Literatura

Al “gringo viejo” lo conocí hace un par de años, estaba ahí mismo, solitario, detenido en el Tiempo. Le tomé una fotografía y, cuando la imprimí, le puse un pie de foto:



“Como el fantasma de un tren que cruzaba el bosque en silencio, así se llenaba mi alma de un vacío melancólico, de un rumor de rieles y de ruedas. No había estación para el olvido ni puente que librara el abismo de su ausencia”.

Me atrajo, sí, pero no se me ocurrió preguntar su historia. Quién se iba a imaginar que un día lo volvería a ver, conocería su interior y haría con él un viaje que nos llevaría, a mí y a mis alumnos ocasionales, por los terrenos de la imaginación, el cine, la literatura y los trenes, tema del taller que acabo de coordinar en el Museo Nacional de los Ferrocarriles Mexicanos.

El gringo viejo, por supuesto, es un vagón de ferrocarril y podrán imaginarse lo que sentí cuando me enteré de que en ese vagón actuaron Gregory Peck y Jane Fonda hace justamente treinta años. El nombre del tren es el mismo de la película de la que fue protagonista, que a su vez es el de la novela de Carlos Fuentes, inspirada en el último viaje del escritor estadunidense Ambrose Bierce.

André Breton (nótese la coincidencia, ambos autores comparten iniciales de sus nombres) teórico del movimiento surrealista, tomó una vez un concepto de Engels: el azar objetivo y le dio un nuevo significado: “la confluencia inesperada entre lo que el individuo desea y lo que el mundo le ofrece”. Y así sucedió que, como si de una historia surrealista se tratara, mi amiga, la Maestra Rosa María Licea, directora del área de servicios educativos del museo, me invitó por segunda ocasión, a participar en el evento anual “Estación Verano”, que se celebra desde hace más de una década. El tema de este año es, me dijo, “Tren de inventores” y pensé “supongo que tendré que inventar algo”, para después debatirme en un conflicto: ¿combinar inventos, arte, trenes? Así fue como de mi inconsciente brotó una frase: “la imaginación empieza ahí donde acaba la ciencia, donde empieza la poesía”. No sé qué pensará el lector de esta idea, pues, seguramente, la ciencia también esté ligada a la imaginación, pero, bueno, no se trata de debatir sino de contarles lo que sucedió después. La frase es de un personaje de la película “El extraordinario viaje de T.S. Spivet”, dirigida por Jean-Pierre Jeunet (director de “Amelie”) y trata de un niño inventor que recorre parte de Estados Unidos, en tren, para recoger un premio en el Instituto Smithsoniano por haber inventado una máquina de movimiento perpetuo… ¡Eureka! (me sentí Arquímides). ¡Ahí está! Imaginación, inventos, trenes, cine y literatura (la película está basada en la novela “Las obras escogidas de T.S. Spivet, de Reif Larsen), “la confluencia inesperada entre lo que el individuo desea y lo que el mundo le ofrece”. Lo otro era darle forma a un programa en el cual se combinara aquello que conozco y me fascina: el cine y la literatura, con el tema del museo: los trenes.



El resultado fue el taller: “De la imaginación y el cine: literatura y trenes”, en el que, además, vimos la película “Hugo”, basada en la novela “La invención de Hugo Cabret”, de Brian Selznick donde también hay un niño protagonista que sabe reparar máquinas y conoce a George Meliés, el mago del cinematógrafo. El programa se complementó con textos literarios de autores de ciencia ficción (un género que me dio en su momento muchas satisfacciones como escritor).



De mis experiencias como maestro y tallerista, creo que pocas se comparan a esta, y por eso me he atrevido a compartirla en este generoso portal (agradecimiento incluido a mi amigo Sergio Mastretta). Hubo 24 inscritos (un récord, según pude escuchar), la mayoría mujeres de muy diversas edades, incluidas de la tercera edad. El evento, aunque está principalmente dirigido a niños, cuenta también con espacios para adolescentes y adultos y cada año se convierte en un acontecimiento muy importante que atrae a cientos de participantes. Como ya les comenté, el taller se llevó a cabo en el vagón “gringo viejo”, que en su momento fue decorado como coche de lujo para la película, aunque sus asientos de madera y su disposición eran propios de un vagón de pasajeros, de segunda, y había prestado servicio con anterioridad como tal (en días recientes y debido al deterioro en la pintura producido por las lluvias, ha emergido un rótulo interesante que está siendo objeto de análisis por los especialistas del museo -ver foto- pues posiblemente apunte a otro uso previo del vagón). En el interior se adaptó una pantalla de tela blanca y con la ayuda de una laptop y un proyector vimos las películas. Después las comentamos, leímos cuentos de Bradbury, Verne, Felisberto Hernádez, J.J. Arreola… y hasta de Cortázar y Lewis Carroll. Por último, y ya que el tema era “tren de inventores”, ¡inventamos un idioma!

