Historia

José Lazcarro Toquero nació en la ciudad de Puebla el 27 de febrero de 1941. Alegre e incansable es un artista que ha desarrollado su oficio en disciplinas como el grabado, la pintura, la escultura, el arte-objeto, la arquitectura, el diseño de mobiliario y la experimentación con materiales diversos, así lo demuestra en su exposición Peltre (agosto 2016), realizada en base al esmaltes al fuego, que se exhibió en su galería en La Noria, ciudad de Puebla. Y su última exposición, A la manera de Lazacarro, que se exhibió el año pasado en el Museo Barroco.

Lazcarro, nació en 1941 y vivió su infancia y adolescencia en la colonia Guerrero de 1945 a 1970. Inició su formación como artista en 1958 el año en la Escuela Nacional de Artes Plásticas UNAM, Antigua Academia de San Carlos en la ciudad de México, conocida también como La Esmeralda, muy cerca de Tlatelolco y de la Guerrero. Como artista plástico en ciernes apoyó el movimiento estudiantil de 1968.

El siguiente texto, en el que Lazcarro recuerda la tarde del 2 de octubre, forma parte del libro Raíces, José Lazcarro en la Colonia Guerrero, que será publicado próximamente. (Emma Yanes Rizo)



Durante el movimiento de 1968, Antonio Trejo como director de San Carlos, no dejó que el ejército ingresara a la escuela. Se paró en la puerta frente a los militares y se tuvieron que ir. En la azotea había un arsenal de bombas molotov y otras cosas para defender San Carlos. Yo en ese momento ya no estaba en la Academia.

Desde mi oficio como grabador tomé partido por el pueblo norvietnamita[1]. En octubre de 1968 mis colegas y yo habíamos inaugurado una exposición con ese tema en la galería 5 de Mayo, en Tlatelolco, que estaba a espaldas de la Plaza de las Tres Culturas. Y justamente el 2 de Octubre, cambié mí día de guardia en la galería para irme a la marcha, más bien al mitin. Me salvé de pura chiripa gracias a que al pasar a recoger a Olga ella tardó mucho en arreglarse. Guardo los diálogos de esa tarde en mi memoria:

--- ¡Hey Doña Catalina!... ¡Señora Catalina!... ¡Señora Catalina!, le grité a la tía de Olga, --Habla más bajo Lazcarro qué no ves que despiertas a mi viejo?... qué quieres?, me dijo. –Pues que le diga a Olguita que se apure, vamos a llegar tarde al mitin.

--Ay Lazcarro, así me decía, por mi apellido, ya sabes que la “Tutucha”, que era el apodo de Olga, es así y tienes que admitirlo, si la quieres te tienes que aguantar. La voy a apurar, pero seguro no va a salir hasta que esté bien pintada y todo. La Tutucha tiene su genio. Ya sabes, chiquita pero cabroncita, siempre termina haciendo su voluntad, fájese los pantalones Lazcarro. Y que le contesto: --Sí Señora Catalina, pero nomas que pase un tiempo la voy a hacer a mi modo, usted va a ver. Claro que aquí entre nos eso nunca sucedió.

--Pero si nada más me estaba retocando, dijo finalmente Olga, cuando salió.



Olga vivía en la colonia Río Blanco, muy cerca de la glorieta de Peralvillo, pero ese día de ahí a Tlatelolco había mucho tráfico.

Llegamos tarde al mitin, ya no pudimos entrar a la plaza porque las balas y los gritos nos lo impidieron. Estábamos pasmados, pero no corrimos, así nos volvimos como invisibles a los tiradores, los que corrían hacían evidente su presencia y les disparaban.

Ya no supe si vimos algunos muertos, me imagino que sí pero no lo recuerdo. Creo que la preocupación por salir del lugar nos dotó de destreza y tranquilidad. Nos fuimos caminando a mi casa, todavía vivía en Degollado 169, a unas cuantas cuadras de Tlatelolco.



Recuerdo la noche del 2 de octubre como una película en blanco y negro llena de sombras y luces contrastadas; de gritos, de mucho ruido en medio del miedo y la incertidumbre. Al día siguiente no había nadie en la calle, pero había un sol inmenso y mucha bruma, como de ciencia ficción.[2] (D 68).

15 días después del 2 de Octubre se inaugura la Olimpiada y que no pasa nada, hay un júbilo extraordinario, el pueblo mexicano se desborda[3]. Lo que había pasado en 2 de octubre queda como guardado. Sólo tiempo después el pueblo empieza a reaccionar, a ver hay presos políticos, muchachos en la cárcel, otros muertos, muchos desaparecidos. Pero de eso se empieza a hacer conciencia tiempo después, la Olimpiada fue como una especie de pastilla adormecedora. Salen íconos como el sargento Pedrosa, que gana la medalla de plata en caminata[4], Enriqueta Basilio[5] es la primera mujer en llevar la Antorcha Olímpica y los atletas negros ponen el puño en alto como símbolo de los Black Power[6]. En las Olimpiadas del 68 hay un despertar de apoyo al deporte en México y parecía increíble que sólo unas semanas atrás hubiera ocurrido la matanza estudiantil.

La italiana Oriana Fallaci escribió un reportaje sobre el 68, Nada y así sea[7], antes incluso que el libro de Elena Poniatowska[8]. Fue un detonante para que la sociedad volteara a ver lo que había pasado.

Uno como pintor no sabía hacia dónde ir, a donde caminar, porque empiezan a tener mucho éxito pintores altamente decorativos o complacientes, empieza a hacer pinturas muy bonitas, entonces se confunden mucho porque llegan otros cuates que si saben, como Mathias Goeritz[9] o Vicente Rojo[10], y “varios garbanzos de a libra”, los demás se van quedando en el camino. Al final “el viento fuerte sopla toda la hojarasca”, pero se quedan los que se debían quedar: Gunther Gerzso, Vicente Rojo y Mathías Goeritz. Esos son los pintores que yo volteo a ver.

Ilustración José Lazcarro, 2018.

[1] La guerra de Vietnam​ llamada también Segunda Guerra de Indochina o guerra contra los Estados Unidos para los vietnamitas,​ fue un conflicto bélico librado entre 1955 y 1975 para impedir la reunificación de Vietnam bajo un gobierno socialista o comunista.

[2] El movimiento estudiantil de 1968 fue un movimiento estudiantil a favor de la democracia. Fue brutalmente reprimido el 2 de octubre de ese mismo año, por el gobierno mexicano en la Plaza de las Tres Culturas., donde se realizaba un mitin pacífico. .

[3] Los juegos olímpicos de México 1968 o la XIX Olimpiada, se celebraron del 12 al 27 de octubre de ese año. Y en su momento crearon gran expectativa entre la población.

[4] José Pedraza Zuñiga (1937-1998), atleta mexicano ganador de la medalla de plata en la distancia de 20 kilómetros en los Juegos Olímpicos de México de 1968.

[5] Enrique Basilio (1948-). Primera mujer en la historia en llevar la antorcha olímpica y encender el pebetero, en la inauguración de los XIX Juegos Olímpicos de México, el 12 de octubre de 1968.

[6] Durante las olimpiadas de 1968, los afroamericanos Tommie Smith y John Carlos, después de ganar en la carrera de doscientos metros la medalla de oro y de bronce, hicieron el saludo del poder negro, en protesta de los derechos civiles de los negros en Estados Unidos.

[7] Oriana Fallaci ( 1929-2006), El libro Nada y así sea, de la prestigiada periodista italiana, fue publicado por primera vez en 1969. En el texto se narra la experiencia personal de dicha reportera en la matanza del 2 de octubre.

