaje en la poesía tradicional española (1981), De la lengua escrita (1982), La literatura puesta en juego (1986), Hablar de literatura (1989), Profeta sin honra (1994), Entre la voz y la letra (1997), La retórica como arte de la mirada (2002), Con el afán de la página (2003), La casa y el caracol: para una  semiótica del cuerpo (2005/2006), Aquí en este destierro, (1967), Sermón sobre la muerte (1977), Los trabajos y las horas de Damián (1979), La canción de Eleonora (1981), La tierra del profeta (1997), Ofelia desvaría (1999) y La canción de Eleonora (nueva versión 2002).