No quiero agotar la paciencia del lector, por lo que no me regodearé en detalles. En resumen, me es grato compartir sólo tres breves comentarios escritos por igual número de participantes del taller: “paseamos en tren hacia la magia del cine y por las vías que llevan a la imaginación”, “en el ferrocarril de inventores, desde su interior, exploramos ideas y sueños y aprendimos a crear”, “soy un ama de casa ordinaria. Mi hermano murió hace quince días y no podía controlar la tristeza. Gracias y mil gracias, con este taller me siento mejor…” (sin palabras…)

Y, finalmente, un comentario del personaje T.S. Spivet:

“Quizá había en una de esas casas un niño despierto por culpa del ruido de mi tren. Quizá se imaginaba cómo sería subirse y cruzar el desierto. De alguna manera quería intercambiar mi lugar con él para mirar el tren irse hacia lo desconocido. Tenía que admitir que yo no era un vagabundo despreocupado… sólo era un niño de 10 años que había huido de casa…”

Agradecimiento especial al extraordinario, entusiasta e incansable equipo del área de servicios educativos del Museo Nacional Nacional de los Ferrocarriles que cada año hace posible este trascendente evento, en particular a Rosa Ma. Licea, Anita Recoder, Santiago Huerta, Laura Benitez y Katiuska Merino.

Día con día

Ayer se presentó en la Capilla Alfonsina un libro escrito por Alfonso Reyes pero hecho en realidad, escogido y prologado por Jesús Silva-Herzog Márquez.



Se llama La cosa boba, expresión que el propio Reyes tomó de Santa Teresa para resumir lo que Silva Herzog llama “prosa incidental”, la prosa de las pequeñas cosas, que pasan de la vida diaria a la escritura con la naturalidad de quien respira.

Las cosas bobas que recoge este libro (El Equilibrista, 2019) puede ilustrarse bien mencionando algunos de los títulos del volumen: “¡La Kodak!”, “Caos doméstico”, “Las grullas, el tiempo y la política”, “La sonrisa”, “Elogio del correo”, “Los objetos moscas” y “Plegaria por el agua”.



Este es en muchos sentidos el mejor Reyes, sugiere Silva-Herzog: el escritor Reyes en estado natural, no el inquilino de la antigüedad clásica, no el clásico por descontado de la lengua castellana, sino el que juega a hacer saltar su perro sobre la vara de su bastón, tal como aparece el propio Reyes en la portada de este libro, en el 60 aniversario de su muerte.

No está en La cosa boba el Reyes de los infinitos volúmenes, el de la fija fama póstuma, el Reyes cívico, el Reyes trágico ni el Reyes clásico, sino el Reyes que conversa, el Reyes del espíritu digresivo y de los hechos cotidianos, el Reyes capaz de mostrar la grandeza literaria de su mano cuando se pone a escribir sin propósito, como “cosa boba”.



No es el Reyes de la Cartilla moral que ha puesto a circular el gobierno como una especie de mandamiento laico para mexicanos extraviados, olvidados de la moral y de la verdadera felicidad de la vida que es estar bien con uno mismo y con los demás.

El Alfonso Reyes de la Cartilla moral es el Reyes predicador del respeto a la autoridad y a las jerarquías, inspirado para su escritura en una cartilla militar, que su padre Bernardo guardaba en el librero, y cuya virtud mayor era la disciplina.

El Reyes que necesita la discusión pública, sugiere Silva-Herzog, es el Reyes que conversa, el Reyes de La cosa boba, más que el Reyes del respeto a las jerarquías de la Cartilla moral.

Vale.