[8] Elena Poniatowska (1932-), escritora, activista y periodista mexicana. Publicó su libro testimonial La noche de Tlatelolco, en la editorial Era en 1971.

[9] Matrhias Goeritz Brunner (1915-1990), nació en Polonia, murió en la ciudad de México. Escultor, poeta, historiador del arte, arquitecto y pintor.

[10] Vicente Rojo (1932-). Nació en Barcelona, España, pintor y escultor, arribó a México luego de la Guerra Civil Española. En 1991 fue galardonado con el Premio Nacional de Ciencias y Artes en el área de Bellas Artes.

Mundo Nuestro. El historiador Carlos Melesio Nolasco presenta este texto de la etnóloga mexicana María Margarita Nolasco Armas (20 de noviembre de 1933, Orizaba, Veracruz - 23 de septiembre de 2008, Distrito Federal, México) . Ella fue considerada como una de las pioneras en el estudio de la antropología de México. Se le reconoció de manera póstuma con el Premio Nacional de Ciencias y Artes en la categoría de «Historia, Ciencias Sociales y Filosofía».

Fue también, sobreviviente de la noche de Tlatelolco. Y madre de Carlos Melesio Nolasco, historiador, autor hoy de la crónica que presenta Mundo Nuestro. Madre e hijo, a unos metros una de otro, vivieron esa noche terrible en el edificio Chihuahua. Entrevistada por Elena Poniatowska para su Noche de Tlatelolco, esto es lo que vivió Margarita aquella noche en la que presenció la matanza y sufrió la incertidumbre por la suerte de su hijo, entonces estudiante de secundaria.



“Tlatelolco entero Respira Sangre”

“Recorrimos un piso tras otro y en la sección central del Chihuahua, no recuerdo en qué piso, sentí algo chicloso bajo mis pies. Volteo y veo sangre, mucha sangre y le digo a mi marido: "¡Mira Carlos, cuánta sangre, aquí hubo una matanza!" Entonces uno de los cabos me dice: "¡Ay, señora, se nota que usted no conoce la sangre, porque por una poquita que ve, hace usted tanto escándalo!" Pero había mucha, mucha sangre, a tal grado que yo sentía en las manos lo viscoso de la sangre.

“También había sangre en las paredes; creo que los muros de Tlatelolco tienen los poros llenos de sangre. Tlatelolco entero respira sangre. Más de uno se desangró allí porque era mucha sangre para una sola persona.

“Yacían los cadáveres en el piso de concreto esperando a que se los llevaran. Conté muchos desde la ventana, cerca de sesenta y ocho. Los iban amontonando bajo la lluvia... Yo recordaba que Carlitos, mi hijo, llevaba una chamarra de pana verde y en cada cadáver creía reconocerla... Nunca olvidaré a un infeliz chamaquito como de dieciséis años que llega arrastrándose por la esquina del edificio, saca su pálida cara y alza las dos manos con la V de la victoria. Estaba totalmente ido; no sé lo que creería, tal vez pensó que quienes disparaban eran también estudiantes. Entonces los del guante blanco le gritaron: "Lárgate de aquí, muchachito pendejo, lárgate, ¿qué no estás viendo? Lárgate." El muchacho se levantó y confiado se acercó a ellos. Le dispararon a los pies pero el chamaco siguió avanzando. Seguramente no entendía lo que pasaba y le dieron en una pierna, en el muslo. Todo lo que recuerdo es que en vez de brotar a chorros, la sangre empezó a salir mansamente. Meche y yo nos pusimos a gritarles como locas a los tipos: "¡No lo maten!... ¡No lo maten!... ¡No lo maten!" Cuando volteamos hacia el pasillo ya no estaba el chamaco. No sé si corrió a pesar de la herida, no sé si se cayó, no sé qué fue de él.

“Yo no entendía por qué la gente regresaba hacia donde estaban disparando los tipos de guante blanco. Meche y yo —parapetadas detrás del pilar— veíamos cómo la masa de gente venía gritando, ululando hacia nosotros, les disparaban y se iban corriendo, y de pronto regresaban, se caían, se iban, venían de nuevo y volvían a caer. Era imposible eso, ¿por qué? Era una masa de gente que corría para acá y caía y se iba para allá y volvía a correr hacia nosotros y volvía a caer. Pensé que la lógica más elemental era que se fueran hacia donde no había balazos; sin embargo regresaban. Ahora sé que les estaban disparando también de aquel lado.”



"Las escaleras se veían mojadas, tanto por la lluvia como por la sangre, que hacía que al caminar se sintiera el piso pegajoso. Salimos del edificio, y al cruzar vimos grupos de soldados aventando como bultos los cuerpos de los estudiantes y personas fallecidas todos envueltos en cobijas, dentro de los camiones militares. Vi que mi hijo pequeño se retrasaba y volteaba a ver hacia los camiones, por lo que lo jalé hacia mí y con mi mano en su cara traté de evitar que viera era terrible acción. Pasamos por un primer cordón de tipo militar, quiénes nos preguntaron quiénes éramos y adónde íbamos. El militar que nos había sacado respondió rápidamente y nos dejaron pasar. Vino un segundo cordón, este compuesto por ganaderos y policías, quienes nos gritaban que no podíamos salir y que nos regresáramos. Pero el militar que nos acompañaba habló con un superior de ellos quien les dio la indicación de que nos dejaran salir. Pasamos el cordón, el militar se quedó y nosotros nos dirigimos hacia la Avenida Reforma, donde tomamos un taxi hacia mi casa. En el camino Meche y yo le gritábamos a cuanto paseante veíamos que en Tlatelolco estaban matando estudiantes, y a los voceadores callejeros que regresaran a sus periódicos y denunciaran los hechos, sin respuesta alguna.

“Llegamos a la casa, y mi preocupación eran mis otros dos hijos. Afortunadamente ahí estaba mi hija mayor, pero no mi segundo hijo, Carlos. Llamamos por teléfono buscándolo en la casa de sus amigos y nos enteramos que había asistido al mitin en la Plaza de Tlatelolco. Desesperadas, contamos todo lo que habíamos visto, y le dije a mi esposo que teníamos que buscar a nuestro hijo, que teníamos que regresar. Inmediatamente mi marido y mi padre estuvieron listos y salimos, y poniendo toda nuestra esperanza en encontrarlo bien y a salvo. Aun entonces, me era difícil pensar que el gobierno déspota, represor, intolerante y perverso como era, pudiera llegar a ese nivel, acometer esos crímenes, esas barbaridades, todo por sostener un sistema corrupto y retrógrada, y por "mantener limpio" un evento internacional, paradójicamente dedicado a la paz y a la armonía, como eran los Juegos Olímpicos, a inaugurarse 10 días después, el 12 de octubre de 1968.”


Lo recuerdo 45 años después.

Tenía 14 años, casi 15. Estudiaba en la Secundaria Anexa a la Normal Superior (ESANS) cuando se inicia el movimiento estudiantil, seguía aún en clases.

Era una secundaria especial (modelo), muchos de mis profesores eran militantes de izquierda, particularmente del Partido Comunista Mexicano (PCM), muchos de mis compañeros eran hijos de militantes comunistas, los Semo, los Concheiro, los Ponce de León. En mi casa, mi madre era profesora en la Escuela Nacional de Antropología e Historia (ENAH) y simpatizaba con los estudiantes, mi hermana estudiante de la Escuela Nacional Preparatoria no. 6 de la UNAM y participaba en el movimiento estudiantil, así como sus amigos, de la prepa y de antropología.