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Jesús Silva-Herzog Márquez.

Isabel Allende (1942) escribe Eva Luna (Edivisión, 1987) todavía en Venezuela donde vive tras dejar Chile después del golpe de Estado de Augusto Pinochet. Antes publica La casa de los espíritus(1982) y De amor y de sombra (1984).

Eva Luna, protagonista de la historia, cuenta que su madre Consuelo es rescatada por unos indios y a los doce años la mandan a la ciudad al convento de unas religiosas. Luego sirve en la casa del profesor Jones, médico que se dedica a embalsamar cadáveres.

Ahí conoce a un jardinero indio al que cura de un envenenamiento a través de las relaciones sexuales. Así nace Eva en la mansión donde trabaja su madre. En el parto es asistida por una compañera quien será la madrina de la niña. En una Navidad Consuelo al tragarse un hueso de pollo muere y Eva queda huérfana a cargo de su madrina.

A los siete años empieza a trabajar en el servicio y en la medida que crece pasa de una casa a otra. Al quedarse sin trabajo y harta del mal trato busca a su amigo Huberto Naranjo, quien le ayuda a conseguir un mejor empleo. Ahí conoce a Melecio, "un hombre nacido en un cuerpo equivocado", con el que establece una relación cercana.

En la novela se cuenta también la historia de la familia Carlé. Lukas, el padre, es un profesor austriaco al que temen sus alumnos por los castigos que les impone. Con sus hijos Jochen, Rolf y Katharina es también muy duro. Un día Lukas se va a la guerra y regresa después de un largo tiempo. De vuelta tiene una discusión fuerte con su familia y Jochen, el hijo mayor, lo golpea y luego huye.

Tiempo después a Jochen lo encuentran colgado en medio del bosque. La madre decide que Rolf deje Austria y se vaya a Sudamérica a casa de sus tíos Rupert y Burgel. Al llegar, a primera vista, se enamora de sus dos primas, y los tres comienza un intenso y apasionado amor.

Eva, mientras tanto, inicia una nueva etapa de vida. Es cuando se encuentra con dos hombres que van a marcar su existencia. El primero es Riad Halabí, un turco que se hace cargo de ella hasta que su esposa se suicida. Eva se enamora platónicamente. Él la envía a la ciudad donde se reencuentra con Melecio, pero ahora como Mimí.

Luego entra en contacto con Rolf, persona ya en ese entonces importante. Eva junto con él y Mimí planean la liberación de unos guerrilleros presos que tienen como líder a Huberto, su amigo de años. Eva y Rolf, después de conseguir su propósito, se casan.

En la novela Eva narra en primera persona la historia donde cuenta todo lo que ha vivido. Cuando habla de la vida de Rolf lo hace en tercera persona porque ella no fue testigo de esos acontecimientos. Allende imprime a su prosa un ritmo cadencioso que fluye y envuelve.

El tratamiento de las historias permite a Allende, en el marco de lo que se conoce como el realismo mágico, hablar de América Latina, del mestizaje, de la búsqueda de la identidad, de la injusticia social y también de la guerrilla, del sexo, de la transexualidad y de la prostitución.

En la construcción compleja y detallada de las historias, la novela da cuenta de Latinoamérica y lo hace desde una mirada informada y lúcida. Allende nos muestra una sociedad ancestral y profunda que vive en conflicto y no termina de construirse, de ser ella misma.

Ahí, en esa realidad, viven y se desarrollan unos personajes muy bien construidos con particularidades que los hacen únicos. Están llenos de humanismo y también de magia. En esta historia, aunque Eva Luna es la heroína y el personaje central, todos son indispensables y tienen su lugar.

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Eva Luna
Isabel Allende
Edivisión Compañía Editorial, SA
México, 1987
pp. 282


Isabel Allende (1942) escribe esta su tercera novela en 1987

(Texto tomado de Nexos/Julio 2019)

Me lo imagino como lo cuenta mi hermano, con los pelos hirsutos y los ojos extraviados. Así lo encontró al acercarse a la casa en que vivió mi madre durante veinticinco años.