La Escuela Normal Superior entra al movimiento estudiantil popular y entra a la huelga estudiantil en agosto de 1968, los alumnos de la secundaria los veíamos con mucha simpatía, había mítines, asambleas reuniones etc. etc. constantemente. De hecho en la secundaria intentamos hacer una huelga con una lógica cartesiana perfecta: los estudiantes están en huelga, nosotros somos estudiantes, ergo… tenemos que estar en huelga. Amablemente los profesores hablaron con nosotros, admirando nuestra actitud, pero se acerca el fin de cursos y los exámenes finales, así que no es conveniente la huelga…accedimos.



Terminó el año escolar, misteriosamente yo paso todas las materias y termino la secundaria, pero me quedo sin escuela pues tenía que esperar a que en la UNAM terminara la huelga para hacer examen de admisión y entrar a la preparatoria.

Entro de lleno a vacaciones con grandes movilizaciones estudiantiles en la ciudad, manifestaciones, mítines, reuniones, secuestro de autobuses, pleitos con la policía, corretizas a las cuales yo asisto con gran gusto y curiosidad y con todo el tiempo libre, verdaderamente de mirón, eventualmente encontraba a algún conocido que me daba “propaganda” afín al movimiento estudiantil para repartirla, lo cual hacía gustosamente. Todo esto lo hacía con los amigos de secundaria que estaban en la misma situación. Asistimos a la “manifestación silenciosa”, a los mítines en el zócalo, en la ciudadela, en santo Tomás, en Zacatenco en Ciudad Universitaria, en algunas ocasiones acompañado hasta de mis padres. Eran tiempos de fiesta, de libertad eran tiempos especiales.

Con mis amigos de secundaria acostumbraba hablar por teléfono (esos viejos de 20 centavos por llamada de tres minutos) para comunicarnos a donde vernos y a donde asistir, así pasó el 2 de octubre. Mi amigo Héctor Berlanga me habla para que le comunique que el mitin de ese día era en la explanada de Tlatelolco. Nos encontramos Héctor, su hermano Alfonso y un primo preparatoriano de ellos llamado Ignacio. Los cuatro llegamos a Tlatelolco en un camión conocido como Chato de raya blanca que decía Hospitales, esto en la esquina de la avenida ejército nacional esquina con Gutenberg colonia Anzures.

Mientras estábamos esperando el camión, sobre avenida ejército nacional pasaron muchos camiones militares, llenos de soldados, pero para octubre de 1968, después que el ejército y la policía habían tomado C.U.(UNAM), Zacatenco(IPN), Santo Tomás (IPN) y una buena cantidad de escuelas, era ya cosa cotidiana, por lo cual no nos llamó la atención.

Llegamos a Tlatelolco, por supuesto con un cigarrillo en la boca, mi amigo Héctor nota que en el mitin estaba mi madre Margarita Nolasco, quién asistía en compañía de su amiga Mercedes Olivera quién vivía en el edificio Chihuahua, en el corazón de escenario del mitin. Tenía 14 años, pensé que si mi madre me veía fumando me iba a regañar, por lo cual nos alejamos de ella.



Nos acercamos al edificio Chihuahua, había mucha gente, no había electricidad, por lo cual no funcionaban los elevadores, subimos a pie al tercer piso, en la primera terraza con parada de elevador, pero estaba saturado de gente, cumplía las funciones de “pódium” del mitin, estaban todos los dirigentes del movimiento estudiantil que asistieron, así como periodistas, estudiantes y policías que los acompañan, estaba llena esta terraza. Hay tres terrazas más, pues el elevador no se detiene más que cada tercer piso en una terraza, es decir al 3, 6, 9 y 12 piso. Decidimos ir a pie hasta la última terraza, es decir, el doceavo piso desde donde vimos los acontecimientos de esa tarde. En esa posición, no oíamos lo que los oradores anunciaban en el mitin, pero si vimos una luz de bengala que caía cerca del edificio de “Relaciones exteriores”, cuando la luz casi toca tierra (cayó muy lentamente), empezaron a llegar muchos soldados, con fusil y bayoneta calada, los asistentes al mitin, empezaron a huir, desde la terraza del doceavo piso vimos como las personas pasaban entre los soldados y estos las dejaban pasar.

Empezamos a oír truenos, creí que eran cohetes, nunca había oído un disparo de arma de fuego en mi vida, en mi casa estaban prohibidas hasta las resorteras, ya no digamos armas de municiones, diávolos o menos de fuego. De repente empezamos a oír zumbidos que pasaban cerca de nosotros, que además pegaban en el techo y las paredes haciendo que la cubierta de estas se rompiera y cayera, decidimos movernos pero, por supuesto hacia arriba del edificio, pues abajo era la fuente de los disparos, subimos dos o tres pisos más, hasta la azotea del edificio, que está formada por cuartos de servicio alrededor del edificio y un corredor central. Llegó mucha gente huyendo de la masacre en la parte baja del edificio, llegó, entre otros un joven estudiante con un golpe en la frente, sangrando mucho, nos comentó que había intentado entrar a un departamento del edificio y que lo había recibido un tipo armado con un fusil el cual lo golpeó en la frente, descalabrándolo, el hermano de mi amigo Héctor se quedó con él en un cuarto de servicio, más tarde nos cuenta que llegaron soldados los aprendieron y los llevaron presos al campo militar no. 1. En el caso de mi amigo lo liberaron una semana después, tenía 15 años.

Nosotros seguíamos en el corredor de la azotea de edificio, en la parte media hay una serie de tubos de gas, a Tlatelolco lo surten desde una refinería, probablemente de Azcapotzalco, una bala perdida golpea algún tubo de estos, empieza un fuego de gas bastante grande, el conserje del edificio nos pide ayuda para cerrar las llaves de gas y de esa forma terminar con el incendio, lo cual hicimos, cerramos cuanta válvula encontramos y se acabó el incendio. En seguida le pedimos ayuda al conserje, quién tenía las llaves de un departamento, que se encontraba desocupado por el piso doce o trece. Nos escondimos como 15 o 18 personas, muertas de miedo. El departamento se encontraba en la parte trasera del edificio, no en el frente hacia la explanada principal, donde fue la masacre, por lo cual nunca entraron los militares o policías al departamento.



Pasé una difícil noche escondido, siempre con balaceras intermitentes en el transcurso de la noche, gritos, insultos, lamentos, nunca pensé en la posibilidad de que a mi madre le pasara algo, la inocencia (protección de los 14 años) ayuda a pensar que es inmortal, que a ella no le puede pasar nada, en verdad no me preocupó, estaba seguro que no le pasaría nada.

En un momento de la madrugada oímos lamentos y balazos, nos reímos, era una risa histérica, mucho nerviosismo y miedo. Entre nosotros había dos niños como de 7 u 8 años, tenían cajas de chicles, chicleritos pues, les compramos sus chicles y fue nuestro digamos alimento de ese día.

Ya en la madrugada, a esa edad no usaba reloj, probablemente 4 o 5 de la madrugada, me asomé por la ventanilla del baño, que daba a la parte trasera del edificio en un parque con forma de media luna sobre Paseo de la Reforma (creo que se llama Orizaba), desde donde hay una entrada a un estacionamiento de autos de la Unidad Nonoalco-Tlatelolco, había un camión militar de redilas, verde olivo, en donde los soldados tiraban bultos en forma de cadáveres humanos, en el tiempo que estuve observando conté 86.

No había luz eléctrica, no había agua, menos teléfono, mi principal preocupación era: ¿Cómo avisarles a mis padres que no podía ir a la casa? Ellos no permitían que durmiera fuera de casa, padres muy celosos y no me preocupaba mi madre, sentía que no le podía pasar nada malo, pero temía su regaño de no dormir en casa, no era consciente de lo que pasaba, tenía 14 años y estaba verdaderamente impactado de lo que vivía.

Al día siguiente, 3 de octubre, mañana triste y lluviosa, decidimos salir, mandamos primero a los “chicleritos” de 7 u 8 años, por ser los menos amenazados, no pasaban como estudiantes y menos como dirigentes del movimiento estudiantil, les dimos instrucciones de pararse junto a un teléfono público del parque, si alzaban los brazos, quería decir que podíamos salir sin problemas, si los bajaban no podíamos salir. Alzaron las manos, el primero en salir fue el primo de mi amigo, Ignacio (nacho), quién se encontró con un soldado a quién dio 50 pesos y lo sacó. Después seguimos mi amigo Héctor y yo. Inventamos una historia previa, que íbamos por leche para nuestra supuesta hermanita, bajamos el edificio, una escenografía inolvidable, cal, agua, sangre mezclada en todos los 12 o 13 pisos del edificio. Llegamos a la terraza del tercer piso, había un retén militar, que pedía identificación, encontramos a un individuo, con casco militar con la cruz roja pintada, vestido se civil pero con bata blanca y cruz roja en el hombro, evidentemente un militar vestido de civil, empezamos a contarle nuestra historia inventada y no nos oyó, nos pidió que lo acompañáramos a un departamento cercano, entra a la cocina, donde toma hoyas, sopas, arroz, y diversos aperos de cocina que seguramente robaba y nos pidió que los cargáramos y acompañáramos; así lo hicimos, cuando pasamos por la planta baja del edificio, había una mesa tras de la cual se sentaban oficiales del ejército, que conocían al personaje que seguíamos, él dijo que iba a ser sopa para “los compañeros”, nos dejaron pasar, evidentemente lo conocían, nos llevó cerca, a una vecindad por la plaza de Garibaldi, nos dio un café, preparo varias cajas llenas de cosas seguramente robadas de Tlatelolco, nos pidió que lo acompañáramos a la estación de ferrocarril de Buenavista, compró un boleto para Orizaba, en el estado de Veracruz; nos prestó veinte centavos para hacer una llamada telefónica, la cual hice a mi casa, en la colonia Anzures.

Mi casa se había convertido en un centro de reunión de profesores y alumnos de la ENAH, pues era la más cercana al museo de antropología y a la ENAH, cuando hablé estaba, digamos de guardia, Guillermo Bonfil Batalla, me dijo que mis padres me buscaban angustiosamente por todos lados, debe ser duro buscar a un hijo de 14 años después de una masacre; me preguntó dónde estaba, le comuniqué que en la estación de FFCC de Buenavista, fue a recogerme en su VW, le dio veinte pesos a mi rescatista, me llevó a casa, le dio dinero a mi amigo Héctor para que llegara a su casa y aquí termina mi 2 de octubre, poco después llegan mis padres, lágrimas, besos y la nueva generación de la guerrilla universitaria, la generación del 69, pero esta es otra historia.

Los testimonios de mi madre buscándome, están en “La noche de Tlateloloco” de Elena Poniatowska.

Ciudad de México, 2 de octubre del 2013.

Mundo Nuestro. Con autorización de los autores, tomamos este texto del portal electrónico Descubra a los Nikkei, especializado en la vida de los migrantes japoneses en México.

El cacahuate japonés que nos legó la familia Nakatani

El llamado “cacahuate japonés” es una de las golosinas más populares y preferidas de los mexicanos. Este producto -hecho a base de harina tostada de trigo y soya que cubre el cacahuate- no es originario del Japón. La golosina en realidad fue elaborada por Yoshigei Nakatani, un inmigrante japonés que arribó a México en el año de 1932.



Registro de inmigración de Yoshigei Nakatani (Archivo general de la Nación)

Nakatani buscaba en México un lugar donde trabajar y progresar como los cientos de miles de emigrantes de ese país que atravesaron el Pacífico. Al salir de Japón se despidió de su madre diciéndole: “Espero triunfar y regresar, si no, no podría volver”. A sus 22 años de edad, Yoshigei arribó al puerto de Manzanillo contratado por Heijiro Kato, un rico y próspero empresario que tenía una de las más importantes tiendas departamentales: El Nuevo Japón. Este almacén competía con los más prestigiados como El Palacio de Hierro y Liverpool. Kato además era dueño de una fábrica de botones de concha nácar, empresa a la que se integró Nakatani junto con un numeroso grupo de emigrantes procedentes de la ciudad de Osaka.

Emma y Yoshigei Nakatani (colección familia Nakatani)

La mayoría de los inmigrantes que llegaron a trabajar a las empresas de Kato, se radicaron en el centro de la ciudad, en el barrio de La Merced. Fue en este lugar donde Yoshigei se enamoró de una joven mexicana, Emma Ávila, con la que se casó en el año de 1935.



Nakatani ya casado formó una familia rápidamente y se fue integrando poco a poco a la sociedad mexicana; sin embargo, la guerra que se desató entre Japón y los Estados Unidos en diciembre de 1941 trajo severas consecuencias para los inmigrantes japoneses y sus familias que vivían en México. Aquellos que radicaban en provincia fueron concentrados por órdenes del gobierno mexicano en las ciudades de México y Guadalajara, dejando sus trabajos y pueblos donde se agrupaban extensas comunidades con descendientes nacidos en México.

Para los inmigrantes que tuvieron la fortuna de vivir en estas dos ciudades el desarraigo no fue tan severo, pero muchos de los establecimientos donde trabajaban tuvieron que cerrar. Particularmente los negocios de Kato debido a que éste era considerado como un espía al servicio del imperio japonés. En el mes de julio de 1942, el empresario y todos los diplomáticos japoneses fueron canjeados por ciudadanos norteamericanos y mexicanos que radicaban en Japón.

Ante el desempleo, la situación que enfrentó Nakatani fue delicada debido a que tenía que mantener a su esposa y a cincopequeños hijos. En el año de 1943, Yoshigei tuvo que hacer gala del oficio de aprendiz que años atrás había ejercido en una dulcería de Sumoto, su pueblo natal en la prefectura de Hyogo. Junto con su esposa Emma, en un pequeño cuarto de la vecindad donde vivía, el matrimonio elaboró un dulce tradicional mexicano: el muégano. El dulce lo empezaron a comercializar con tal éxito de ventas que el matrimonio se animó a elaborar una pequeña fritura alargada de trigo, aderezada con sal al que le pusieron el nombre de “oranda”, que se vendió igualmente con gran éxito por todo el barrio.



Yoshigei Nakatani, ante estos buenos resultados, intentó elaborar otra golosina a base de cacahuate, harina de arroz y soya que le recordaba su infancia en Japón. Sin embargo, ante la ausencia en México de toda la materia prima que necesitaba, adaptó la receta y la elaboró con harina de trigo. Al igual que el muégano y la oranda, el cacahuate fue muy bien aceptado por los clientes que ya tenían en las dulcerías cercanas al mercado de La Merced. En poco tiempo, los pedidos de este cacahuate fueron creciendo por lo que el matrimonio se vio en la necesidad de aumentar la producción con pequeñas máquinas caseras que fueron fabricadas por los herreros del barrio.