Eran las once y media de la noche y Sergio regresaba de todo el día trajinando con las elecciones extraordinarias, los votantes escasos y los drásticos resultados. Pobre Puebla, siempre a prueba. Desde el siglo pasado, desde el antepasado. Desde el diecisiete en que las monjas de los conventos se rebelaron contra un obispo. La autoridad ha sido casi siempre abusiva, siempre despilfarradora, siempre desentendida del bien común y atenida a su propio bien. Unos más, otros menos, van haciendo lo que van queriendo en las narices de quienes votan o no votan por ellos. Muy difícil ciudad, muy arduo estado. Muy ricos con muy pobres, a veces a quinientos metros de distancia.Al dar la vuelta a unos edificios altaneros se puede caer en el abismo de calles sin pavimento, sin agua y sin orden alguno. Como sin orden están quienes construyen las torres y crean fraccionamientos inventando convertirse en ejidatarios para luego enajenar los ejidos y soltar la mugre de sus drenajes a lo que fue un río vivo y ahora es una corriente negra y desalmada. Pobre río temible, que un día fue bien amado. Casi muerto, y sin quien lo observe, casi. Y siempre observando la desvergüenza por donde se le ocurra a quien se le ocurra.

Triste decirlo. Desolador en sus abismos. Inesperado e inquietante cuando un brizna de ese infinito delictuoso pasa a perturbar lo que aún creímos intocado. Lo que hace veinte años, diez, aún parecía un territorio sólo atado a la memoria de un abuelo y la pertinaz pasión de nuestra madre.



El lugar es el único hueco del mundo nuestro, a salvo de dos pérdidas esenciales. Un jardín con las cenizas de nuestros más queridos ancestros y una casa pequeña cuya armonía ha sido violentada por los pasos y la agresión de unos desconocidos que actúan como si nos conocieran.

La casa está vacía de riquezas: tiene muebles y reliquias, pero nada que alguien en busca de dinero, armas o joyas quiera encontrar. Hace como tres meses voltearon media casa al revés, ahora volvieron a reversar la otra mitad. No sabemos si es uno o son varios. Sergio sólo vio a uno, joven, delirante, que al parecer llevaba medio día visitando la casa que mi hermana visita a diario, aunque de noche se queda a oscuras, a merced de la ocurrencia ajena. Esa semana, todo el sábado y todo el domingo, hasta casi la medianoche.

La casa de Sergio queda cerca. Al entrar miró el hogar de tantos días felices iluminado como una caja de música. Ni una luz faltaba. Hasta unas nuevas que pusimos para no medio matarnos al entrar de noche. Claro nos ha quedado que nuestra madre se metía ahí con luz y sólo salía tras el amanecer.

Vuelvo a la casa encendida y a una bicicleta tirada en el camino al que Sergio entró tras destrabar la puerta que tenía puestos los cerrojos. No se nos da la modernidad, creo que pensó.

Tiene un control remoto para entrar apretando un botón desde el auto, pero alguien había echado las aldabas. Pasan cosas extrañas en días de elecciones. Se bajó a abrir. No se le ocurrió pensar que algún fantasma democrático podría haber vuelto del más allá.



Vio la casa encendida, entró a la suya, en donde su mujer y sus hijas estaban platicando muy contentas, con los perros echados a sus pies porque los habían metido para que pararan un escándalo de ladridos que no sabían por qué razón dieron en lanzar por los aires.

Así de tranquilos hemos vivido: si los perros ladran es porque se les da la gana hacer escándalo, no porque avisen de algún intruso.

Sergio salió al jardín y se acercó sin ningún temor a la casa que cobijó la mejor infancia de nuestros hijos. En las escaleras de la puerta encontró al muchacho saliendo de su fiesta. “¿Qué haces aquí, muchacho?”, dice que le preguntó.



Yo hubiera salido corriendo, pero él preguntó. Algo de un noviciado jesuita quedó en su actitud. El muchacho le respondió, con las palabras tropezándose, que estaba cuidando la casa de su tía. “Vete, muchacho”, le dijo Sergio.

Me lo imagino alzando la mano como si fuera a darle la bendición. Entonces, para fortuna nuestra y suya, el muchacho salió corriendo. Este es mi hermano que parece personaje de Rulfo. De temerse si está enojado por algún contratiempo, apacible frente a la adversidad.