Según recuerdan los hijos de los Nakatani, la producción creció con tal rapidez que tuvieron que organizarla a lo largo de la semana para poder atender la demanda: un día lo dedicaban a preparar el muégano, otro la oranda y otro el cacahuate. En la vecindad donde vivían se hacían largas filas de consumidores y vendedores que iban expresamente a comprar los productos de la familia Nakatani. Los clientes que llegaban a la vecindad a comprar “los cacahuates del japonés”, fueron los que terminaron por llamar al producto “cacahuate japonés”, tal como hoy es conocido en México.

“Cacahuates japoneses” a granel (Colección familia Nakatani)

Poco a poco el pequeño negocio fue creciendo por lo que el matrimonio decidió rentar un cuarto más en la misma vecindad que habitaban en la Calle de Carretones con el objetivo de dedicarlo exclusivamente a la producción de las golosinas. Toda la familia llegó a participar en el negocio: Carlos, el hijo mayor, ayudaba a su padre a la preparación de la masa; Alicia, la segunda, cumplía con las funciones del hogar al hacer la comida, lavar la ropa y cuidar de sus hermanos más pequeños; Graciela y Elvia, las mujeres menores, ayudaban en pequeñas tareas del taller como meter los cacahuates en pequeñas bolsas de celofán. Yoshigei y Emma eran los encargados de las tareas más complicadas y pesadas, incluida la venta del producto en las calles aledañas.

Los paquetes del cacahuate japonés de la Nipon (Colección familia Nakatani)

En la década de 1950, Yoshigei Nakatani decidió ponerle un nombre a su pequeño negocio, el que le pareció más adecuado fue el de Nipon, en recuerdo de su país. La proporción que ya había alcanzado el taller familiar daba ahora para diseñar sus propias bolsas de celofán con el nombre del producto. Nakatani le encomendó a su cuarta hija, Elvia, que dibujara una pequeña geisha para identificar al producto. Fue así como nació la imagen del negocio que años más tarde se convertiría en una reconocida industria en la Ciudad de México.

A pesar de los problemas que la familia y el taller de dulces enfrentaron en aquellos primeros años, Nakatani siempre reconoció la nobleza de aquél producto que le ayudó a sostener y a sacar adelante a su familia compuesta ya de seis hijos. A principios de 1960, la familia Nakatani empezó a disfrutar de los resultados de largos años de esfuerzo y trabajo. Aún en contra de la voluntad de su padre, los hijos de Nakatani lo convencieron de dejar la vecindad en la calle de Carretones y mudarse a un departamento en la misma zona de La Merced y, años después, adquirir su propia casa en un barrio de clase media.

Familia Nakatani

En 1970, la empresa Nipon inició una nueva etapa expansiva. Uno de los hijos que se había graduado como administrador tuvo la visión de industrializar la producción del muégano y del cacahuate japonés. Para 1972, el negocio dejó el lugar que lo había visto nacer y crecer en las calles del barrio de La Merced, mudándose a una moderna planta industrial donde se introdujo una nueva línea de cacahuate salado y enchilado, productos que también identificaron a la marca por años. En esta nueva etapa, el negocio amplió su mercado a toda la Ciudad de México.

La década de 1980 estuvo marcada por una profunda crisis económica que afectó de manera directa a la industria nacional, pero además Productos Nipon enfrentó una desigual competencia de nuevas empresas, algunas con capital transnacional, dedicadas también a la producción de cacahuate japonés. La empresa fundada por Yoshigei Nakatani logró sin embargo enfrentar el reto al mando de sus hijos Armando y Graciela y dos de sus nietas a través de la creación de nuevos productos como el caramelo de chamoy. En 2017 la marca fue adquirida por un gran consorcio alimentario, La Costeña, dando pie a la fundación de una nueva empresa familiar llamada Dulces Komiru.

Yoshigei logró realizar su sueño y regresar por primera vez a su pueblo natal en 1970. Sin poder ver viva a su madre, la visitó en su tumba con la palabra cumplida. Yoshigei Nakatani murió el 9 de septiembre de 1992; Emma, dos años más tarde. La invención del cacahuate japonés representa sin duda un legado de los Nakatani a la cultura popular mexicana.

© 2018 Sergio Hernández Galindo and Emma Nakatani Sánchez

Mundo Nuestro. En la tarde después de la tormenta contemplo el paso bronco del río. Es el mismo río Atoyac por el que viniera mi abuelo italiano Carlo a trabajar y vivir el resto de sus días .

Carlo Manstretta Magnani llegó a México en 1901 para trabajar como ingeniero civil en la construcción de puentes de mampostería para el ferrocarril --ahora creo que el Central-- en la región de Querétaro. En Veracruz cundo bajó del barco que lo trajo desde Nueva York, le quitaron la n al apellido, por lo que él y sus descendientes quedamos como Mastretta para nuestra posteridad mexicana. En 1906, y tras su experiencia como constructor de sistemas hidroeléctricos en la región de Tequixquiapan, el abuelo llegó a Puebla, ya casado con la abuela Ana María Arista, para trabajar entonces en la construcción del sistema hidroeléctrico de Atoyac Textil, en Mayorazgo, con las plantas Carmela y Carmelita en el río que hoy vemos pasar bronco y muerto con toda nuestra desgracia socio-ambiental hacia Valsequillo.
La planta Carmela en el río Atoyac
Por cierto, para el gobernador de los barquitos: de ahí le viene el nombre a su avenida Las Carmelitas.
Mucha historia familiar atada a este río Atoyac del que soy vecino. Por eso tal vez me duele tanto verlo pasar con toda la carga de nuestra podredumbre. Por eso me duele tanto la destrucción criminal de la antigua fábrica del Mayorazgo a la que tanta vida le dio y en en cuyo terreno y sobre sus ruinas unos empresarios constructores de la ciudad de México van a desplantar 804 departamentos autorizados impunemente por el gobierno de la ciudad --autorización que no han presentado con las debidas manifestaciones de impacto ambiental y vial, al menos que se conozcan públicamente--, fundados en la carta urbana del 2016 del mismo gobernador de los barquitos, entonces alcalde de esta ciudad de Puebla, atropellada vilmente por autoridades y desarrolladores inmobiliarios.
Carlo murió en 1955, el año, por cierto. en el que nací.
De él venimos los que en México este apellido llevamos. Y en su memoria también llevo adelante el proyecto periodístico que llamo Mundo Nuestro (mundonuestro.mx)

Para entender lo que Puebla ha perdido con la destrucción de Atoyac Textil: la historia de la Planta Carmela



Para entender lo que Puebla ha perdido con la destrucción de  Atoyac Textil: la historia de la Planta Carmela

Tal vez te acuerdes de que nos conocimos en aquel verano cuando las jacarandas de la calle de Corina estaban todas verdes, esperando pacientes su lila invernal. Olía a humedad y las casas estaban recién bañadas. Ahí se había cambiado la prepa 6. Era mi primer año y las lluvias empezaban. Si me atrevo a decirte lo que ahora pienso es, entre otras cosas, porque te llevo 16.

Y con todo aprecio, no en balde nos cambiaste a muchos la vida; me parece que llegas a los cincuenta casi a punto de convertirte en estatua. Te esperan reconocimientos de casi todas las instituciones, tal vez no las policiacas y militares, pero autoridades escolares, diputados, partidos, medios masivos y congresos te van a quemar incienso. Y cuando naciste, casi todos ellos, con sus muy importantes excepciones como Barros Sierra, estaban en tu contra. Claro, se dirá, es que ahora vivimos en democracia.

Y en parte es cierto. Hay que festejar eso y estar alegres. Pero déjame recordarte algunas cosas. Que al paso de los años te fuiste convirtiendo en algo que no estaba en esos días lluviosos que nos cambiaron. Ahora tu monumento a los cincuenta años ya trae cincelado, inscrita en piedra, que eres el precursor de un invento posterior, una democracia sólo electoral, y que algunos de los nuevos regímenes, cada vez más empresariales y antipopulares, reclaman desde 1988, un año amargo, de fraude electoral, que venían de tu lucha contra el PRI-gobierno. Que eran parte de tu tiempo de modernidad, de romper con el pasado “populista” e inaugurar la democracia que les eligió, así sea mediante el fraude como en 1988 y 2006.

Trato de recordar desde esa mínima experiencia vivida como brigadista si algo así estaba en juego. El pliego petitorio exigía la supresión de cuerpos y leyes represivas, llamaba a la inapreciable justicia que castigara a las autoridades policiacas responsables y resarciera a las víctimas de su violencia, y algo que aún resuena y fuerte en estos años de libertades democráticas, que se reconociera la existencia de presos políticos y que una Política jerárquica y distante, llena de privilegios, abriera un Diálogo Público. Algo tan subversivo ayer como ahora. Un ácido contra las legitimidades de los poderes y que puede borrar lo que te cincelaron.



Hablando de ácido y ahora que casi eres estatua, fíjate que tu forma no se le acercaba para nada. En realidad eras como una medusa. Sí, las de mar abierto, casi transparentes, que parecen volar. Con una cabeza cohesionadora y programática, el Consejo Nacional de Huelga, de la cual surgió el pliego petitorio. Y con múltiples tentáculos con cientos y miles de fibrillas en las 70 instituciones educativas en huelga, con sus cientos de Comités de Lucha en cada escuela y sus miles de brigadas compuestas de jóvenes, hombres y mujeres, que nunca, salvo excepciones, habían tenido vida pública. Habrá quien suponga que te movía la cabeza, pero lo que recuerdo es que te impulsaban esas miles de dizque patitas, múltiples, diversas y creativas. Pero no sólo es un asunto de forma. Eras medusa. Si hombre, espera un momento… sí eras medusa de las que viven en el mar salobre, las que si por algún descuido dejas que se acerquen y te toquen, nunca las olvidas, te queda una mancha roja que irrita y duele. Algo parecido le hiciste al orden vigente en esos días.

En ese monumento que eres ahora pesa el gesto y el color del drama vivido por la represión que te gestó desde julio, te persiguió en los meses siguientes y que intentó matarte el 2 de octubre. Y sin embargo, acuérdate, la represión fue la marca del Estado. La acción de los estudiantes en los 30 benditos días de agosto y buena parte de septiembre estuvo llena de creatividad, alegría y pasión, a manera de respuesta a su violencia. Me atrevo a decir que lo que se vivió entonces sólo puede describirse como una gran fiesta. Un carnaval de la imaginación. Y eso me consta casi como tatuaje en la piel. Con la huelga masiva de fines de julio se inició un recreo que para algunos aún no acaba. Se desajustó no sólo la política estatal, sino todo su orden cotidiano. La autoridad del señor presidente se tambaleó, pero también el orden jerárquico de las escuelas, la cohesión autoritaria de las familias, la credibilidad de los medios masivos a lo que les gritábamos ¡Prensa vendida, Prensa vendida!, con la inestimable excepción del Excélsior de Julio Scherer, del Sucesos y del Por qué! La rigurosa programación del deseo juvenil (quiero ser ingeniero, quiero ser doctor, tener casa, familia, perrito y un coche) se hizo trizas para todos los atrapados en el tiempo del ventarrón. Y eso, discúlpame, pero eso no está muy presente en la memoria que te fabricaron.

Fue un tiempo donde brotaron actividades, imaginarios y deseos que antes no existían. Una efervescencia inventiva del actuar que escapaba a toda idea preconcebida. Tomamos las escuelas en huelga, se organizaron asambleas donde por primera vez hicimos uso de la palabra, a veces sólo un penoso balbuceo que a varios los traumó de por vida; algún salón se convirtió en Comité de Lucha. Surgía una República de los Iguales entre ricos y pobres, hombres y mujeres, blancos y morenos, aunque siempre algo recordaba las profundas diferencias educadas y que regían a nuestra sociedad clasista, estamental. Proliferaron las “brigadas” para acciones concretas y los “círculos de estudio” para los que se atrevieran a conocer un saber arcano, el de las revoluciones socialistas, y, aún más secreto, un marxismo que surgía con la fuerza de la palabra revelada. Muchachas y muchachos convivimos como nunca en un trato de cierta igualdad y reconocimiento e incluso descubrimos a algunas de ellas que nos deslumbraban por su iniciativa, valor e imaginación. Las calles, los destartalados camiones y trolebuses que circulaban en Héroes del 47, los mercados del centro de Coyoacán y sus periferias; todo se convirtió en plaza pública, en lugares de volanteo, de boteo para las cooperaciones, de mítines relámpago. Entre agosto y septiembre miles de nosotros conocimos el poder que nace del número, de la alegría desbordante y de tomar la calle. Ese poder se apagaba apenas surgía, pero provocó un sismo en ese México.

Había una estela de movimientos estudiantiles previos. Pero ahora no se pedía que se facilitara el acceso a la educación media o superior, que se mejorara la autonomía universitaria, tampoco que bajaran las tarifas del transporte público. Miles de chavos gritaban ¡Dialogo Público, Diálogo Público!, algo tan ajeno a los usos y costumbres de todos, de gobernantes y de gobernados, y se entreveía otro imaginario del vivir en común.

Y el otro grito que también abrió el horizonte fue ¡Únete Pueblo, Únete Pueblo!, un deseo de encuentro y de trato con el Otro que, la verdad, era todo el mundo, todos los que estaban fuera del claustro escolar. Lo que se inició como incipiente trato en calles, plazas y mercados luego se expandió en los años posteriores como un encuentro con ese ancho mundo, tan ajeno, tan extraño, de la vida fabril, de sindicatos, de los pobladores urbanos, de regiones rurales y de las culturas de pueblos y comunidades.



Julio me platicó como llegó a Bahía de Banderas para trabajar con unos ejidos en Nayarit. Fue de las primeras experiencias de la Política Popular. Y la Cooperativa de Cine Marginal se introducía en las zonas fabriles del norte de la ciudad. De esas miles de experiencias, la mayor parte anónimas, surgieron saberes y maneras de actuar y de vivir que ninguna institución educativa ofrecía. Y se expandía una mezcla de tradiciones, horizontes y lenguajes desde los espacios de conflicto y de búsqueda de alternativas. Eran aguas salobres.

En esa Babel de la inconformidad, de la sed de justicia, de las ganas de pelear y de inventar formas de vida, se nombró de muchas maneras lo que estábamos viviendo. Algunos la llamaron Revolución, con el agregado de a la vuelta de la esquina. También se escuchaba de un Jesús que regresaba y llamaba a integrarse a las comunidades eclesiales de base. Otros le decían Democracia, pero entendiendo por ello una puerta muy grande para que miles y miles hicieran política en sus lugares de vida cotidiana y que implicaba otro orden de Estado, de escuelas, de familias y de vidas individuales. De este tamaño era esa puerta que luego se nombró como Democracia Social y que en el tobogán de las mutaciones se convirtió en una pequeña entrada a un laberinto electoral donde sólo te piden que a una hora de un día determinado vayas y votes, que te salgas por favor y sigas tan tranquilo en el Orden que te fabricaron. Esta democracia de truco y maña apellidada Electoral.