Mi hija había comido ahí, dejó media pizza y dos cervezas en el refrigerador. Había también una botella de licor dulce. El ladrón comió y bebió. Antes o después revolvió dos baúles que le quedaron sin tocar hace tres meses. Cuando, según creemos, estuvo ahí mismo. Quizás con alguien más. Aquella vez había abierto todos los cajones y se había ido sin nada porque nada encontró. Pero le faltaron los dos baúles embaucadores. En uno que yo compré hace más de cuarenta años, en la Plazuela de los Sapos, encontró sólo dos velas grandes y el vacío. Arriba había una jarra de cristal con hiedras, una muñeca de yeso que parece de bronce y una vasija que no rompió.

Para hurgar en ese baúl quitó todo despacio y lo puso en un sillón. El otro no tenía nada encima. Así que lo aventó provocando un caos de papeles que nada le dijeron sino que nada le decían.

Con todo el valor que da la inconciencia regó por el suelo la memoria que no habíamos querido tocar. En el suelo encontró mi hermana, al día siguiente, un álbum con estampas de la boda de nuestros abuelos maternos, en 1919. Encontró fotos de toda la familia, de nosotros y nuestros viajes a Valsequillo o a Cuetzalan, varias de la visita a Stradella, el pueblo del abuelo paterno. Cartas y cartas contando historias que un día pensé robarme y ahora tendré que asir porque aparecieron. Cosas así, que sólo a nosotros nos incumben, como los cinco sobres con los trabajos del colegio y las cartas a los Santos Reyes de cada uno de los hijos y una foto de todos los nietos sentados en unas escaleras de piedra.

La familia, en la nuestra, no es una carga ni una afrenta, es una pasión. Y por eso los símbolos son tan importantes. Cada cuarto un juego de azar. Cada juego una fiesta. Cada catástrofe un cobijo.

No me llamó mi hermana sino hasta la media tarde del día siguiente. Se les quedó en la cabeza la sentencia de mis padres: “Ángeles es muy impresionable”. Y aunque a veces se apoyan en mí como si fuera la más fuerte, y yo me ocupo, como la mayor de los cinco. Para algunas cosas, las que pasan por las emociones, ellos siguen pensando que es mejor no impresionarme. O eso imagino. Porque no me llamaron. Y porque Verónica me hizo todo el cuento del robo y sólo hasta el final me dijo lo inesperado: el muchacho, en su errar por la casa, había movido los muebles, había encendido la televisión que ya creíamos inservible, había roto la tapa de una caja de cristal que siempre fue un enigma, en el que de repente aparecían las llaves, un recado, una receta médica. Uno por uno agravios predecibles, menos el último: dejó cuchillos sobre todas las camas y los sillones.

El dicho familiar me apretó la garganta: sí soy impresionable. Me asustan las series policíacas y la realidad cuando se les parece. Un muchacho de pelo hirsuto había entrado a la casa, ni modo, se había bebido lo que pudo, ni modo, había tirado por el suelo las memorias guardadas en el sagrario, ni modo. Pero lo de los cuchillos, estremece. ¿Aquello fue una ceremonia, una amenaza, un puro desvarío de la borrachera?

Cada cuarto un juego de azar escribí arriba, cuando aún no sabía el fin de la historia. ¿Qué azar trajo cuchillos a cada cuarto? Y ¿cómo exorcizamos al azar que ha dejado de serlo? ¿Hasta cuándo podremos saber y contar estas cosas como si fueran lógicas?

No vivimos en un país seguro, en una ciudad segura, en unas casas seguras. Y no podemos acostumbrarnos a que así sea. Menos aun a pensar en que habría que poner alambre de púas a la vera del río que, aunque se vea tan negro, aún está a salvo en nuestra memoria y nuestro deseo de un destino menos arduo. Y nuestra certeza de que todo esto puede tener remedio. ¿Cada catástrofe un cobijo?

Ilustración: Gonzalo Tassier/Tomada de Nexos.