Ahora, cuando me encuentro con ciertos personajes que traen una especie de software integrado, imagino algo como el espíritu del 68. Un detector de reclamos colectivos, el fomento de la participación colectiva y horizontal, la certidumbre asamblearia, ideas para cohesionar e impulsar la diversidad que se pone en sus marcas, cierta facilidad de la palabra con sus detonadores incendiarios como el ¡ya basta! No puede faltar la creación de formas autogestivas en lugares tan diversos como las normales rurales, las cooperativas de la Tosepan, los barrios de la ciudad de México que estudia mi amiga Lucía, las experiencias de los jóvenes que difundieron la solidaridad con Ayotzinapa y antes habían formado un movimiento tan imaginativo contra las nuevas dominaciones como el #Yo soy 132. Y apenas ayer, una alegría de carnaval que acompañó a la campaña de AMLO.



En lo mejor de esas tradiciones vivas que como diente de león esperan un viento a favor para dispersarse, leo una hoja tamaño oficio doblada en dos, como debe ser, y con cuatro caras. El Mosquito, el que nos pica y despierta. Fue distribuida de mano en mano el jueves 5 de junio (falla casi obligada en los folletos y volantes de este linaje, debe decir julio) por las Comunidades Eclesiales de Base de esta Cuautla que ahora se incendia con un calor africano en tiempos de lluvias a tres días del triunfo de AMLO. Y dice:

“La mejor manera de conmemorar a nuestros caídos en las batallas por la democracia, a 50 años del genocidio de 68, a 47 del Halconazo de 1971 y a 45 meses de la desaparición forzada de los 43 estudiantes de Ayotzinapa, es refundar a este país desde la raíz. Ya vimos que sí se puede”

Y entonces creo, mi querido casi estatua, que, por suerte para ti y para todos los que fuimos tocados o contagiados por ese tiempo de anhelo, las aguas salobres, tu medio natural, sigue fluyendo en estas realidades de injusticia, pero también de esperanza. Cuando veo actuar a jóvenes y viejos, a mujeres, hombres y diversos inmersos en el conflicto del momento, la pugna contra la injusticia que ahora daña, la iniciativa que arrastra a muchos, me digo y te digo: gozas de cabal salud, mi buen, sigues intenso en las aguas salobres del conflicto, los lugares propios para las medusas, no en la ceremonia ni en la quema del incienso. Perdóname, te lo tenía que decir, pero venga, hombre, si son buenas noticias, y va la mejor, yo pago los tecitos que aún toleramos a nuestra edad.

Kenichi Muray fue uno de los cientos de miles de emigrantes pobres que buscaron en América un mejor futuro. La historia de Muray, como la de todos los inmigrantes, de por sí es muy interesante. Kenichi procedía de la prefectura de Shiga y llegó a México en el año de 1923 a la edad de 22 años. La primera década de su estancia la pasó en el estado de Chiapas y después de un breve viaje a Japón en 1928, cuando se casa con Shige Kobory, regresa a México para establecerse en la ciudad de Orizaba, Veracruz. En esa localidad abrirá su propio negocio junto con su esposa, una mercería y sedería denominada La Japonesa que tendría gran éxito y sobrevivirá, incluso en plena guerra, durante varias décadas.

En este artículo, sin embargo, me concentraré en detallar no la vida de Muray, sino más bien abordaré su obra, el legado que nos ha dejado al recuperar las historias de los pioneros que llegaron a México a inicios del siglo XX.

En el ocaso de su vida, Muray se dedicó de lleno a visitar personalmente a los inmigrantes pioneros que aún vivían en México. Consideraba a esas personas como “los poseedores de la historia viva de la migración… como tesoros vivientes que han resistido los vientos y las heladas”. Así los describe Muray en una carta que envió en el año de 1969 al cónsul del Japón en México, Tadakazu Itoh.

A partir de 1970, y hasta poco antes de su muerte cinco años después, Muray se entregó con gran entusiasmo a entrevistar personalmente a los inmigrantes mayores de 80 años. El compromiso que se echó a cuestas representó toda una hazaña pues visitó a cerca de 140 pioneros. Los “tesoros vivientes” eran los portadores de los secretos y de las circunstancias en que llegaron los pioneros; para develarlos y conocerlos, Muray tuvo que viajar desde Baja California a Yucatán para entrevistarlos debido a que muchos de ellos no vivían en la ciudad de México.



Las historias que poco a poco Muray fue rescatando en los últimos cinco años de su vida, empezaron a ser publicadas en japonés en el periódico semanal Shukan-Nichiboku, editado en México por el señor Oscar Tosha.

Periódico Shukan Nichiboku (Colección de Shozo Ogino)

Es difícil resumir todas las historias que escribió Muray pero en general el lector podrá encontrar en ellas el lugar del cual procedían los inmigrantes y las condiciones bajo las cuales salieron de Japón. También podremos entender cómo se integraron laboral y socialmente a México a partir de cuatro elementos o momentos:

  1. La situación de los colonos o agricultores, empezando por los primeros 34 pioneros que llegaron a Chiapas. La vida de los contratados en la hacienda La Oaxaqueña, al sur del estado de Veracruz, productora de azúcar. Los inmigrantes dedicados a las minas en Coahuila o Sonora; y finalmente, aquellos trabajadores que vinieron a la construcción de las vías férreas en el estado de Colima.

  2. Las transformaciones de esos inmigrantes en pequeños comerciantes y la constitución de comunidades al formar sus familias y quedar plenamente integrados a los lugares donde residían.

  3. Las dificultades que enfrentaron los pioneros durante la revolución y décadas después al desatarse la guerra entre Estados Unidos y Japón en 1941. Bajo la guerra, los inmigrantes se vieron forzados a desarraigarse y trasladarse a las ciudades de Guadalajara y México.

  4. Finalmente, la integración definitiva a México de los pioneros al terminar la guerra, y la creación de comunidades con sus descendientes hasta de tercera generación.

Los testimonios que Muray recogió también darán cuenta de otros sucesos que son importantes resaltar. Por ejemplo las experiencias de inmigrantes profesionistas como veterinarios, botánicos, ingenieros y doctores que aportaron sus conocimientos y destrezas a México. La solidaridad que mostraron las comunidades de japoneses con el país que los recibió -a diferencia de otros grupos de inmigrantes de otras nacionalidades- al no aceptar las compensaciones que el gobierno mexicano les ofreció por los daños y perjuicios que sufrieron durante el periodo de guerra civil que se desató a partir de 1910. Tampoco se debe de dejar de mencionar, entre otros ejemplos, las 3 escuelas que los pioneros construyeron en Chiapas y donaron a las poblaciones locales.



En febrero de 1975, a la edad de 74 años, Kenichi Muray falleció. Los testimonios que semanalmente se publicaron en el seminario Shukan Nichiboku representaban un valioso tesoro no sólo para la historia de la comunidad japonesa sino para la historia de México. Reconociendo este enorme valor, la esposa del señor Muray y su yerno, Ernesto Matsumoto, recopilaron cada uno de los testimonios y decidieron publicarlos en Japón con el título Paionia Retsuden, Crónicas de los Pioneros, en el año de 1976.

Portada del libro Crónicas de los pioneros japoneses de México.