Foto tomada de feriamaestros.com

A veces estar en una oficina todo el día me hace querer gritar. A veces veo mis libros y me pregunto: ¿Quién puede escribir cuentos, historias, memorias, metido en una oficina? A veces no me gusta trabajar, no me gusta ir a la escuela. Es a veces, porque hoy no fue uno de eso días:



Últimamente Dostoyevsky me acompaña a la oficina. Me ve con su barba y me juzga ligeramente mientras estoy metida en las redes sociales; me juzga porque sabe que no podría escribir nada si no salgo de esa red que nos atrapa a todos como peces. Estaba metida en el Capítulo VI: El monje ruso de "Los hermanos Karamázov". Este capítulo tiene mil y un referencias bíblicas que a veces no percibo e incluso me desesperan, que me hacen tachonear las hojas y preguntarme en los bordes: ¿Quién decide quien es Dios o el diablo? De nuevo, Dostoyevsky me juzga.

Entró mi jefa a decirme que había dos artesanos esperándome para hacerles una entrevista. Cerré mi libro y me fui corriendo a conocerles. Lo primero que vi fue dos amistosas caras, con miradas diferentes, más orgullosas que cansadas, y posturas firmes. Se presentaron como Los Hermanos Ruíz, escultores de miniatura en hueso. A su lado se posaban muchas figuras blancas, me acerqué a verlas y los detalles salieron del hueso para decirme que estaba a punto de escuchar una gran historia:

Los hermanos Ruíz son de Ciudad Nezahualcóyotl, en el Estado de México. Lugar que ellos describen como "el cinturón rojo del cinturón rojo", donde ni el gobierno sabe por donde empezar y, entonces, mejor ni empieza. Ahí esta el taller de estos maestros artesanos. A unas cuadras de la carnicería de donde sacan los huesos de res para tallar, día y noche, sin descanso, cuentos sobre la muerte y el diablo; sus dos protagonistas.

"Nosotros no nos vamos de Ciudad Neza --me dijo uno de los hermanos Ruiz--, porque si nos vamos, sería faltarle el respeto. ¿Cómo le puedes faltar el respeto a tu calle? Si por ahí caminas, sin ella tus pies ni propósito tendrían. A todos les da miedo allá la muerte, esta forma tan cotidiana de vida. Sí, en Ciudad Neza hay caos; a veces los balazos no te dejan trabajar. Pero ahí también hay sol, frío, noche, día. A veces hasta estrellas tenemos, y sino, las pintamos. A nosotros no nos puede dar miedo nada, porque si nos da miedo el futuro, no trabajamos. Nosotros tenemos mucho que contar y pocas reses para hacerlo, tenemos que hacerle caso a nuestro diablo para que nos de el privilegio de retratarlo."

Uno de ellos tomó una de sus obras y me la enseñó. Era un diablo descalzo, arrodillado frente a una Catrina.



"A la gente le da miedo el diablo --reflexionó--, porque el diablo es uno mismo. Si tú le tienes miedo al diablo es porque sólo te conoces en un espejo, en una imagen que rechaza los cuernos porque no entienden que son una corona. Éste de aquí, este diablo enamorado, soy yo predicando mi amor diario a mi Catrina. Enamorado y tonto, claro, porque somos diablos pero no intocables."

Terminó la entrevista y yo no quería irme. Ahí estuve, casi dos horas, tratando de conocer más a estos filósofos, explicándoles que a veces me parte la cabeza querer escribir de México pero sentir que cada día lo conozco menos. Se rieron y me dijeron: "Dejar de agotar tu mente es la única forma de entender tu narrativa; porque tu narrativa no son solo palabras, es tu fuego y tu magia. Ábrele la puerta al diablo y rompe el espejo, y así, como para nosotros el hueso y para ti el papel, el diablo te dejará retratarlo."

Les agradecí por su tiempo y me aventuré a abrazarlos, porque mentes tan sabias no se deben dejar en un apretón de manos.



(Fotografía de la portadilla: fotograma del video Hermanos Ruiz-Talla en hueso/Turismo y Cultura Morelos)

Mundo Nuestro. "Nilixkanit. Nada es perverso" Es un poema de Manuel Espinosa Sainos publicado en el libro Kxa kiwi tamputsni/ En el árbol de los ombligos, editado por el Centro de las Artes Indígenas del gobierno del estado de Veracruz.

Nada es perverso
en la noche en que tu cuerpo danza...

Ni tu espalda que desnuda mira la ventana,
ni la forma en que tus ojos abren sus puertas,
ni siquiera mi lengua que busca tus dulces frutos.



Aquí no hay versos redentores de pecado,
ni serpientes que se enredan al tobillo,
solo amor en la selva de tu cuerpo.