Afortunadamente en el año de 2017 cuando se celebraron los 120 años de que del arribo de los primeros inmigrantes japoneses a México, el hijo de Kenichi, Alfonso Muray, decidió que este tesoro se conociera por el público hispanohablante. Para publicar los 127 testimonios del mismo número de pioneros, se contó con el apoyo, en primer lugar, de Makoto Toda quien se encargó de la traducción de los mismos y de Shozo Ogino quien facilitó su valioso archivo de fotografías para ilustrarlos. La edición bilingüe estuvo a cargo de Editorial Panorama.

El libro publicado resulta una referencia fundamental para todos aquellos que deseen conocer a detalle la historia de los inmigrantes y es una referencia obligada también para la historia de las relaciones entre México y Japón.

La historia de la vida de Kenichi Muray a lo largo de 52 años de estancia en México aún está por escribirse. El compromiso que como historiador tengo con este inmigrante, será el mejor reconocimiento a su trabajo.

Mundo Nuestro. En 1914 terminó el ensueño europeo y se desató el siglo XX con todo su apocalipsis. En 1939 se descargó con toda su furia. Quién puede decir que su vida no quedó delimitada por esa historia trágica. En memoria del escritor y periodista poblano Carlos Mastretta Arista, cuya muerte ocurriera un martes 11 de mayo de 1971, ofrecemos este texto que sirvió como presentación del libro Memoria y acantilado (Puebla, 2008), que en Mundo Nuestrose publica por entregas en la sección Libros Libres.

Noticias de la guerra



La fotografía con la que arranca este texto presenta a un grupo de soldados del Cuerpo de Ingenieros del ejército italiano antes de partir desde Milán a la batalla de Andua, en Etiopía, en el año de 1896; Al frente, de piel, el Sargento Carlos Manstretta Magnani, padre de Carlos Mastretta Arista, quien llegara a México en 1901.

Mambrú se fue a la guerra, do re mi, fa sol la, y nunca volverá cantaba mamá para dormirnos de niños. Nunca volverá la guerra, debimos soñar. Papá volvió de la más brutal de las que sufrió el siglo XX. Y en casa la guerra fue una memoria oculta por mi padre en un maletín negro de médico que no permitió que nadie abriera sino hasta su muerte, un 11 de mayo de 1971. Nunca supimos de dónde sacó el maletín, sólo lo mirábamos al fondo del closet, impronunciable, “guarda la vida de papá en Italia”, nos decíamos. El maletín conservó sin encono sus fotografías de la casa de Stradella, su pueblo a la orilla del Po, al sur de Milán, con las cartas de sus novias y sus correrías de joven estudiante de ingeniería mecánica en Pavía. También escondió las fotografías de sus años en la guerra, a veces de civil, otras de soldado, y en todas me provoca interrogantes por lo que sus ojos vieron y que nunca encontrarán respuesta. Papá no vivió lo suficiente para contarnos la guerra a sus hijos adultos. Sólo extrajo del maletín la pistola escuadra que hoy guarda mi hermano mayor, con sus siete balas mansas que sobrevivieron toda nuestra infancia, una pistola que debió empuñar sin más atajos para mi imaginación sesenta años después. Fue, como millones de jóvenes más en ese abismo europeo, un hombre en guerra.



Papá también sacó algunas fotografías que nos dijeron mucho más que todo lo que no llegó a contarnos: la del abuelo Carlo, capitán de un destacamento del ejército italiano que se colapsaría en África en una malhadada guerra colonial de 1897, él sable en mano, y otros cincuenta combatientes que probablemente no regresaron nunca a la península desde Etiopía –el abuelo sobrevivió a una epopeya trágica en el desierto y volvió a Italia para contarla a un tío suyo periodista en Turín, lo que provocó la furia del gobierno en turno y su inevitable huida a América--; también está la de un muchacho estudiante de ingeniería trepado en un poste de telégrafo en 1935, el mismo año en que el Duce se presentó en esa escuela militar para infundir de celo patriótico a sus posibles camisas negras; y la de un joven capitán de Transmisiones, impecable en su uniforme, rodeado de un grupo de soldados en el frente italiano de África en 1940. Todavía hoy miro esas fotografías que mamá ha conservado siempre en el librero en la sala de su casa y busco en los ojos claros de papá la guerra que sufrió y no quiso que quedara en nuestra memoria.





En la escalera, el oficial de Transmisiones, Carlos Mastretta Arista.

Papá vivió la Segunda Guerra Mundial y el azar quiso que no fuera uno de esos 45 millones de muertos. Papá contaba la guerra de tarde en tarde en sus extremos jocosos, como cuando los marines negros se olvidaron en la juerga de su tarea y dejaron en libertad una noche de 1945 a los soldados italianos detenidos en un campo de concentración, liberada ya de los alemanes la tierra del abuelo Carlo. Igual papá narraba las maravillas que encontraban en las mochilas de los gringos hechos prisioneros por su bando: pasta de dientes, cigarrillos, papel de baño. Nada nos dijo de los muertos. Ahora pienso que los ocultó de sus hijos poblanos como cualquier padre que intenta que sus pequeños no miren la muerte que revolotea sobre el cuerpo de un peatón atropellado cualquier día en la ciudad de Puebla. Nunca nos habló de los muertos, pero todos los días nos despertaba con el chiflido que remedaba la trompeta viva del cuartel del ejército italiano.

Las historias familiares se tejen entre los acontecimientos propios y la cuenta amarga de la natural catástrofe de las sociedad humana. Papá volvió de una Europa destrozada por treinta años de horror. De otra forma, sin la guerra, hubiera seguido su camino de escritor y periodista en el viejo mundo y no estaría yo aquí para contar mi propia historia. Pero papá regresó un día por la frontera, custodiado por dos enormes agentes del FBI que lo acompañaron por el puente internacional de Laredo, los tres enfundados en gabardinas y sombreros, los tres en su papel de cerrar el capítulo de la Segunda Guerra Mundial en la vida de un poblano hijo de un ingeniero civil que llegara a México huyendo de su propia guerra milanesa en 1901. Papá también guardó en maletín negro de médico antiguo esa fotografía, y con ella toda su juventud tras 18 años pasados en el ascenso y caída de Mussolini. Salió de 17 al terminar los estudios en el Colegio Espina de los Jesuitas en plena guerra cristera; regresó de 35 a México para nunca más volver a salir de la ciudad de Puebla. Aquí casó con María de los Ángeles Guzmán, la hija de un dentista nacido en una familia liberal surgida de las guerras mexicanas del XIX, y que arrancaría su carrera profesional sacando muelas indígenas en la Sierra teziuteca tomada por la revolución y los ejércitos pagados por las compañías petroleras inglesas y americanas. El abuelo Diego Ramos, productor de tabaco y madera, fue dos veces expropiado por los revolucionarios entre 1913 y 1920. Moriría lejos de la Sierra poblana en 1929. Sí, de cuántas guerras puede venir una familia cualquiera.

Papá regresó para formar la suya, a la que no le dejó la carga de los millones de muertos en la guerra de la que fue actor y testigo. En 1946, en la cafetera que le trajo de Milán a Nueva York en su retorno a México, ya en la soledad de un mar sin convoyes, destructores y submarinos, escribiría una memoria mínima de sus años vividos en ese Apocalipsis europeo. “Son tantos los muertos –escribió, y fue así lo único que nos dijo--, que no hay al final ni vencedores ni vencidos”.




Milán, 1934. Auto oficial en el Décimo Regimiento.

Página 6 de 14