Nada es perverso
entre el rocío de las hojas y tus muslos,
ni la forma en que lentos tus labios se separan.

Aquí no hay confesiones que limitan el alma
ni charolas que incitan a pagar por el pecado,
tan solo la urgencia de morir sobre tu piel.

Nada es perverso
en la noche en que tu cuerpo danza...

Nilixkanit
akxni stlan tantliy katsisni mimakni, nilixkanit.



Nipala wa lantla lantu stipuwanita mpat kpulakawan,
nipala wa lantla stlan malakiy xmalakcha milakgastapu,
nipalawa wa kisimakgat lantla patsay misakgsini'.

Anta iynu nitu xatakgalhtawakga lakgtuxtut,
anta iynu nitu luwa tu tantuswitnan,
kaxman lapaxkit anan kxakakiwin mimakni'.

Nilixkanit
nilixkanit mankganat kkatawan chu kminkgapin
nipala wa lantla lakatsuku tapitsi minkilhpin.



Anta iynu tini skin xlakgtuxtut listakni',
anta iynu tini skin lixtapalin tu lisputa kintalekgalhinkan,
kaxman lukaknitawakapatan kmimakni'.

Nilixkanit
katsisni akxni stlan tantliy mimakni', nilixkanit...

Escribir la propia historia, ¿para qué?

Para repasar las obras y los dichos, los espacios en el Tiempo, los sueños evocados.
Para recordar los imperecederos momentos, los inolvidables rostros, la compañía de los nuestros, los entrañables…
Pero también para cavilar sobre aquello que dejaremos como memoria, para amueblar los espacios de nuestro futuro.
Escribir una autobiografía es también una terapia, una forma de encontrarnos con nosotros mismos, de conjurar nuestros fantasmas, de atraer al niño o la niña que fuimos y a quien podemos hablarle desde nuestro territorio presente.
Este taller de Memoria y Autobiografía está dirigido a aquellas personas sensibles que quieren dejar un legado, literario o testimonial, y que en el proceso deseen encontrarse a si mismos, en su grandeza y en su sublime condición humana.

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Del absurdo cotidiano

Sigo divagando con ustedes.

Tengo que escribir el Puerto Libre mensual, y me pregunto si debería yo contar ahí un atisbo de la novela que me persigue a pesar de que quienes más quiero dicen que no será lo mío, que llevo imaginándolo sólo para darme cuenta de que no va a ningún lado, para seguir di-vagando.

Pero todo buen lector sabe que la literatura ambiciona lo inaccesible, nos ofrece como cierto lo increíble, lo inusitado. Aunque se parezca a la realidad. La literatura es muchas veces lo que más hemos creído en nuestras vidas. Porque nada es más cierto que aquello que se nos ofrece como una quimera que fue posible.



Yo escribo, imagino la quimera, para hacer felices a otros, para reconstruir la realidad, para convertirla en algo menos inasible y ruin de lo que es. Mentimos para creer en que todo lo que imaginamos sucedió ya en un lugar impreciso, entrañable y luminoso.

Los escritores desvariamos. Porque sin balbuceos, sin atisbos, sin equívocos, no hay literatura posible.

Los escritores coincidimos. Porque alguien ya dijo lo mismo ayer o antier, porque todos tenemos pasiones, desconsuelo y esperanza de maneras más o menos parecidas y sin duda sólo nuestras.

Los escritores fantaseamos. Porque hemos adivinado el odio y la dicha en seres nunca vistos y estamos seguros de conocer los devaríos ajenos con más precisión que los nuestros.

Así que díganme ustedes, ¿pueden cuatro mujeres, de noventa, setenta, cincuenta y treinta años, vivir en el mismo edificio y compartir algo mas que su género? ¿Incluso algo más que su feminismo? ¿Algo más que los cuatro pisos de su edificio frente al Parque México? ¿Les gustaría tratar con una feminista de setenta años y una mujer de treinta que la desafía porque sus tesis han pasado de moda? ¿Les gustaría una mujer de cincuenta años que vive de sembrar y exportar garbanzos?



Es sábado. Y paso un auto rumiando. Si fuera martes pasaría escandalizando. Entre la rumia y el escándalo ¿pueden pasar sólo tres días?



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